Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
—Perdona...
Stella cerró los ojos y presionó con los pulgares doblados entre la ceja y el ojo. Se escuchó el zumbido de una avispa que se colaba por la ventana y se posaba en el borde de la jarra de limonada. Abrió los ojos y contempló cómo se balanceaba sobre aquel fino cristal dulzón. Siguió hablando, distante:
—En los registros de Owen había un poema que nos condujo a la piedra. Si se lee correctamente, da una serie de indicaciones. Nos pide que encontremos «el momento y el lugar indicados», precisamente como la leyenda de Ki'kaame, pero lo que no nos cuenta es adonde ir o cuándo dirigirnos hacia allí.
—¿No te lo ha dicho la piedra?
—Si me lo hubiera dicho no estaría aquí.
Stella se dio la vuelta para mirar por la ventana. El festival había levado anclas más rápido de lo que parecía posible. Fuera, el terreno prácticamente había vuelto a la calma. Cogió la mochila del suelo.
La calavera estaba totalmente en silencio cuando Stella la dejó sobre la mesa al lado de la foto de la piedra blanca. Úrsula Walker no mostró miedo ni tampoco un irrefrenable deseo. Cruzó los brazos encima de la mesa, apoyó en ellos el mentón y se pasó un buen rato contemplando la calavera a los ojos. Ni habló ni se movió, y la calavera no canturreó, pero entre ellas existía una comunicación que Stella tan solo podía imaginar.
Al cabo de un rato, Úrsula retomó su postura inicial.
—Ki'kaame me enseñó una prueba, si quieres lo intentamos.
—¿Y qué es lo que pondremos a prueba?
—Tu vínculo con la piedra.
Úrsula ya se había levantado y se movía de aquí para allá. Descolgó un pequeño espejo de la pared y lo colocó en el suelo, en un cuadrado de sol que entraba por una de las ventanas con marco de roble que daban a los prados de la parte trasera. Cogió una cajita de cerillas de la estufa y la usó de cuña para inclinar el espejo y que un rayo de luz se reflejara en él en línea recta hacia el techo.
Se acercó de espaldas a la pared, satisfecha.
—Acerca la piedra corazón, ponte aquí de pie, encima del espejo, y deja que el sol la ilumine pasando por el occipucio, la base de la calavera, donde empezaría el cuello, así... gracias, sí, un poquito más a la izquierda. Perfecto...
Stella se quedó ahí, en medio de la cocina, sosteniendo la piedra calavera encima del espacio iluminado. No sucedió nada, salvo que al rato empezó a perder la paciencia y a sentirse un poco estúpida, como si estuviera suspendiendo un examen al que en ningún momento había querido presentarse.
—Úrsula...
—Muévete un poco más a la izquierda, ¿puedes?
Le puso una mano en el hombro y la empujó unos centímetros.
—Úrsula, esto no... ¡Uau!
Stella no tenía palabras para expresar el pulso vital que se produjo entre sus manos y que, al cabo de un instante, se convirtió en dos haces de tenue luz azul que surgieron de los ojos de la calavera.
En la región azul de su mente que se había transformado en la de la calavera descubrió una puerta abierta, una mano que se le ofrecía, una invitación que fue incapaz de interpretar y responder.
No soportaba que la examinaran, sobre todo cuando no sabía qué se requería y cómo lograrlo. Cerró los ojos para buscar aquella puerta abierta, intentando atrapar los cánticos de la piedra como llevaba haciendo todo el día, pero más concentrada.
Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil escuchar, ya que el zumbido de la avispa, que se estaba ahogando en la limonada, iba en aumento. Sin abrir los ojos lograba verla, atrapada en medio de la jarra, balanceándose sobre un cubito y arrastrando el ala derecha en el agua pegajosa del fondo. Podría haber deseado su muerte, aunque solo fuera para que se callara, pero la parte de ella que se había casado con la piedra no se lo permitiría, de modo que deseó que saliera del agua en silencio, para poder apreciar mejor el canto de la piedra.
La avispa dejó de zumbar, y la piedra con ella. Stella abrió los ojos.
—Lo lamento, no siento ningún tipo de... —Stella, fíjate en la avispa.
La avispa no estaba atrapada en la jarra como imaginaba, sino sentada en el borde, sacudiéndose las alas. La luz de la piedra corazón azul alteraba las franjas amarillas del tórax y les daba una serena tonalidad de verde veraniego.
—Creía que se estaba ahogando.
—Y lo estaba —confirmó Kit.
Acababa de despertar; Stella lo observó en sus ojos aún somnolientos. Aquella división interna se mantenía; una vez ella la había visto, no había vuelta atrás. No tenía ni idea de qué decirle o qué hacer.
Tras el silencio que se abatió sobre ellos, Úrsula Walker dijo:
—Yo vi cómo curaban a un niño enfermo con la piedra espíritu blanca de
Ki'kaame.
Úrsula no miró a Kit a los ojos mientras hablaba, pero Stella sí lo hizo, despacio. La piedra corazón entonaba su canturreo casi inaudible. Desvió la suave luz azul hacia él.
—Stella, por favor, no lo hagas.
Ella se detuvo. La luz azul caía a sus pies formando unas extrañas sombras sobre la mesa. Kit estaba pálido, demacrado, con nuevas sombras bajo los pómulos. No había tenido ese aspecto tan enfermo ni siquiera en el hospital. Ella quería que se recuperara y la piedra también lo deseaba, ansiaba llegar hasta las sombras de su ser, como si fueran hebras sueltas de un hilo deshilachado que ella tejería de nuevo. Cerró los ojos para impedir que semejante afán la rompiera en mil pedazos.
—Te lo ruego —repitió Kit.
Stella percibió su resistencia como una pared de cristal, firme e intransigente, pero fácil de romper. Cogió aire para imaginarse rompiéndola.
Úrsula le habló desde muy lejos.
—Puede que no sirva de nada, pero no creo que te perjudique.
—Eso me da igual —rechistó Kit con dureza—. No quiero volver a andar porque sea Stella la que lo permita. No podríamos vivir el resto de nuestra vida con eso. Le debería demasiado. Stella. ¿Me estás escuchando? ¡Para!
—Ya he parado. —Se vio obligada a repetirlo para que la oyera—. He parado, ¿de acuerdo?
La barrera de cristal había desaparecido y también las sombras que le acechaban. No sabía si la piedra se había retirado, si era ella quien le había obligado a apartarse o si era Kit quien las había relegado a ambas.
A Stella le ardían las manos como si tocara hielo con una y carbón al rojo con la otra. Se apartó del haz de luz reflejada; una vez desconectada de su fuente, la piedra se sumió en un silencio sepulcral. Le temblaba todo el cuerpo. El pecho le dolía como un hueco insondable, como si hubiera estado llorando demasiado y acabara de dejar de hacerlo.
A su espalda encontró una pared de piedra fría por la que se deslizó hasta que la barbilla le llegó a la altura de las rodillas; empezó a mecer la piedra corazón como si fuera un bebé, protegida en su mullido vientre.
Miró a Kit entre la luz del sol, dolorosa y centelleante.
—No habría hecho nada sin tu consentimiento.
—Sí lo habrías hecho.
—No soy yo, es la piedra. Yo no he hecho más que sostenerla ante la luz. Podría haberlo hecho cualquiera.
—Eso no cambia nada, Stell.
—Vamos, por el amor de Dios... —Se cubrió la cara con las manos para aislarse del día, de la luz y de la acusación hiriente en el rostro de Kit—. Es una piedra, un pedazo de roca. Si te ayuda a volver a andar, ¿qué importa? —Al ver que él no respondía, se obligó a volver a mirarle a los ojos—. ¿Tan horrible habría sido liberarte de esta carga?
En aquel momento, él era un niño atrapado en una maraña de formalidades sociales, rodeado de desconocidos. Deliberadamente observó a Úrsula y luego otra vez a Stella.
—¿Podemos dejarlo, por favor?
—Por mí tranquilos —intervino Úrsula.
—Ya, pero será mejor que lo dejemos. —Stella notó una sensación densa y fría en el estómago—. ¿Puede decirse que he pasado tu prueba?
—Sin lugar a dudas.
—Bien. No sé qué parte de la conversación ha escuchado Kit, pero creo que no hemos avanzado mucho. Lo único que hemos hecho ha sido corroborar que esta es la piedra de Cedric Owen, que es una de las trece que deben llevarse al lugar indicado, al amanecer del día indicado, y que no sabemos ni lo uno ni lo otro.
El runrún de sus entrañas amainó, aunque seguía presente en su corazón. Empezaba a pensar con mayor claridad.
—¿Las demás personas que tienen alguna piedra van tan perdidas como yo o saben lo que hacen?
—Creo que una de esas calaveras está en Hungría y otra en Egipto, ambas custodiadas por familias que todavía saben qué son y cómo deberán proceder. Me gustaría pensar que las demás las tienen personas que a grandes rasgos saben qué hacer, pero no tengo la menor idea de cómo ponerme en contacto con ellas.
—¿Tú crees que los samis nos dirían adonde ir y cuándo dirigirnos a ese sitio?
—Yo creo que sí —respondió Úrsula—, pero el problema es cómo preguntárselo sin desplazarnos hasta allí. Ayer, cuando me llamaste por primera vez, mandé un correo electrónico a Laponia pidiéndoles ayuda, pero no espero que me contesten inmediatamente. Desde los pastos hasta el cibercafé de Rovaniemi, en Finlandia, hay mil doscientos kilómetros, y Ki'kaame tan solo tiene un bisnieto que haya aprendido a utilizar un ordenador.
En ese momento intervino Kit.
—¿Cuánto tardaríamos en llegar a Finlandia? —Su voz era crispada, como si solo lo preguntara para que le oyeran hablar.
—Demasiado tiempo. La piedra no se arriesgaría a salir de su escondite a no ser que tuviéramos ya encima el Día del Despertar.
—Y yo que creía que éramos unos genios por haber descubierto el código... —Al menos la ironía de su sonrisa era auténtica.
A Úrsula le caía bien Kit. En sus ojos se apreciaba calidez hacia él.
—Y lo sois. Sin vuestra fortaleza de corazón y de espíritu, habría quedado oculto para siempre y el arco de las nueve no podría iluminarse nunca. Ahora, nuestro problema es cómo encontrar soluciones cuando no sabemos ni siquiera de cuánto tiempo disponemos.
—Tenemos el códice que encontramos en los registros de Owen —propuso Stella
—. De hecho, esa fue la razón de que viniéramos hasta aquí. Estoy segura de que contendrá respuestas.
Todo lo transcurrido durante esa última media hora valió la pena solo para presenciar cómo por un segundo el mundo de Úrsula salía de su órbita. Lo único que logró decir fue:
—No entiendo.
—Mira.
Kit acercó a Stella la bolsa que colgaba de su silla. Ella la abrió y vació su contenido con calma en el suelo: las copias originales de los registros y el poema en prosa que habían descifrado del método de taquigrafía hallado en el último tomo, junto con sus intentos de reproducir los jeroglíficos mayas de los demás volúmenes.
—Ya te conté por teléfono que habíamos descubierto unos jeroglíficos. Forman parte de un código; se van construyendo a partir de marcas que aparecen en los libros, de doce en doce. —Stella extendió un registro en el suelo—. ¿Puedes leerlo?
Úrsula se había puesto ya a gatas y alineaba las páginas sobre las baldosas mientras leía en voz alta:
—«Yo, amigo de... la mujer jaguar... escribo la presente... historia de mi vida, mis conocimientos, mi aprendizaje...» Esto de aquí no está claro, tendré que buscarlo, porque dice algo más. «Empiezo en... la ciudad del gran río...» Supongo que debe de ser París, porque nunca estuvo en Londres... «y con mi encuentro con... el observador de estrellas y adivinador de... futuros llenos de certeza». Seguro que se refiere a Nostradamus, porque nos consta que compartieron alojamiento en París... ¡Dios mío!
Úrsula estaba temblando; la página palpitaba en su mano. Los ojos le brillaban con un fervor asombroso.
—Stella, esto es una mina, el filón de todas las minas. Cedric Owen vivió treinta y dos años en el Nuevo Mundo entre los mayas. Si escribió aquí todo cuanto le enseñaron, tendremos suficiente. En alguna de estas páginas hablará del lugar al que debemos trasladar la piedra y de cuándo debemos hacerlo. ¿Cuánto tiempo necesitas para transcribirlo?
—Ahora que disponemos del software de Kit, mucho menos.
—¿Y a qué esperas, entonces? —Úrsula se ruborizó como una colegiala—. Tú escribe, yo iré traduciendo. Si nos dedicamos exclusivamente a esto, con un poco de suerte en una semana procesaremos los treinta y dos tomos.
Tierras meridionales mayas,
Nueva España, octubre de 1556
A Cedric Owen le despertó una lluvia que no era lluvia; Diego, de pie a su lado, le rociaba la cara con agua. La piedra corazón, a buen recaudo en el zurrón, se le clavaba en los riñones porque había ido a parar sobre ella. Rodó sobre sí mismo y topó con el jaguar, tendido a su lado, que lo observaba con curiosidad.
Desde ese ángulo pudo ver que la mandíbula y la cabeza inmóvil pertenecían al pellejo de un animal que descansaba sobre una melena hirsuta de indígena; que las líneas que brillaban encima de sus dientes no eran bigotes, sino profundas cicatrices que recorrían las mejillas de un rostro de indígena; que aquellos grandes dientes blancos de jaguar de su mandíbula inferior no estaban engastados en las fauces de ninguna bestia, sino engarzados en un collar, al igual que las dos zarpas de la capa de piel del jaguar que colgaban más abajo y cubrían dos generosas y protuberantes curvaturas que...
Cedric Owen tardó un buen rato en darse cuenta de que la criatura que en ese momento se erguía era una mujer. Debajo de aquel pelaje moteado que coronaba su cabeza con la de la bestia y que lucía sus colmillos alrededor del cuello, había una mujer desnuda.
Había pasado mucho tiempo en el mar con hombres como única compañía. Tuvo que pasear la vista por aquel cuerpo de los pies a la cabeza y de la espalda a la anchura de su pecho antes de reaccionar y recordar que él era un médico y que por tanto el cuerpo humano no tenía ningún misterio para él; y tampoco ningún encanto.
Del lugar que no quería volver a contemplar se oyó una voz cavernosa, profunda y divertida.
—Cedric Owen, guardián de la piedra corazón azul, ¿acaso te asusta mirarme?
En efecto, estaba asustado, pero no tanto como cuando creía que tenía ante él a un jaguar vivito y coleando. Sin embargo, en ese momento le preocupaba más su orgullo y su conducta que su cuerpo y su alma, pero no iba a dejarse llevar por el pánico.
Permaneció ahí de pie y se obligó a mirarla. Diego le sacaba una cabeza a la mujer jaguar, y Diego no era precisamente alto. No obstante, ella hacía gala de una