La Calavera de Cristal (49 page)

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Authors: Manda Scott

Escuchó de nuevo disparos y el ruido seco de un impacto; luego, el grito de un hombre, pero para aquel entonces ella estaba a oscuras, con el amanecer que empezaba a arder a sus espaldas y la piedra y el túmulo entonando para ella una misma canción, así que no había forma de retroceder, solo podía avanzar, avanzar, e ir al encuentro de la luz que la esperaba al final del túnel.

Capítulo 33

Montaña de Ingleborough,

Yorkshire Dales, abril de 1589

Owen no sabía que Martha llevara ninguna navaja, pero en lo que tardó en cruzar el río vio que la usaba una vez y con acierto.

Que sus atacantes eran hombres de Walsingham no lo dudaba, pero lo que aún tenía que descubrir era cuántos había y si habían visto cómo la piedra se hundía en la charca.

Antes, sin embargo, tenía una promesa que cumplir: Martha Walker no debía ser capturada ni llevada con vida a Londres, donde solo la esperaría el dolor que le infligiría Walsingham en la Torre.

Esa promesa fue el acicate que le dio fuerzas para saltar el río, toda una hazaña que en otro momento habría juzgado imposible. Cogió carrerilla y saltó, emitiendo la misma nota aguda que la piedra azul, un ruido que parecía lanzar su cabeza y hacer temblar las paredes.

A pesar de sus esfuerzos, creyó que había llegado tarde. Al menos dos hombres forcejeaban con Martha y solamente uno estaba herido por su navaja. Uno de ellos la agarraba de la melena con el otro brazo y le zarandeaba la cabeza hacia el túnel. El otro parecía ocupado intentando inmovilizarle los pies, pero ella pataleaba sin cesar. A la penumbra de las velas,

Owen vio que se rendía y palpaba la cadera en busca de su espada.

—¡Martha!

El sonido de su nombre o la cercanía del alarido hicieron que cediera en su lucha; por un momento aquello le salvó la vida. El espadachín dio media vuelta enseñando los dientes para plantar cara al nuevo peligro. Al descubrir a Owen con su cuchillo de medio palmo, soltó una risotada.

—Me habían dicho que no erais hombre de espada, pero no imaginaba que llevaran tanta razón.

El hombre era moreno, llevaba barba y hablaba con acento de Devonshire. Blandía una espada que rivalizaría a la perfección con la que había llevado Fernando de

Aguilar todos aquellos años. Eso fue cuanto observó antes de deslizarse como pudo sobre el resbaladizo suelo calcáreo de la cueva.

—Soltad el cuchillo, carnicero. —Barbanegra probó a insultarle—. Mostrad juicio y viviréis.

—¿En la Torre de Londres? Antes, muerto.

El hombre sonrió exhibiendo unos dientes blancos entre la mata de su barba. Tenía la misma constitución y la misma habilidad con su arma que los mastines de Maplethorpe.

—En ese caso, os reuniréis con vuestro amigo, el español manco. Aunque él murió más lentamente, ahora que recuerdo. Con uno nos sobra, y si no podemos tener al marido, nos quedaremos con la esposa.

Fue mencionar a Fernando y Martha exhaló su último suspiro de lucha. Owen lo escuchó, aunque no podía verlo. Antes de que Barbanegra se diera la vuelta, él dejó caer el cuchillo. Su repiqueteo se perdió en el chapoteo de la cascada. Levantó ambas manos con las palmas al cielo.

—Dejadla ir y me entregaré.

El hombre se acercó levantando un par de cejas negras.

—Aunque también podríamos llevaros a los dos, dado que tan amablemente os habéis ofrecido; y así podréis contarnos ambos todo cuanto necesitamos saber. Y cotejaremos vuestras respuestas.

De todos modos, de poco le habría servido el cuchillo. Owen lo apartó de un puntapié. Fue resbalando por la superficie de la cueva hasta caer al río, lo cual desvió la atención de Barbanegra el segundo que a Owen le hacía falta para agacharse y hacerse con una piedra del tamaño de su mano.

No era un buen espadachín, pero había vivido treinta años en Nueva España jugando a tirar piedras con diversas generaciones de niños. En Inglaterra solo habría sido un juego divertido, algo con lo que entretenerse, pero en Zamá era el preámbulo de la caza, y Owen era un experto.

La piedra que tenía en la mano no pesaba demasiado, pero estaba satisfactoriamente dentada. La sostuvo en la palma, calculando su peso. Detrás de Barbanegra algo sucedía. Creyó que a lo mejor Martha volvía a oponer resistencia, pero no podía estar seguro.

—¿Qué le ocurrió a Fernando? —se interesó Owen—. ¿Fue él quien os dijo que vinierais hasta aquí?

Barbanegra se mofó de él.

—Nos contó todo cuando quisimos sonsacarle.

Owen no quería creerle, pero Barnabas Tythe les había hablado de Walsingham y de que, con los métodos adecuados, era capaz de lograr que cualquiera le abriera su alma.

—¿Cuándo murió? —le preguntó. Tenía el corazón vacío, hueco. No osaba mirar a

Martha.

Barbanegra fingió contar con los dedos, hasta que dijo:

—En febrero, a finales de mes.

Estaba atento a la piedra y empezó a dar vueltas, apartando a Owen de la luz de las velas hacia los rincones más lóbregos, más escarpados, del fondo de la cueva. Su espada se movía siempre antes que él y reflejaba un haz de luz mortecina que no le abandonaba ni siquiera al alejarse de la boca del túnel.

Owen dio un paso a un lado y esquivó un saliente de la roca. Sintió una presión en su manga derecha y supo que había tocado una pared. Se deslizó hacia la izquierda y se dio cuenta de que esa vía tampoco tenía salida.

—Salid, doctor. ¿Por qué obligarme a cortaros los tendones de las piernas cuando podríais acompañarme a Londres mansamente?

Bajo sus pies había algunos guijarros sueltos. Owen se agachó, agarró un puñado y se los lanzó a los ojos. La punta de la espada bajó lo suficiente. Le arrojó la piedra como jamás lo había hecho antes.

Pero no lo bastante bien.

No era un tiro fácil. Barbanegra se movía, a la espera de más guijarros; las velas engañaban con su luz, pues la hacían bailar de un lado a otro. Por ello Owen dio en el lugar donde estaba Barbanegra, pero no en el centro de su cuerpo. La piedra se hincó en su hombro, le abrió la carne, el músculo y el hueso, pero no acertó en la cabeza para quitarle la vida.

Hay hombres que, cuando están heridos, se retiran, mientras que otros se lanzan con furia renovada. Barbanegra era de ese segundo tipo. Blandió su espada ante él como una lanza y embistió contra Owen, dispuesto a matarlo.

Cedric Owen vio cómo se acercaba la muerte, lenta como un sueño. En algún lugar, allá a lo lejos, en la boca del túnel, oyó que Martha gritaba su nombre; luego, el alarido de un hombre y, acto seguido, Barbanegra estaba sobre él. Notó cómo el metal perforaba camisa, piel, carne, pulmones, y supo que la sangre salía a borbotones antes de sentir un intenso dolor.

El cuerpo de Owen se aplastó contra la pared de caliza. Su codo izquierdo se hizo añicos. En ese lugar que ocupaba ahora, en la objetividad de la distancia, contó los huesos rotos y supo que aquello no tenía arreglo. Se le doblaron las rodillas y sintió que su espalda resbalaba pared abajo, pero le sorprendió ver que también Barbanegra perdía pie en la otra dirección.

Entonces supo que realmente estaba abandonando este mundo, puesto que vio ante él a Fernando de Aguilar, con la espada ensangrentada de Robert Maplethorpe en la mano y la congoja en el rostro.

En su mente apareció un recuerdo nítido. Owen recurrió a su humor más tenebroso y dijo:

—No os aflijáis por mí, amigo mío. La muerte no es algo tan nefasto cuando culmina una vida feliz. —Intentó levantar una mano, pero no pudo—. Vuestra presencia me llena de dicha. Jamás habría imaginado que la muerte mostraría tanta compasión al reunimos.

—Cedric... —Aguilar lloraba abiertamente, algo que Owen no había presenciado jamás. Tomó la mano de Owen en la suya y al tacto le pareció una piel demasiado cálida para un difunto—. He llegado tan rápido como he podido. Llevo cuatro meses siguiendo a Jack Dempsey y a su hermano, y ellos a mí... Nos hemos perseguido como el gato al ratón por toda Inglaterra. No he podido dejar el pedazo de tela porque os habrían encontrado. Los perdí en cuanto entraron en la cueva. He escuchado el grito de la piedra azul una vez, muy fuerte. Por eso os he encontrado. Lo siento en el alma.

El mundo empezaba a perder color. Las líneas rectas se volvían curvas y el aire adquiría la consistencia del agua. Owen frunció el ceño. El significado de las palabras mudaba a ráfagas en su mente. Las asió como se atrapa a un pez al pasar. Logró que una se quedara.

—¿Fernando? Estáis... ¿vivo?

—Vivo e ileso, y he incumplido mi promesa de protegeros.

—Tenía que ver si... al menos... podía luchar una vez. —Una sonrisa se perfiló en su boca, pero la detuvo al observar la reacción de Fernando. Atrapó otro pez al vuelo

—. ¿Y Martha?

—Herida, pero no es grave. Yo la curaré. A vos, amigo, temo no poder curaros. Lo siento, perdonadme. No deberíais morir, ahora que habéis cumplido la misión de toda una vida.

Se cruzó ante él un pez mucho más grande, pero ese no huyó.

—No he... terminado. Tengo que... acabar mis libros. Dejar constancia... para los que vendrán.

—Yo terminaré vuestros libros, os lo juro. Martha me ayudará. Nos aseguraremos de que todo cuanto hemos planeado vos, Barnabas y yo llegue a buen puerto. El college obtendrá su legado y el mundo verá los libros y los comprenderá, pero no mientras Walsingham siga con vida. Todo se cumplirá.

—Gracias.

El tacto en los dedos de Owen iba desapareciendo. Venció el peso de su cabeza y chocó contra la cal de la pared, pero no notó ningún dolor. Sentía que la piedra corazón azul le estaba esperando; era el centinela entre la vida y la muerte que se ocuparía de su traslado. Su alma daba brincos de alegría como haría un banco de salmones.

La lucidez descendió hasta él otro instante. Agarró sin pensarlo la mano de Fernando. Ante sus ojos, parecía que fueran dos personas. Owen entrecerró los ojos para agrupar esas dos siluetas en una y se dio cuenta de que la otra era Martha. La

suavidad de su tez estaba marcada por algunos moratones y su vestido estaba manchado de sangre. Quería explicar cómo debía curarla, pero era incapaz.

—Vended los diamantes... para vuestro bien. Que vuestra... hija... sea una mujer de recursos.

—Lo será. En vuestro nombre, los Walker conservarán abiertas las sendas. Os lo juro. Adiós, amigo. No os olvidéis de mí, allá adonde os dirigís. Si ha de ser así, volveremos a vernos.

Owen no conseguía hablar. Sintió una mano cálida en su frente, unos dedos en sus párpados que ennegrecieron el mundo y le regalaron calma, y así pudo dar media vuelta y descubrió un camino en la montaña, salpicada de creta, en el que aguardaba un arco de color y cuatro animales que se fundían en uno.

Ahí estaba Najakmul, gloriosa en su majestuosidad, tal como se lo había prometido. Ella abrió los brazos, a lo que siguió una cálida bienvenida, una decisión y una última petición.

Capítulo 34

Herrería de Weyland, Oxfordshire, cinco y doce de la madrugada,

21 de junio de 2007

El túnel de entrada al túmulo no era demasiado largo. No amortiguaba los ruidos

del claro. El ruido de hombres peleando entraba como un río sobre un lecho líquido de trinos de pájaros.

Resonó otro disparo, y otro más. La parte de Stella que aún lograba discurrir sabía que Gordon Fraser campaba ya a sus anchas y que podía ir en su búsqueda. Esa misma parte lloraba por Kit, por mucho que el resto se ocupara de la piedra azul y supiera que había tomado la decisión adecuada cuando ella había sido incapaz; que más importante que la vida de cualquiera de ellos era que la piedra yaciera en el corazón de la tierra en el momento en que saliera el sol.

No tenía tiempo para lamentaciones. El sol ya derramaba oro por el extremo este del planeta. Desde el interior, desde el núcleo oscuro del túmulo, lo presentía. El canto de la piedra era el canto de las aves y crecían hacia un mismo clímax. Medía el tiempo con sus latidos.

Al final del túnel descubrió una hoguera con varias figuras que danzaban a su alrededor como sombras. Una se mostraba más nítida que las demás: un hombre delgado, de sonrisa retorcida y con un pendiente dorado colgando de su oreja.

—Mi señora —dijo haciendo una reverencia—, quienes os protegemos nos mostramos hoy aquí como guardianes, pero no lograremos protegeros mucho más tiempo. Conocéis el lugar. ¿Depositaréis en él la piedra?

Stella reconoció la espada que llevaba en una mano. Esperaba encontrar un medallón en su cuello, pero no vio ninguno.

En su mente ardían a fuego unas palabras escritas hacía mucho tiempo, las que la habían llevado hasta allí. Las recitó en voz alta:

Sigue el camino que te será mostrado y reúnete conmigo en el momento y el lugar indicados. Una vez allí, cumple los presagios de los guardianes de la noche. En lo venidero hazle caso a tu corazón y al mío, puesto que uno solo son. No me falles, pues de hacerlo fallarías a tu persona y a todos los mundos que aguardan.

—Así es. —Su sonrisa era la de un dios despojado de preocupaciones mundanas. Su pendiente era una perla de luz solar que la guiaba y la protegía.

Un hueco en la pared trasera refulgía con una intensa luz azulada. Stella acomodó la piedra corazón con excesiva lentitud hasta que encontró el borde de la piedra y entró en el hueco que había sido practicado en los albores de los tiempos. No emitía advertencia alguna, ningún impulso; no había destellos de color en su mente, tan solo un anhelo para el que no existían palabras. La piedra era un amante que encontraba en el montículo a su otra mitad, aquel que tanto espera y tanto desea. Stella retrocedió un instante para saborear el éxtasis.

A su espalda, una figura de carne y con manchas de sangre bloqueaba la entrada al túnel.

Una voz que no había escuchado antes le hablaba desde la tierra y le decía: «No te demores».

Stella Cody atravesó de un salto el fuego y hundió la piedra que llevaba su rostro en el lugar que había estado esperándola durante más de cinco mil años.

Después oyó el disparo, o antes, no lo sabía. Lo que sí sabía era que su mundo había explotado en carne desgajada, luz azul y un dolor aún más azul, de mayor dureza.

Durante unos momentos, el fuego y el fulgor de un arete de caballero la cegaron; allí estaba Gordon Fraser con aspecto asombrado, y un anciano con piel de roble y una nariz como la proa de un barco, que estaba de pie con su báculo en alto; y todos estaban muertos. Stella vio cómo el dragón del invierno se alzaba desde la loma de Uffington, desplegaba sus alas, reclinaba la cabeza y exhalaba su ansia con un rugido para invertir las mareas de todo mal y salvar al mundo de su fatal destino.

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