La Calavera de Cristal (42 page)

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Authors: Manda Scott

Owen abrió los ojos como un búho. Observaban el rostro de Tythe con avidez.

—¿Nos ayudaría vuestro tío?

—Si sigue con vida. Este junio cumpliría noventa y tres años, de modo que quizá haya muerto. Si no es así, no hay nadie que conozca mejor que él los círculos de monolitos y la Inglaterra de los dragones.

Tythe se puso de pie de un salto, aliviado de un plumazo tanto de la melodía de la piedra como de la carga de sus huéspedes. Sus palabras denotaban alegría.

—Si os dirigís hacia allí, os facilitaré una carta de presentación que deberéis entregar al descendiente de mi tío para que os allane el camino. Podréis partir en cuanto caiga la última nieve, si es posible de noche. Si Aguilar y vos os veis con fuerzas de montar y mantener un ágil galope, llegaréis a Oxford antes de que la carta que he escrito a Walsingham le sea entregada en Londres.

Capítulo 28

Finca Lower Hayworth, Oxfordshire,

30 de diciembre de 1588

Inglaterra yacía bajo un manto de nieve fundida. El constante rezumar de los

árboles abría sendas grises aún mojonadas por copos sin derretir. Los caballos tropezaban y resbalaban sobre ocultas placas de hielo. Incluso a mediodía, el cielo estaba oscuro como al atardecer, por lo que viajar de noche constituía un gran peligro. Owen confiaba en que pasaran inadvertidos, dado que nadie se aventuraba a desplazarse a no ser por motivos de excepción.

Llegaron a la hacienda al caer la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Era una construcción de aspecto próspero, de nueva planta, hecha con madera noble, piedra y paja con un diseño muy novedoso. Detrás, el campo descansaba en un lodazal de bruma gris. Se oían los gañidos casi musicales de dos sabuesos en una caseta cercana. Un mastín gruñía y se erguía sobre las patas traseras, pero aún sin intención de atacarlos.

Ante sus ojos se dibujaba un caminito de piedra plana que llevaba hasta una verja y, más allá, a una puerta de madera de roble que parecía haber sido construida con la solidez necesaria para contener a un batallón. El humo se escapaba por las chimeneas formando oscuros crespones y el olor a carne asada perfumaba el aire húmedo.

Cedric Owen se apeó con dificultad. Iba calado hasta los huesos y no dejaba de temblar. Tras él, Aguilar seguía montado en el caballo con los labios amoratados. No soltaba la capa con la que se tapaba, tanto para esconder la ausencia de su brazo como para aprovechar todo el calor de su cuerpo. Su mano sostenía la robusta y plana espada de Robert Maplethorpe.

—Llamad, pues nada tenemos que perder. Si el primo de Tythe nos rechaza y debemos volver a dormir a la intemperie, moriremos. —Intentó esbozar una débil sonrisa—. A estas alturas daría gracias por gozar del calorcito del infierno. ¿Pensáis que habrá un infierno gélido para quienes morimos en invierno?

—No hemos llegado hasta aquí para morir —fue la respuesta de Owen, que intentaba creer él mismo. Levantó la empuñadura del puñal y golpeó con ella la madera nueva de la puerta de la casa del primo de Barnabas Tythe.

El frío ralentizaba sus movimientos y su cabellera mojada sobre los ojos le impedía ver, de modo que apenas se dio cuenta de que alguien pretendía asestarle un golpe en la cabeza con un mazo; tuvo el tiempo justo para esquivarlo. Oyó un terrible

alarido de Aguilar, que maldijo en español, y el resbalón de un caballo que caía dislocado sobre la nieve medio fundida del camino; intentaba decidir cómo reaccionar cuando le fallaron las piernas y perdió el conocimiento.

No estaba lo bastante consciente para reparar en unas manos finas que le sostenían al caer ni en el rostro sorprendido, de rasgos delicados, que le miraba a los ojos.

* * *

El calor en los pies fue lo primero que notó Owen al despertar; era todo un lujo volver a estar seco y sentir el cosquilleo del calor, cuando llevaba tres días creyendo que nunca más conocería otra cosa que el frío y la humedad.

Se quedó tumbado un rato concentrando toda su atención en la mitad inferior del tronco como estrategia para evitar el fuerte dolor que sentía en el cráneo o las idas y venidas de su conciencia.

En uno de los escasos momentos de lucidez, le pareció oír a dos personas que hablaban en un español melifluo, pero era imposible, claro. Sin embargo, cuando volvió en sí seguían ahí las dos voces. Le costó, pero logró ordenar sus pensamientos, restableció el contacto con sus cuatro extremidades y, por último, aunque le causó mucho dolor, con las costillas y la cabeza. Se reincorporó para sentarse y abrió los ojos.

—Ah, el señor Owen ha despertado. En el momento adecuado.

No era Fernando de Aguilar quien hablaba, pues después de pasar treinta años a su lado, su voz tenía vía directa hasta su alma; la conocía mejor que la suya propia. A pesar de las protestas de su cuerpo, abrió los ojos y volvió la cabeza hacía el lugar de donde procedían esas palabras.

Se encontraba en una cómoda y amplia cocina, con losetas en el suelo y una enorme chimenea de piedra con hogar en el que en ese momento ardía lo que podía ser un roble entero cortado en troncos de tamaño considerable. La estancia estaba agradablemente caldeada. Sentado a una amplia mesa de roble, tan nueva que relucía, Fernando de Aguilar parecía sufrir menos dolor del que había padecido desde que se hiriera en la pierna. A su lado se encontraba una figura ataviada de negro, como correspondía. «Tengo un pariente que hace poco ha sufrido una pérdida...»

Esa persona se levantó y se acercó a Owen, que estaba tendido sobre un camastro cerca del fuego.

—Lo lamento, señor. Vivo sola con mi padre viudo, y con este tiempo la gente decente de Inglaterra no emprende viajes. Pensé que erais bandidos que buscabais haceros con la poca plata que tenemos ahorrada. Si no hubiera sido por el grito en español de vuestro amigo, os habría causado más daño. Gracias a su cansancio conserváis las extremidades. Si hubiera tenido más fuerzas y la fiebre no le hubiera enturbiado la mente, habría gritado en inglés y me temo que esa habría sido vuestra última hora.

Owen siguió observando, todavía mareado, intentando entender un mundo en el que se había despertado cabeza abajo.

La cara en la que por todos los medios intentaba concentrarse era sabia y curtida, ancha de frente y mejillas; su estrecha y firme barbilla coronaba un cuello de lo más esbelto. Sus ojos eran de un gris acerado, felinos, juguetones y asilvestrados a un tiempo. Tenía unos labios perfectos, encuadrados por unas profundas comisuras sonrientes que conferían a su dueña la apariencia de haber sobrepasado con creces, pero con alegría, la cuarentena.

El efecto general era el de un rostro inteligente y decidido, enmarcado por cabellos del mismo color, rizos y caída que los de Barnabas Tythe, aunque los suyos no habían encanecido tanto. Ese aspecto era el que delataba su incuestionable parentesco con Tythe, que era hijo de la hermana de su madre; el padre de ambas había sido considerado un geomántico por los abades de Glastonbury antes de la reforma.

Así las cosas, resultaba extraño que en ningún momento Tythe hubiera mencionado que su primo era en realidad una prima, o que fuera tan hermosa o que Fernando de Aguilar, que jamás en su vida adulta había prestado la menor atención al otro sexo, de repente se hubiera (y con razón) encaprichado con ella.

Claro que, a lo mejor no había sido tan repentino.

—¿Cuánto llevo dormido? —preguntó Owen.

—No mucho —contestó Aguilar—. Hemos llegado hoy, pero ya es de noche. Martha ha hablado con su padre. Sabe que somos fugitivos de los seguidores de Walsingham y que corremos un gran riesgo aquí. Pero ha insistido en que nos quedemos y, además, ha solicitado ver la piedra azul. Hemos esperado a que despertarais para mostrársela.

«Martha... Hemos...» El mayor cambio que advirtió no eran las palabras de Aguilar, pese a que ya de por sí eran todo un cambio, sino la textura de su voz, que se había vuelto más suave, rica y articulada, como embriagada por una copa de malvasía en plena mar un atardecer de verano.

No debería molestarle tanto. Al fin y al cabo, había disfrutado treinta años de la compañía de Najakmul y ni una sola vez se había interpuesto entre él y el español lo mucho que ella significaba para Owen.

Pero aun así...

—¿Puedo saber con quién hablo? —Owen se incorporó demasiado rápido y cerró los ojos a causa del dolor que estalló en su cabeza.

A su derecha alguien se quedó quieto un momento. Supuso que la mujer habría formulado con sus ojos como el acero alguna pregunta a Aguilar y que él le habría contestado con un movimiento de cabeza.

La voz que había hablado en aquel español tan sedoso dijo:

—Mis más sinceras disculpas, señor. Soy Martha Huntley, hija de Edward Wainwright, que está sentado en este momento cerca del fuego, y esposa de sir William Huntley, que falleció en la mar este verano defendiendo a Inglaterra del enemigo.

Owen abrió los ojos. La mujer estaba de pie un poco más allá de donde alcanzaba su brazo, observándolo. Ansiaba sentirse menos vulnerable.

—Y habláis español como los españoles. ¿Acaso eso os apartó de vuestros congéneres tras recibir la amenaza de la Armada Invencible?

Se parecía mucho a Najakmul; tenía unos ojos que resplandecían como un fuego joven.

—Mis congéneres saben que no soy una traidora, sino una fiel y leal servidora de la reina y de mi país. Mi familia huyó a España cuando yo era una niña, cuando la reina Isabel subió al trono. Yo era joven, mi madre no gozaba de buena salud y temieron que volveríamos a la época de la quema, pero en esa ocasión de católicos, no de protestantes.

—¿Y regresasteis porque os habíais equivocado?

Ella extendió las palmas de una forma que podría haber aprendido de Aguilar, pero que en realidad solía hacer desde pequeña.

—En España éramos ingleses, lo cual representaba un peligro para nuestra vida. Allí sí se nos podría haber visto como traidores, al menos en espíritu. Mediante sus acciones, la reina ya había mostrado su férrea intención de no apiadarse de las almas de los hombres. Mi padre sentía mucha morriña de la tierra que le había visto crecer y mi madre quería morir allí. Se lo concedieron.

—Lo lamento —dijo Owen—. Con vuestra madre y vuestro marido difuntos, habéis sufrido una doble pérdida.

Con la franqueza de su mirada le agradecía su cortesía, pero, aun así, se negaba a aceptar que la necesitara.

—Mi madre falleció hace ya muchos años. Ahora me preocupa más mi padre, ya que se acerca el momento de volver con el Creador. Sigue aferrado a esta vida, pues no piensa marcharse dejándome sola. Desea verme casada para que conserve mi buen nombre y mi hogar.

Owen desvió la vista hacia Aguilar y luego la miró a ella.

—¿Teméis que su muerte sea inminente? —preguntó a bocajarro. Ella se ruborizó, pero no esquivó su mirada.

—En efecto, pero por motivos distintos de los que imagináis. Se aferra a la vida por otra razón: en varias ocasiones ha soñado con una piedra que debe ver antes de morir, una piedra de cristal, de zafiro azul, moldeada en forma de cráneo humano.

Owen no respondió al instante, sino que esperó a que le hablara la piedra... pero esperó en balde, pues esta guardaba un inexplicable silencio. Desde que habían

abandonado Cambridge (a decir verdad, desde que dejaron atrás Nueva España), los había guiado hasta allí. A lo largo de su andadura, la cantilena de la piedra los había acompañado como una presencia constante cuya fuerza aumentaba cada vez que, en una encrucijada del camino, tomaban el rumbo correcto, y se debilitaba al errar. Cuando lograron asesinar a Maplethorpe, apenas les había dado las gracias con un tenue alarido, pero cuando creó un vínculo con Barnabas Tythe, para alentarle a que los mandara hasta su prima, había intervenido a las mil maravillas. Descubrir que, llegados a ese punto, no tenía nada que decir, hacía que el mundo fuera un lugar más pobre.

Owen se enfrentó al punzante dolor que sentía en la cabeza y se volvió para observar la estancia.

Aguilar le habló desde la izquierda.

—Cedric, vuestro equipaje está aquí.

Durante treinta años, Aguilar había sabido intuir todo cuanto quería Owen sin necesidad de pedírselo. Una vez más, pues, estaba a su lado, cargado de alforjas hasta tal punto que parecía un fleje de terciopelo y oro que pendiera de ellas con su tonalidad de roble. Su lánguido rostro ya no estaba amoratado por el frío y el dolor, sino que irradiaba vida, pero con cierta cautela; los surcos que el sol de Nueva España había dejado en su piel desprendían la luz de las risas y una renovada esperanza a pesar de que sus ojos transmitían complejos y silenciosos mensajes de disculpa, inseguridad y sosiego. Quería que Owen supiera que nada había cambiado, que la viuda Martha Huntley no iba a ser un obstáculo entre ellos, sino que, de algún modo, en su vida brillaba un nuevo sol y ansiaba ser libre para disfrutarlo.

Con paciencia, como si hablara con un niño, Owen le dijo:

—Fernando, vos sois español. Inglaterra está en guerra con España. En cuanto abráis la boca y habléis como siempre habéis hecho, seréis hombre muerto.

El español sonrió.

—¿Acaso no soy ya hombre muerto? Han hallado mi cadáver y lo han quemado. La única forma de evitar a los secuaces de Walsingham es que Fernando de Aguilar pase a mejor vida. Si mi cabellera muda su color de morena a rubia e ideamos un motivo más patriótico que explique la pérdida de mi brazo, podría ser otro hombre y nadie sería capaz de demostrar lo contrario.

—¿Y dejaríais atrás todo cuanto habéis sido?

—Lo haría; es más, debo hacerlo, pero todavía no. Sigo siendo el hombre al que salvasteis la vida. Os sigo siendo deudor y cumpliré con mi deber.

Owen sintió cierta aspereza en las entrañas.

—Creía que era algo más que un deber.

—Y lo es. —Aguilar posó su mano en el hombro de Owen; los ojos negros del español buscaron los del inglés y permanecieron fijos con ellos—. De corazón os lo

digo, es más que un deber. Os quiero como jamás he querido a un hombre. Pero deseo tener hijos que me sobrevivan. Y no solo eso...

En treinta años a Aguilar nunca le habían faltado las palabras. Era una novedad, pero podía apreciarse en él una paz renovada que ningún lenguaje podía expresar.

—En ese caso —propuso Owen con un tono más suave que el que había empleado antes—, acerquemos la piedra corazón azul a la luz del fuego y tal vez descubramos el motivo de su silencio.

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