La Calavera de Cristal (26 page)

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Authors: Manda Scott

* * *

La sangre formaba un guante que le cubría desde las yemas de los dedos hasta la altura del codo, donde se secaba y se apelmazaba.

El brazo de Fernando de Aguilar ya no estaba ahí. Owen lo había dejado caer en un cesto forrado de hojas que tenía al lado. Diego lo había tapado con una tela roja, amarilla y negra, tejida con los mismos colores que la peligrosa serpiente, y se lo había llevado lejos de allí.

Lo que quedaba era un muñón, aún colorado y lleno de vida, por encima de la venda de algodón que ataba el torniquete. Por debajo, el tejido era de un gris blanquecino y desagradable. Owen ajustó el último pellejo de carne y piel con las espinas de cactus que había recolectado él mismo durante los raudos preparativos de la operación, cuando parecía que cortar el hueso sin errar constituiría ya todo un milagro.

Cortó el hueso, y antes que el hueso la carne, con la ayuda de diversos cuchillos y sierras del barco y de hojas de piedra negra que usaban los indígenas, que estaban más afiladas que cualquier navaja que pudiera encontrar.

Cedric Owen no creía haber obrado ningún milagro con dichos instrumentos, pero sí esperaba que sucediera uno después de su intervención. Apretó el torniquete y volvió a examinar el reloj de arena al que el sacerdote había dado la vuelta tras vaciarse. Había transcurrido casi una hora, pero daba la sensación de que hubiera sido un año.

Bajo su mano, Fernando de Aguilar se agitó y empezó a quejarse por primera vez desde la incisión del primer cuchillo. Owen se dirigió con brusquedad a quien tenía al lado.

—Diego, ¿puedes administrarle más bebida?

El indígena con la cara cortada estaba sentado en la penumbra, de donde no se había movido durante todo el proceso. Se levantó, avanzó hacia él y le acercó una calabaza.

—No —susurró Aguilar. Sus ojos estaban transidos de sombras que arrastraba aún de los territorios que había recorrido su alma. La voz luchaba para traspasar las marañas de dolor y la alquimia desconocida de las hierbas—. Os lo ruego.

—El dolor más fuerte lo sentiréis en cuanto suelte el torniquete. De este modo, os ahorraríais tal padecimiento —intentó convencerlo Owen.

—No me... duele. Todavía estoy bajo los efectos de la adormidera. Y si la sangre se me escapa por la herida de forma que encuentro la muerte a pesar de vuestros esfuerzos, al menos estaría consciente y abandonaría este mundo con la mente serena.

—En ese caso...

Owen desató el torniquete y aguardó, contando en su cabeza los latidos a medida que el color acudía despacio al principio, y luego con apremio, ocupando el dedo de brazo que le restaba donde segundos antes había estado la cuerda.

No tardó en alcanzar el extremo, donde el hierro candente de Diego había quemado los vasos sanguíneos, uno por uno, hasta cauterizarlos. Ahora quedaban ocultos bajo la piel, invisibles. Cuatro hombres contuvieron la respiración. El cura, Diego, Owen y su paciente contemplaron cómo la piel, perfectamente suturada, se volvía rosa, luego roja y después se abultaba ligeramente gracias a la vida que volvía a fluir a través de ella. Una rebaba de sangre apareció entre dos colgajos. Owen la limpió con el último pedazo doblado de algodón que quedaba. Mentalmente contó hasta treinta, y allí acabó todo. Su percepción de lo milagroso quedó un tanto reforzada. Rodeó la mesa y le tomó los tres pulsos en la muñeca que le quedaba. El frontal se escuchaba un poco huidizo y el renal de la espalda estaba tenso por el esfuerzo de mantenerse despierto, pero en general los tres se percibían con claridad. Era impresionante.

—Fernando, ¿cómo os sentís?

—Vivo, que ya es mucho. El brazo me... hace cosquillas, como si aún lo tuviera, pero no siento dolor. Me cuesta trabajo hablar, pero supongo que es normal,

¿verdad?

El español arrastraba las palabras con fatiga. Owen le respondió:

—Se debe a la adormidera. Cuando remita, hablaréis como siempre habéis hecho. Deberéis aprender a usar la espada con la mano izquierda. Me ofrecería yo mismo a enseñaros, pero este mundo ya está lo bastante revuelto para que complique yo aún más las cosas.

—En efecto. —Aguilar sonrió débilmente, con la vista fija más allá de los muros; al final habló, medio adormilado—. A lo mejor Diego podrá instruirme. Me parece que hay... muchas cosas que Diego podría enseñarnos.

Se durmió con esas últimas palabras. Su mano buena estaba fría, sin fiebre, y los pulsos eran rítmicos. El muñón de su brazo derecho estaba caliente, pero no ardía; vital, pero no coagulado.

Cedric Owen dirigió la vista a la penumbra del rincón y, como antes durante la operación, halló unos ojos negros y tranquilos.

—¿Vivirá?

Desde las sombras, Diego respondió en un español ronco y oxidado.

—Mientras la bebida esté en su interior, vivirá. Después, lo que ocurra con su vida dependerá de lo que convenga a sus dioses. Y a los vuestros.

A Owen le pareció detectar una pregunta en sus palabras, pero no sabía cómo responderla. Contestó, incómodo:

—En ese caso, no nos queda más que esperar.

Los ojos oscuros le aguantaban la mirada. Lo calibraban sin juzgarle.

—Entonces esperaremos.

* * *

Dos veces salió el sol por la lejana línea del mar, tiñendo de oro las olas.

Dos veces surcó el cielo, proyectando sombras, primero cortas y luego más alargadas, sobre las calles amuralladas de Zamá, con su imponente templo, otros edificios más pequeños y gran profusión de esculturas indígenas.

Dos veces el astro rojo bañó, con un resplandor de cobre fundido, el horizonte de poniente y las llanuras más frescas, donde las cigarras saludaban el atardecer con sus cantos y todo se sumía en un silencio extraño, en el que no se oían las fieras nocturnas ni el silbido del viento entre las jarcias.

Fernando de Aguilar seguía durmiendo, velado por su amigo y cirujano, Cedric

Owen, que no pegaba ojo.

Al principio, Owen se había sentido aliviado por el reposo de su paciente. En cualquiera de los textos eruditos que había leído se recomendaba un buen sueño reparador como la mejor recuperación tras la agresión de una operación.

Con ese ánimo, le cambió los vendajes casi de puntillas, esmerándose por no molestar a su paciente y desvelarlo. En algún momento del segundo día, en vista de que Aguilar no había ni bebido ni hecho aguas, Owen revisó las cartas de las constelaciones y el movimiento de las estrellas que él mismo había configurado. Al hacerlo, descubrió que Diego era mejor fuente de información que sus cuadernos y gracias a él determinó la posición en el firmamento de los tres planetas sanadores: Mercurio, Venus y Marte.

Le bastó con consultar las cartas, una vez escritas de nuevo, para descubrir que todas eran, al menos parcialmente, auspiciosas. Con esas perspectivas y con los pulsos favorables que respaldaban su decisión, optó por despertar al dormido para que bebiera.

Pero fue en balde. Fernando de Aguilar no se desvelaba. Owen se sintió decepcionado y desistió; con la ayuda de Diego encontró la manera de incorporar al paciente y verterle agua en la boca, masajeándole el cuello para asegurarse de que la engullía y no la inhalaba.

Pasó media noche comprobando que Aguilar bebía lo suficiente para evitar que la sal y el azufre se desequilibraran en su cuerpo. Le costó algo menos hallar la forma de tenerlo en pie para que su vejiga, al estar presionada, expulsara el orín en una calabaza.

Finalizaron la empresa al anochecer del segundo día. Tres lamparillas humeantes que quemaban en los rincones añadían retales de luz al gran haz plateado de luna que penetraba desde el agujero del techo de paja.

Cedric Owen se sentó a un lado e ingirió el plato de frijoles, pimientos y maíz que le habían traído. Los sabores no le resultaron tan insólitos al paladar como la primera noche; poco a poco iban siendo más de su agrado.

Más fortalecido, se excusó para atender sus propias necesidades y, libre por primera vez de las obligaciones que él mismo se había impuesto, regresó a sus aposentos y sacó la bolsa de yute en la que guardaba la piedra corazón azul.

Como era habitual, los primeros instantes del reencuentro hacían que se sintiera simultáneamente vacío y lleno. Nostradamus se lo había advertido: «Sentís devoción por la piedra, ¿no es así?», pero ese comentario no rozaba siquiera la alquimia que unía la carne y la sangre humanas a una fría roca; sin embargo, desprendía humanidad, algo que en el mundo escaseaba.

Cuando Owen regresó, Diego ya había abandonado el templo, por lo que se sintió aliviado al retirar la bolsa y colocar la piedra azul en la mesa, cerca de la cabeza de Aguilar, para que sus ojos recorrieran todo su cuerpo. Encontró dos velas y una pequeña lamparilla de piedra que soltó un humo aceitoso cuando la movió. Siguiendo las instrucciones que en su día le dio su abuela, las colocó a los lados y al pie de la calavera, moviéndolas un poco a la izquierda o a la derecha hasta que los haces oscilantes de las tres luces convergieron y perfilaron el cuerpo de Aguilar.

Owen se sintió satisfecho; entró un taburete en la sala, lo dejó a los pies del español y descansó su barbilla sobre la mesa para poder mirar la calavera a los ojos. Permaneció un rato así, sentado, inmóvil, a la escucha. Fuera volaban los murciélagos y pequeñas criaturas de la noche, pero no se oían pasos humanos.

Posó la mano izquierda sobre el pie izquierdo de Aguilar y dijo en voz alta:

—Amigo mío, lo que nosotros sabemos queda fuera de los confines de vuestro conocimiento. Si confiáis en mí, os encontraré y os acompañaré de regreso. Si no deseáis que os encuentren, vuestra es la elección y la respetaré.

Con esas palabras cerró los ojos y buscó una vez más ese lugar de un azul intenso y tranquilo en el que la única nota que sonaba era el canto de la piedra corazón.

—Esperad —dijo una voz ronca en español. Alguien le puso una mano en el brazo sin hacer ruido.

—¡Diego! —Owen abrió los ojos de par en par.

Afortunadamente era Diego y no el padre Gonzalo, así que dio gracias, pero de todos modos... Con ira se sacudió de encima la mano.

—¿Hacía falta irrumpir así? —preguntó Owen.

—Este no es el lugar adecuado —respondió Diego.

Owen descubrió unos ojos negros y enormes, que no expresaban ni deseo ni miedo, sino un respeto firme, de alguien que conocía la piedra estrechamente y la trataba como a un igual. Diego hizo una reverencia ante la piedra con las manos cruzadas sobre el pecho y a continuación extendió los brazos apuntando a los cuerpos de Jesucristo en la cruz que colgaban en todas las paredes. Siguió hablando en su castellano oxidado:

—Antaño este era un espacio donde podíamos hablar con los dioses sin temor, pero ahora se ha convertido en un lugar de tortura, dolor y pérdida. Vuestra piedra será más fuerte en otro entorno.

En la serena oscuridad de la noche, Owen escuchó el susurro de Nostradamus.

«Os dirigiréis al sur, donde antaño gobernaron los musulmanes... Desde ese lugar, zarparéis rumbo al Nuevo Mundo, donde... conoceréis a los que son sabedores... del corazón y el alma de vuestra piedra azul. Os confiarán la mejor forma de desvelar sus secretos».

Diego le observaba desde el otro rincón de la sala aguardando. Owen sintió un picor en el cuero cabelludo, un temblor en las manos que con tanta firmeza habían sostenido las hojas de piedra negra que habían cortado el brazo a Aguilar.

—¿Adonde nos dirigimos? ¿A qué distancia está?

—A un lugar que conozco. Podemos llevarnos las mulas. Tardaremos dos días, puede que tres. —Diego indicó los números con los dedos de la mano.

—¿Un viaje de tres días? ¿Acaso habéis perdido el juicio? Fernando no puede ser trasladado ni siquiera doscientas varas sin correr peligro. Moriría antes de que termine el primer día.

—Morirá si se queda aquí. Preguntádselo a vuestra piedra corazón, si no me creéis.

No tenía sentido dudar del silencio que otorgaba. Owen se sintió confuso y cerró los ojos de nuevo. Y allí encontró la piedra, dispuesta y locuaz. Jamás la había escuchado con semejante claridad, y no emitía señal alguna de peligro, pérdida o dolor.

Abrió los ojos. Las dos velas se habían apagado; su llama se había consumido. La luz de la lamparilla humeante era lóbrega, con lo que el fulgor de la piedra corazón quedó relegado a una tenue neblina azul. Como había sucedido en presencia de Nostradamus, cuando escuchó las gaviotas y aspiró el olor del mar, en su interior halló un lugar donde los animales nocturnos gruñían al cazar y un viento vacilante doblaba los árboles y peinaba la hierba en los campos.

—¿Qué oís? —preguntó Diego en voz baja.

—Murciélagos, oigo murciélagos que vuelan a millares en lo alto de una pirámide. A su lado, vuestra torre del pueblo es una simple casa de muñecas.

Capítulo 17

Nueva España, tierras bajas del sur, octubre de 1556

Murciélagos. Murciélagos por doquier. Una marea de chillidos y aleteos atestaban

las copas de los árboles del claro, emborronando el sol de la tarde e imponiendo una oscuridad únicamente soportable porque el alma de la piedra corazón canturreaba una tonadilla de bienvenida que acallaba el alboroto e inundaba el lugar de una luz azulada, colmando el falso ocaso con la claridad hiriente de la aurora.

Cedric Owen se sentía transportado por aquel sonido cegador. Se tambaleó al inclinarse, pero por fin pudo dejar a Fernando de Aguilar sobre el suelo tras acarrearlo medio día por una selva cada vez más escarpada, con Diego abriéndose paso a hachazos entre la maleza diez metros más adelante.

Aguilar no despertó cuando lo depositaron sobre las hierbas altas del claro, pero tampoco había abierto un ojo en ningún momento, ni tan siquiera al oír los chillidos de los pájaros durante todo el día, o los rugidos del jaguar o a causa de la mula asustada, cuyo rebuzno había ahuyentado a los murciélagos en desbandada. Tampoco había despertado durante los tres días de viaje que los habían conducido hasta allí, hasta ese claro a medio camino de una montaña en plena selva, donde no había nada que explicara por qué allí no habían crecido los árboles; solo se oían los murciélagos y la cantilena de la piedra corazón.

—Este es el lugar —dijo Owen irguiéndose—. Lo percibo.

—En ese caso acamparemos.

Diego empezó a despejar un círculo en la hierba para encender el fuego. Carlos y Sancho, sus hermanos, que los habían acompañado, se ocuparon de atar las mulas y de buscar leña. Se cruzaban con Owen sin mediar palabra, si bien él estaba convencido de que los tres le miraban con buenos ojos por haberse cargado a Aguilar a la espalda y haberlo llevado las últimas leguas. No estaba seguro de ello, pero lo que le sorprendió y a la vez le dolió era que su opinión le importaba lo bastante como para darse cuenta.

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