Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
El español del que habláis resultó herido. Su cuerpo fue recuperado del río Cam y, posteriormente, quemado. Por orden de las autoridades del college, de las que ostento en la actualidad la administración, el cadáver de Owen ha sido abandonado en las fosas de indigentes cercanas a la encrucijada de Madingley. Yo mismo me he encargado de su autopsia y no he sido capaz de encontrar rastro alguno de sus intenciones; ni siquiera logré corroborar su identidad, pero hallé en sus alforjas un objeto (que os hago llegar junto a esta carta para vuestra consideración) de excepcional artesanía, confeccionado a partir de lo que juzgo es oro.
Owen fue un traidor y murió luchando contra los leales servidores de su majestad, por lo que todas sus propiedades pertenecen en lo venidero a la Corona. Os remito lo presente a sabiendas de que hallaréis la mejor manera de proceder.
No obstante, sí os pediría que, para honra del college, en un futuro Cedric Owen sea recordado como un hombre decente. Flaco favor nos haría admitir haber alimentado a un traidor, por mucho que fuera a regañadientes. No pienso conceder munición a nuestros enemigos para que la utilicen contra nosotros en los siglos venideros.
Aguardo vuestras más amplias indicaciones sobre los presentes asuntos.
Se despide, señor, vuestro siempre más humilde y leal servidor ante Dios,
el catedrático Barnabas Tythe, rector electo del Bede's College, Cambridge
—¿Estáis seguro de que queréis dársela? —La máscara funeraria de oro macizo descansaba entre los pliegues de la resistente capa de montar de Cedric Owen. Barnabas Tythe seguía con los dedos los diamantes incrustados—. Walsingham no la espera en absoluto, ni tampoco la necesita. Podría volver a redactar la carta y decirle que vuestras alforjas estaban vacías salvo por unas cuantas monedas de oro de Nueva España.
Desde su silla, al lado de la chimenea, Cedric Owen negó con la cabeza.
—La verdad es que es arriesgado, pero si cree que hay más que lo que se le envía, quizá investigue sobre nuestro viaje desde Esclusa, cosa que no convendría lo más mínimo a cierto contrabandista de los Países Bajos que transitó bajo bandera portuguesa. Debo ya suficiente a Jan de Groot para enviar los esbirros de Walsingham tras su cabeza.
Owen tenía que esforzarse para hablar; el vendaje que le rodeaba la frente lograba contenerle los sesos, pero en aquellos dos días desde la herida se había percatado de que, si daba rienda suelta a la textura normal de su voz, el dolor de cabeza se tornaba insoportable.
—La máscara brindará a Walsingham la posibilidad de obtener información a raudales. Tan solo espero que dedique las energías que le queden a gastar los ingresos que genere, no a investigar más. ¿Qué tal está de salud? Oí decir que flaqueaba.
Tythe se encogió enérgicamente de hombros.
—Se está muriendo, como todos. El único consuelo que nos queda a quienes padecemos su gobierno es que sir Francis sufre un constante dolor por los cálculos de sus riñones y su fe no le permite encontrar un remedio rápido e indoloro. Quienes así lo deseamos podemos considerarlo un castigo que le impone Dios por el mal que ha causado.
A Tythe se le veía frágil, débil, y seguía temiendo que la verdad sobre la matanza de Nochebuena saliera a la luz.
En la confusión posterior a la pelea en los exteriores del college, Tythe llegó a creer que Owen realmente había muerto. Fernando de Aguilar, cuyas heridas eran por fortuna superficiales, había sido el único en no creerlo, pero no se había permitido asistir a su amigo sin antes atender a necesidades más imperiosas. Él fue quien desfiguró al segundo esbirro de Maplethorpe con su propio garrote y a continuación entregó el arma a Barnabas Tythe, al tiempo que le ordenaba que le asestase los últimos tres golpes para que se manchara las manos y el calzón de sangre «en afán de verosimilitud», como lo llamó el español.
Luego Aguilar colocó los cuerpos de suerte que cualquier persona versada en reyertas se convenciera de que Owen, el maestro espadachín, había ajusticiado a Maplethorpe y a uno de sus secuaces antes de que el garrote le despojara de su espada.
Segundos después, el traidor había asido un arma pequeña del suelo y con ella pudo derrotar al último de los hombres de Maplethorpe antes de que Barnabas Tythe, el héroe en ese momento, se hiciera con su navaja y le quitara la vida.
Por fortuna, el tercer hombre acusaba cierto parecido con Owen, y con las magulladuras practicadas por el garrote nadie iba a distinguirlos por mucho que los observara con detenimiento. Actuando con premura, lo vistieron con la capa y las botas de Owen; por lo demás, la nieve cada vez más intensa cubrió con un manto el lugar de la contienda, con lo que se borraría cualquier descuido que pudiera haberlos delatado.
Finalmente, Aguilar llevó a Owen a un sitio seguro y envió a Barnabas Tythe a que diera las dos buenas noticias a sus compañeros del college: que por fin se habían librado de Maplethorpe y que Cedric Owen, enemigo de Walsingham y, por ende, de la Corona, había caído.
Durante el resto del día de Navidad, mientras Barnabas Tythe afianzaba su autoridad en el college que tanto amaba, Fernando de Aguilar se quitó sus ropajes de pisaverde y el oro de sus pendientes y se aplicó un vendaje en la pierna antes de ocuparse de su amigo Owen, todavía inconsciente.
Para carecer de un brazo y de formación médica, le vendó las costillas y el cráneo fracturados con una destreza que le envidió Tythe cuando por fin regresó el anciano, se limpió de nieve las botas y le dio las buenas noticias: le habían nombrado rector por unanimidad y habían aceptado que la muerte de Maplethorpe la había causado el difunto Cedric Owen.
El tiempo había jugado a su favor. Los preparativos de las fiestas de la estación andaban ya muy avanzados; el coro estaba ultimando los ensayos en la capilla del Bede's College y los miembros del consejo tenían otros quehaceres más importantes el día de Navidad que pasarse el día observando autopsias.
A Maplethorpe sí le examinaron, aunque se vieron obligados a cubrirse la cara ante aquel hedor de osario. Era su deber para con el difunto, aparte de que debían
cumplir con la obligación de transmitir a los demás la precisión con la que había perforado el pecho la espada que había acabado con su vida; la de él y la de su sirviente. No pidieron ir más allá. Los otros cadáveres estaban en un rincón, sumidos en una oscuridad que apenas alcanzaban a alumbrar las antorchas que reposaban en los estantes a ambos flancos de la puerta.
Al examinar el rostro apaleado de Cedric Owen, el espadachín, cabía preguntarse de dónde procedía el fino material de la capa, pero ninguno de ellos pretendía ensuciarse las botas para inspeccionar a un traidor o al hombre al que había dado muerto con su brutal ataque. Cuando el mismo Tythe, el único médico entre ellos, insinuó que existía un grave riesgo de infección debido a los malos humores de los difuntos, todos aceptaron encantados su ofrecimiento de encargarse personalmente de los sepelios.
Ya solo quedaba conocer la suerte del último esbirro de Maplethorpe, que se hallaba en paradero desconocido, pues únicamente tenían constancia de dos cadáveres, amén del de Cedric Owen y el del mismo Maplethorpe. Corrió el rumor de que, poco antes de su muerte, Maplethorpe había confiado al vicerrector que el desdichado era sospechoso de haberle robado plata, por lo que todos convinieron que habría aprovechado la oportunidad para escapar con su botín. A fin de conservar el buen nombre del college, nadie armó ningún revuelo. En cuanto al cómplice de Owen, Tythe ordenó a su servidumbre personal que buscara en las aguas del Cam, y cuando regresaron con un cadáver (algo que era de esperar y que Tythe deseaba con todas sus fuerzas), él mismo lo identificó como el español que acompañaba a Owen. No lograron encontrar la espada del maestro, pero aquello era un detalle de escasa importancia.
Los doce miembros del consejo suspiraron de alivio al determinar que un asunto tan incómodo se había resuelto con semejante presteza. Acordaron rendir homenaje al recuerdo de un maestro «por todos estimado y añorado» y decidieron unánimemente que Barnabas Tythe, el héroe de manos ensangrentadas, debía ocupar el cargo de rector.
Que no estuviera rodeado de secuaces ni volcara al collage en solemnidades no fue lo primero en lo que repararon para otorgarle el puesto, pero ambos factores actuaron a su favor. Alzaron las copas para brindar por el nuevo rector, le concedieron la cátedra que debería haber logrado mucho antes y regresaron a casa pisando la nieve que aún caía sobre el camino, a tiempo para llevar a sus familias a la misa matutina de Acción de Gracias que se celebraba en la capilla del Bede's College el día de Navidad. El sacerdote, que ese día había madrugado, improvisó algunas frases conmovedoras sobre los finados que pensaba aprovechar también para el funeral.
* * *
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el nuevo rector de Bede a sus huéspedes.
—Ahora esperaremos —respondió Owen—. Comeremos, guardaremos silencio cuando haya gente en las calles a las que dan vuestros ventanales y rezaremos
fervorosamente para que recuperemos las fuerzas y podamos montar a caballo para irnos cuando cesen las nieves. ¿Cuánta carne de ganso nos queda?
Tythe hizo una mueca.
—Nos alcanzará para tres comidas y un caldo para vuestro amigo. Me parece muy bien que su majestad ordene que nos alimentemos de ganso para celebrar la derrota de la Armada Invencible, pero no es ella quien debe tragar esa carne cuatro noches seguidas hasta que desaparezcan el último ganso y la última oca de la faz de la tierra.
—Tal vez ese sea su deseo, por eso ha ordenado que comamos ganso en Navidades, para que su reino quede limpio de ocas y nunca tenga que volver a probarlas. ¿Sabíais que las importaban de los Países Bajos para que los leales súbditos de su majestad jamás pasasen hambre por falta de gansos?
—Ya no hay nada que me sorprenda —contestó Tythe con retintín.
Se dio cuenta de que no había respondido a su pregunta; en realidad, esa sensación se repetía siempre que hablaba con Owen.
—Si, en lugar de dedicar nuestro tiempo a departir sobre aves de corral, nos ocupáramos de otros menesteres, ¿cuáles serían? Por mi parte debo encargarme del diario que se exige redactar al nuevo rector de Bede y que me acarreará la muerte si en él desvelo la verdad y alguien lo descubre. ¿Qué haréis vos en cuanto amainen las nieves?
—No lo sé.
Le costó arrancar una respuesta como aquella. Cedric Owen se reclinó en su silla, ahuecó las manos sobre las rodillas y dejó vagar la vista por las gélidas sombras oscilantes del hogar donde descansaba su piedra corazón azul. Al cabo de un rato añadió:
—En esta vida tengo distintas misiones que cumplir. La primera fue viajar al Nuevo Mundo, revelar los secretos de la piedra y consignarlos de modo que tan solo aquel cuyo sino esté unido al de la piedra sepa descifrarlos. Con ayuda de la magia de los hombres jaguar, Fernando y un servidor acabamos de cumplir ese cometido. En Harwich hemos dejado ocultos diversos volúmenes que enlazarán el pasado y el futuro, pero ahora nos queda poco tiempo para encontrar un escondrijo seguro que los albergue.
—Me parece que... —empezó a decir Tythe.
—Aquí no, amigo mío. No pretendemos aprovecharnos hasta tal punto de vuestra hospitalidad. —Owen apretó un puño para descartar esa opción—. Nos ocuparemos de ese asunto cuando llegue la hora, pero primero, y más arduo que ninguno, nuestro objetivo será seguir con vida el tiempo suficiente para hallar un lugar cuyas raíces se pierden en el tiempo, un espacio sagrado para nuestros antepasados anteriores al advenimiento de Jesucristo. Me aflige y me reconcome, pero desconozco las coordenadas. Esperaba que la piedra me mostrara el camino, pero no ha sido así. Sin su intervención, somos como naves a la deriva en pleno temporal.
—¿Cómo sabréis reconocer el lugar del que habláis?
—Lo he visto en mis sueños. La primera vez fue hace treinta años, pero ese sueño no me ha abandonado desde entonces.
—Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos; ese fue el momento de levantarse—. Es un lugar recóndito, lo hallaremos en una llanura arbolada donde se encuentra un círculo de piedras erguidas y el viento arrecia a su alrededor. En mis sueños veo las siluetas negras de los árboles sin hojas, doblados por la tormenta, y el cielo iluminado por los relámpagos, pero podría tratarse de cualquier lugar; desde la costa meridional de Cornualles hasta el extremo más septentrional de Northumberland. No podemos buscar a ciegas.
Tythe se pinzaba los labios con los dedos. Le rondaba una imagen inasible, algo borroso como la bruma, escurridizo como una trucha. Intentaba definir su forma y sustancia cuando reparó en la piedra azul, acomodada sobre la chimenea e iluminando la estancia con su luz. Dos suspiros bastaron para darse cuenta de que los haces azules mudaban de textura... sus sombras se alargaban para enfocarle a él.
Barnabas Tythe presenció aquella alquimia con los pelos del antebrazo como escarpias. Se dio cuenta de que Owen volvía la cabeza vacilando, a la manera de los perros de caza que escuchan el eco distante del silbido de su dueño; luego, todo su cuerpo se sacudió en la silla como si el silbido hubiera vuelto a él, ensordecedor.
A Tythe le pareció escuchar algo, una melodía apenas audible que alguien entonaba en los confines de su imaginación pero que no procedía de ningún instrumento ni de ninguna voz que conociera. Owen se preocupó.
—Barnabas, ¿qué es lo que habéis olvidado?
—No lo sé. Hay algo... alguien... pero no logro recordar quién o...
Le dio la impresión de que la piedra azul se inclinaba para que sus ojos encendidos se cruzaran con los suyos. Atrapado por aquella mirada de otro mundo, sus pensamientos escamparon como nubes antes de la tormenta y dejaron espacio a un cielo azul despejado allí donde antes solo había habido telarañas y desorden. La cantilena de la piedra se convirtió en un llamamiento. Se abrió una puerta y el recuerdo escurridizo se acercó a saludarle, nítido, diáfano, deslumbrante. En el silencio henchido de canción, dijo:
—Tengo un pariente que acaba de sufrir una pérdida y vive en una granja cerca de Oxford. No nos hemos visto desde la muerte de María Tudor, pero un par de veces al año nos carteamos para ponernos al corriente de los asuntos familiares. Somos familia por parte materna, pero antes de que el difunto rey destruyera los monasterios, su padre fue contratado a razón de una moneda de oro al año por el difunto Richard Whiting, abad de Glastonbury, que Dios se apiade de su alma consumida y torturada, para que se ocupara de las sendas de antaño y de los caminos sagrados de los antepasados que transitan por la abadía y muchas otras iglesias y monasterios. La Santa Iglesia católica estaba al caso de tales sucesos, por mucho que los puritanos pensaran lo contrario, y mi tío era, de todos ellos, quien mejor conocía los secretos de la antigüedad.