La Calavera de Cristal (45 page)

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Authors: Manda Scott

—Nos acercamos a un cruce. Justo después de la curva hay un descampado donde podemos parar, detrás de unos setos. Stella, en la guantera hay una linterna. La necesitaremos para ver donde pisamos. Kit, si sigues andando, no te alejes de la carretera. Sube por la colina hasta el aparcamiento del Caballo Blanco y, cuando

llegues al sendero de Ridgeway, tuerce a la derecha. Avanza hasta la hilera de hayas. Una vez las pases, faltarán unos cuatrocientos metros. No tiene pérdida, de verdad.

—Te aseguro que esta noche no me perderé. Después de todo lo que hemos pasado, espero que haya fuegos artificiales. O, al menos, un dragón que se alce.

—Pues yo espero que no —afirmó Davy con severidad—. Ki'kaame, el guardián de la calavera de los samis, nos contó que si alguna vez llegábamos a ver'al dragón, significaría que estábamos muertos. Agarraos, ahí llega la curva.

Apagó los faros del coche y dio un golpe de volante a la izquierda. Sin luces, tan solo la esperanza y la fortuna los mantenían a salvo. Stella encendió la linterna para iluminar el camino a través del parabrisas. Davy apagó el motor. Rebotaron sigilosamente contra un terreno de surcos hasta el descampado.

—Salid —ordenó Davy—. Rápido.

El había estado en países en guerra, y eso se notaba en sus movimientos: no se apartaba jamás de los setos y se escondía de la luz cenicienta de las estrellas.

De pie, en medio de un campo de cebada sin segar, Stella pasó la linterna y el móvil a Kit. Permanecieron así un rato mientras las estrellas iluminaban los contornos de sus rostros, sus manos y sus ojos. En algún lugar no demasiado lejos, un automóvil se detuvo unos momentos y, a continuación, prosiguió su camino.

—Otra vez como en la cueva, pero esta vez tú eres quien va delante —observó Kit.

—Aquí no hay donde caer. —Stella notó que Kit aminoraba el paso y se sentaba—. Kit...

—Estoy bien. Me quedaré aquí sentado un rato y luego os alcanzaré. Idos, esta noche lo importante sois tú y la piedra. Después ya nos apañaremos para encontrar nuestro propio equilibrio.

Le palpó los hombros en la oscuridad, luego la cara, los labios, y lo besó.

—Te quiero, Kit. ¿Te lo había dicho?

—Hoy no. —Tenía los ojos llenos de lágrimas; se obligó a sonreír—. Gracias.

—No escojo entre tú y la piedra.

—Y yo no he pensado nunca que lo hicieras. Vete. —Su voz había adquirido más firmeza. Se apartó y, desde aquel momento, ya no pudo verle la cara. Hizo que ella se diera la vuelta y remató el gesto con un empujoncito en la espalda—. Luego os alcanzo, te lo juro.

Davy la agarró del brazo.

—Ahora debemos correr o perderemos la ventaja que les llevamos. ¿Estás en forma?

—El año pasado corrí la maratón de París.

—Muy bien. En ese caso, controla el ritmo. No has calentado y nos espera una buena subida.

Empezó a correr controlando el ritmo. En la oscuridad, bajo el cielo estrellado, con el aire frío en la cara y el primer rocío de la mañana; con el calor de la respiración rasgándole la garganta y el sabor de la sangre en el velo del paladar; con un dolor punzante en el costado y el sudor que le caía continuamente por la espalda; con la piedra corazón dando tumbos en su mochila, alentándola como un acicate para correr más deprisa, siguió a Davy por aquella subida interminable. Al final, torcieron a la derecha y se dirigieron hacia el camino de Ridgeway. No los seguía ningún faro de coche.

—Davy...

Tenía que parar. Se inclinó apuntalando las manos en las rodillas y escupió una mucosidad sanguinolenta en las matas que crecían entre la turba.

—¿Cuánto falta? —le preguntó.

Se lo indicó con un gesto. Allá adelante, en un maizal, un círculo de árboles emborronaba las estrellas.

—Ya casi estamos. No hace falta correr —dijo finalmente—. No amanecerá hasta dentro de una hora.

Caminaron los últimos cuatrocientos metros por el camino y luego por el estrecho sendero de tierra que atravesaba un desierto de cebada hasta un oasis de árboles y hierbas verdes. Stella estaba agotada, sus ojos veían manchas negras sobre rojo y sus pies notaban el suelo como si fuera descalza. Poco a poco, la noche volvió a recuperar su negrura; luego, sus oscuras sombras y la chispa de las estrellas. El maizal ondulaba como un mar de grises. El círculo de hayas susurraba en medio de la noche. Un búho se cruzó en su camino; desde algún sitio se escuchó el aullido de un zorro. Allá abajo, en el valle, cacareó un gallo; un poco temprano. No oyó que se acercara ningún coche.

—Hemos llegado.

Estaban ya entre los árboles, observando el centro, el lugar que reproducía el antiguo dibujo al carboncillo que Cedric Owen había escondido en el corazón del fuego de aquella casa tanto tiempo atrás. Aquel dibujo le había dado escalofríos, pero en ese momento la realidad la dejaba mareada, tensa, en un lugar donde el mundo de repente se volvía mucho más antiguo y las suaves voces de las piedras se tornaban auténticas como el piar de los pájaros al amanecer.

Ante sus ojos se alzaba un círculo de tierra en forma de montículo plano, chato, circular y cubierto de turba. Aquella circunferencia estaba rodeada de piedras y, en la parte frontal, delante de ella, se erguían cuatro monolitos de punta afilada que desafiaban la negrura de la noche. Entre ellas serpenteaba un canal bajo con paredes de piedra que conducía a una entrada cuadrangular también de piedra. En su interior, todo era oscuridad.

No era un lugar espectacular; carecía de la majestuosidad de Stonehenge y de la calidad artística del caballo de Dragón Hill, pero en su aparente simplicidad radicaba precisamente la fuerza que aquellos otros lugares nunca tendrían.

Davy se acercó a Stella hasta que sus hombros se rozaron. En ese momento, ella reparó en algo.

—En la imagen había más obeliscos.

—Me parece que la dibujaron hace mucho tiempo, cuando se construyó esta fosa. La piedra es demasiado valiosa para dejarla aquí sin más. Además, la Iglesia no iba a proteger un lugar consagrado al demonio.

Davy contuvo la respiración. Volvía a notársele aquella tensión tan habitual en su voz. Dio un paso hacia el canal que llevaba a la entrada baja, una alineación perfecta de dos piedras verticales y una albardilla coronándolas, alejadas del círculo que las rodeaba y asentadas durante milenios, resistiendo al viento, a la lluvia y a las tormentas.

A cada lado, los cuatro centinelas erguidos indicaban la entrada del túmulo; eran altos y anchos como hombres, pero de cerca lo que subyugó a Stella fue una pequeña piedra tallada en la entrada. Bajo la luz de las estrellas, la cruzaban rayas y sombras que ondeaban como el mar de maíz de los campos vecinos. Le hablaba en la misma lengua en la que cantaba la piedra corazón, pero no lograba entender sus palabras.

—Creía que habría algo más que un túnel —confesó Stella al final—. Parece muy corto.

—Se abrirá cuando lo necesites. —Davy se cruzó delante de ella cortándole el paso hacia la entrada—. Aún es pronto para colocar la piedra en su lugar. Si algo aprendí en Laponia es que es crucial saber cuál es el momento exacto. Si depositas la piedra antes del alba o demasiado tarde, no servirá de nada; sería incluso mejor no haberlo intentado siquiera. Tampoco podemos entrar antes de tiempo; la entrada está cerrada con piedra maciza. Lo intenté una vez, de niño; en la entrada hay una especie de crucifijo con dos brazos laterales más cortos, pero aparte de esto todo es roca.

—Si es así, no podremos entrar —contestó Stella—. No hay nada que hacer.

—No, ya verás como se abrirá. Tienes que creerme; por dentro está hueco. Los arqueólogos lo han comprobado. Se abrirá.

—Y una vez dentro, ¿cómo lograremos salir? —preguntó.

—Por el mismo lugar por donde entramos. Solo existe una entrada.

—Entonces es una trampa mortal. —Algo la inquietaba otra vez, quizá con menos fuerza que cuando estaba en el coche, pero lo bastante para preocuparse; era como cuando un galgo husmea un rastro. La piedra calavera era un gato de presa, agazapado y al acecho. No percibía de ella ningún miedo, tan solo una conciencia alerta que dejaba pasar el tiempo—. Aún nos siguen. Si entramos en el túmulo y no podemos salir moriremos. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé.

Con voz menos tensa, Davy Law preguntó:

—¿Qué quieres hacer?

—Busquemos algún lugar entre los árboles donde podamos observar sin ser vistos mientras esperamos a que amanezca.

Se retiraron hacia las susurrantes hayas. Davy apartó la hojarasca de encima de una piedra y reposó la cabeza en ella formando una almohada con su brazo. Stella apoyó la espalda en un árbol y formó un ovillo con sus piernas para entrar en calor. Sacó la piedra corazón de la mochila y la acurrucó en su abdomen. Utilizó la mochila para sentarse sobre ella.

La piedra se agazapó en su mente; observaba y aguardaba. Aquel montículo exhalaba la misma sensación de antigüedad, de vida que despierta de su sueño milenario. Si Stella lo permitía, era capaz de aguzar la vista, el oído, de saborear el empuje de los árboles hacia el aire, de poner nombres a las diminutas criaturas que buscaban nutrientes a los pies del maizal, de hilvanar constelaciones para formar palabras que se aventuraría a leer.

Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos aquella nitidez de los sentidos se esfumó; aunque la piedra y el montículo seguían ahí y todavía se comunicaban entre ellos, ya no lo hacían con ella. Reclinó ligeramente la cabeza y contempló allá en lo alto las pautas inamovibles de las estrellas.

—¿Por qué estamos aquí, Davy? Tú y yo somos científicos. No creemos en los discursos histéricos de Rosita Chancellor, cuando vaticina que dentro de cinco años y medio el sol descenderá hacia el Inframundo y la tierra se evaporará en una nube de vapor abrasador. Las cosas no funcionan así.

Escuchó su respuesta en la noche, repleta de humor hiriente.

—Nosotros podemos pensar que no es así como funcionan las cosas, pero los samis te dirían lo contrario. Ellos no lo llaman vapor abrasador, claro, pero Ki'kaame puede pasar noches enteras hablándote del hombre blanco y de su actitud infantil, y te dirá que estamos destruyendo el planeta con ese afán de posesión que nos caracteriza.

—En ese caso, ¿qué sucederá?

—No tengo ni la más remota idea, pero me juego la pensión que no me dan a que algo grande está a punto de ocurrir, pero estamos demasiado obcecados para darnos cuenta.

—¿Imperialismo cultural?

—Arrogancia cultural, en efecto. —Estaba enfadado, y ya había olvidado la amenaza que se avecinaba—. Según los samis, hemos sucumbido al enemigo. Ellos afirman que los dioses nos dotaron de capacidad de reflexión para que veneráramos la sabiduría y la belleza de su creación y, por el contrario, hemos utilizado el poder de la introspección para crear un infierno en la tierra. Si les preguntas, cuando las nueve calaveras de las razas de los hombres se unan a las cuatro criaturas para despertar al dragón, lo más probable es que el resultado final sea un invierno nuclear y el fin de la vida humana. Se muestran bastante resignados ante la posible extinción de su pueblo, si con ello ayudan a purgar la tierra de aquello en lo que nos hemos convertido. Pero la cuestión es si es posible y, si te soy sincero, cada vez que enciendo la radio y escucho las noticias, me parece que si llegamos vivos al 2012 tendremos suerte.

Stella se mordisqueaba una uña.

—No puedes aniquilar a la raza humana de un plumazo. La mayor parte de nosotros somos personas dignas, pacíficas, buena gente que intenta vivir sin amenazar a nadie.

Él se encogió de hombros.

—No lo entiendes. Si nos comparamos con otras culturas, somos horribles. No nos preocupamos por nuestros mayores, no veneramos la tierra, rendimos culto a la juventud y hacemos como si la muerte no existiera cuando es la única verdad auténtica con la que contamos, destruimos los lugares antiguos que podrían salvarnos (de hecho, si escuchas a algunas de las amistades más radicales de mi madre, te dirán que nos empeñamos en construir áreas de servicio en las carreteras justo en los puntos focales de las líneas telúricas de energía, para borrarlas del mapa). Ki'kaame te dirá que nosotros somos los caídos, mientras que su gente vive aún en el edén. Si en Laponia no hiciera ese insoportable frío, estaría de acuerdo con él.

—¿Preferirías vivir en una tienda de piel de reno que en la casa solariega de tu madre?

—Me gustaría vivir entre personas que no crean que las fosas comunes fueron un efecto secundario desafortunado, pero necesario, de actos de violencia igualmente necesarios. O incluso que matar a mi madre es un paso triste, pero esencial, en el camino a la santidad.

Su voz había cambiado; ese matiz de dolor no era nuevo, pero en aquel momento quedaba subrayado por un odio que Stella no le conocía aún.

—Davy, ¿sabes quién nos persigue? —preguntó, midiendo sus palabras.

El cielo se estaba aclarando. No había llegado el amanecer, pero el paisaje adquiría una consistencia más gris, un color que se reflejaba en sus ojos y suavizaba los peculiares rasgos angulosos de su rostro hasta tal punto que se parecía más a su madre. Cruzaron sus miradas, sin titubeos.

—Puedo estar equivocado.

Ella sintió náuseas. La piedra había despertado de golpe, sus sentidos estaban más alerta que nunca, era irresistible. Le quemaba la piel. Los sonidos de la noche la abrumaban.

—¿Quién, Davy?

Otra vez se encogió de hombros.

—¿Es importante darle un nombre? Todas las fosas comunes que he excavado habían sido obra de alguien que había traspasado la frontera a un lugar donde el fin justifica los medios; donde la vida de una persona, de diez, de mil, es un precio adecuado para lo que consideran justo. Si quieres entender lo que les sucede a los hombres que escuchan el susurro del mal, fíjate en la gente que nos gobierna. Sea lo que sea a quien le han vendido su alma, no vela realmente por los intereses de la

humanidad; pero ellos están convencidos, incluso invocan a Dios para demostrarlo, de que lo que hacen es lo correcto.

—He leído la traducción que hizo tu madre de los libros. Si lleva razón, Nostradamus le dijo lo mismo a Cedric Owen durante su encuentro en París: que existe una fuerza que se alimenta de muerte y de destrucción, de miedo y de dolor, y que necesita de todo ello para avanzar hasta el nadir del Armagedón. —Cerró los ojos para recordar—. «Doblega a los hombres a su voluntad; hombres inteligentes, capaces, que creen poder asumir el poder que se les ofrece y ejercerlo tan solo para el bien. Es otra, sin embargo, la naturaleza del poder: siempre los corrompe, y su principal deseo es que las trece piedras no vuelvan jamás a reunirse para librar al mundo de su infortunio».

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