Read La Calavera de Cristal Online
Authors: Manda Scott
Kit estaba aprendiendo a moverse con la silla. Una vez fuera del casco antiguo, se arriesgaba más, empujaba con más ímpetu, para escapar de la luz y el ruido. Recorrieron el lateral de Jesús Green, donde sorprendían a las parejas que exploraban sus cuerpos tendidos sobre la hierba. Al llegar a Midsummer Common se detuvieron bajo los árboles.
—No ha llegado —afirmó Stella.
Al otro lado del río se encontraba el Bede's College, un edificio de arenisca y granito, de prodigalidad Tudor y austeridad georgiana; la biblioteca eclipsaba la capilla, pero a su vez quedaba empequeñecida ante la torre cuadrada donde se hallaba la estancia del rector.
Aquí y allá se veían suaves luces por las ventanas sin cortinas, pero no de las lámparas emplomadas del estudio de Tony Bookless.
Kit se irguió para cogerla de la mano. Las sombras de la luz de las estrellas y la luna se aliaron para borrar las contusiones arlequinescas de su cara. Tenía un aspecto más joven, intachable. Le besó el nudillo del pulgar.
—Acompáñame al puente de John Dee y esperemos un rato. Si regresa andando le veremos pasar.
El puente era un único arco de madera, sin pernos ni chavetas, que se sostenía por el simple dominio de la geometría. Para Kit era su santuario, un lugar de equilibrio donde la tierra se arqueaba sobre el agua con mayor perfección que en sus aposentos, donde los poderes de la mente se aunaban a las necesidades del corazón en una fórmula de igual función y belleza.
Era un lugar para restañar antiguas heridas, para recuperar las relaciones que en su día se perdieron o sencillamente para sentarse en silencio, que era lo que siempre habían hecho, sin necesidad de hurgar en los entresijos del pasado.
Y es que en el pasado nunca había habido tantos monstruos que amenazasen el presente con semejante fuerza.
Stella estaba sentada y balanceaba las piernas por encima de los listones de madera sobre el agua negra y satinada. La piedra calavera rebotaba suavemente contra su espalda. Había regresado el aguijoneo de alarma; eran pequeños destellos amarillos que brillaban en su mente como en el preludio de un temporal.
—Si vamos a ver a Davy Law, tendrás que contarme más cosas de él. Kit seguía observando la ventana del estudio de Tony Bookless.
—No hay nada más que contarte. Se marchó. Nunca volvió.
—Pero ¿y antes?
—Antes, echó a perder su futuro profesional. Y punto.
—Y fue timonel de un bote perdedor.
—Eso también, sí.
Kit empujó la silla hacia delante hasta que pudo incorporarse asido a la barandilla superior del arco y se quedó de pie oteando el agua. Al cabo de un rato, se volvió, extendió un brazo y le pasó la mano por el pelo corto. Ella levantó una ceja, inquisitiva.
—¿Y bien?
—Te aseguro que no vale la pena indagar tanto, Stell. Fue un episodio sórdido, pero ha pasado mucho tiempo. Quizá Gordon tiene razón y Davy Law ha cambiado.
¿Lo dejamos ahí y vemos qué sucede cuando nos reunamos con él mañana?
—En caso de que vayamos. A lo mejor Tony opina que no deberíamos.
—No lo hará. Nos dirá lo mismo que Gordon: que Davy es un hombre de Bede y que sabe lo que hace.
—Se impone la lealtad universitaria, ¿verdad?
—La lealtad universitaria es un lazo de sangre. Si a estas alturas aún no lo sabes es que me he casado con la mujer equivocada. —Le agarró la mano con una sonrisa—. Los guardas estarán dentro y saben todo lo que ocurre. No deben facilitarle a nadie el itinerario del rector, salvo a la policía, pero me apuesto un beso por un café a que si me presento allí con mis contusiones y mi silla de ruedas, me dirán cuándo esperan que vuelva.
Era difícil no contagiarse de esos ánimos, por muchos destellos relampagueantes que emitiera la piedra. Lo abrazó un instante.
—Si ganas, ¿me quedo con el beso o con el café?
—Las dos cosas. —Se dejó caer en la silla—. ¿Echamos una carrera hasta la caseta del guarda?
—¡Kit, no!
Intentó agarrar los brazos de la silla, pero ya se había ido. Realmente hasta entonces no se había dado cuenta de lo rápido que podía ir esa silla de ruedas. El ganó la carrera.
* * *
Gracias a sus contusiones, a su silla de ruedas y a su reputación en el college, los guardas, en efecto, acabaron confiando a Kit todo cuanto sabían: que hacía media hora que el rector debería haber llegado, pero que aún no le habían visto. No tenían ni idea de su paradero.
Le ofrecieron café o té y la oportunidad de quedarse a charlar sobre las últimas comidillas del college. Kit se encontró relajado en su compañía, abierto, expansivo; les habló de la cueva como si solo se hubiera tratado de una aventura y tras una o dos semanas de recuperación estuviera listo para repetir el descenso.
Stella se habría quedado sentada escuchando toda la noche, si la calavera se lo hubiera permitido. Aguantó cuanto pudo. Cuando los destellos de reluciente pánico amarillo fueron ya cegadores, dio un golpecito en el dorso de la mano a Kit.
—¿Qué sucede?
Ella sacudió la cabeza para alejar ese pensamiento, pero no lo logró.
—Algo no va bien, pero no sé qué es. Tiene que ver con que estemos los dos aquí, cuando deberíamos estar en... —De repente tuvo una certeza; se levantó de golpe—. Tenemos que volver a la habitación del río. Ahora.
Kit no podía correr. Stella lo dejó al cuidado de los guardas y echó a correr, aguijoneada por la piedra calavera que llevaba en el interior de la mochila.
Al pasar a toda prisa por los claustros Tudor que llevaban hacia los alojamientos sobre el río, brindó un saludo a la estatua de bronce de Eduardo III, sorteó el césped de «verás, pero nunca pisarás» y se agachó por debajo de la arcada que daba al Patio de los Lancaster que, a su vez, conducía a la escalera y, por último, al descansillo de la habitación de Kit, donde en una vidriera un dragón se encaraba a un espadachín desarmado, iluminados por la media luna allá en lo alto.
De día se había pasado horas contemplando aquellos reflejos de luz irisada que jugaban con la imagen y en los que podía apreciar todos los detalles del arte Tudor. Sin embargo, en la oscuridad de la noche, tan solo un farol iluminaba tenuemente el dragón, además de la luna, que se cernía sobre el vestíbulo, el lugar en el que Christopher Marlowe había tallado su nombre en el espigón de la escalera.
En una ocasión, Kit le había enseñado a reseguir con el dedo los trazos del nombre, porque daba suerte. Una suerte que en esos momentos brillaba por su ausencia. El amarillo eléctrico que hervía en su cabeza explotó en una lluvia de estrellas al subir corriendo la escalera. No importaban la cerradura forzada y la puerta abierta, pues ya sabía qué iba a encontrar.
Se apoyó en el quicio de la puerta con los ojos cerrados y esperó a que remitiera el mal sabor de boca y la rabia que provocaba contemplar tal destrucción de la belleza y de cosas antiguas.
«Kit, lo lamento en el alma...»
—Stell. —Kit estaba solo a su lado mientras los guardas esperaban abajo; le cogió la mano—. ¿Qué ha hecho?
Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Notaba una presión en el fondo de sus ojos y en las venas del cuello que la mareaba.
—Stell. —Kit acercó la mano para tocarla, pero la dejó caer—. ¿Qué...?
La piedra calavera se había callado para cederle espacio en el que poder pensar. Siempre le había gustado la sala de Kit que daba al río, y en ella se sentía como en
casa. Por tanto era natural que solo sintiera rabia y horror. Allí estaba, envuelta en un
galimatías de cajones abiertos, granos de café esparcidos y papeles tirados por el suelo. La estancia de Kit, su templo de pulcritud y precisión, había sido profanada con una maldad que la aterraba, como el silencio amenazador del cazador en la cueva.
—Te conoce —respondió ella—. Algo así tan solo puede hacerlo alguien que te conozca.
—Y que me odie —asintió Kit.
Stella oyó cómo chirriaba la silla y aproximó su mano. Se apretaron las manos sin mediar palabra, un gesto que hablaba de compasión, de pavor, de sentimientos compartidos.
Ella le dio un último apretón y se soltó. Los cambios pequeños hacían mella, se sumaban los unos a los otros para crear un todo mayor.
—No buscaba tan solo la piedra. Se ha llevado tu ordenador y todos los archivos. El trabajo de toda esta tarde —dijo Stella.
Kit palidecía por momentos por debajo de los moratones. Dio una vuelta completa con la silla y exclamó con absoluta rigidez:
—El seguro me pagará un Powerbook nuevo.
—¿Y de qué nos servirá si no tenemos con qué llenarlo? Nos hemos quedado sin los archivos, sin el código, sin el sistema taquigráfico. Se lo han llevado todo.
Kit levantó la ceja que podía mover y esbozó media sonrisa.
—Cariño, estás hablando con un genio de la informática. Tres veces al día la máquina graba una copia de seguridad en el servidor de la biblioteca y, una vez al día, en un servidor externo. Tengo copias de todo. Y copias de las copias. Por la mañana lo descargaré todo desde la página de .mac y nos lo llevaremos a Oxford. — La miró de reojo—. Si es que aún quieres ir...
—Pues claro. —Había logrado controlar la ira, de modo que ya no estaba paralizada, sino que se deslizaba sobre el mar encrespado de su miedo—. Esta noche,
ahora mismo, llamaremos a la policía y veremos si esta vez nos toman en serio. Mañana iremos a Oxford y averiguaremos cuanto podamos sobre la piedra calavera. De este modo estaremos más cerca de descubrir quién ha hecho esto y se lo haremos pagar.
* * *
La policía actuó con bastante eficiencia y los tomó en serio. No encontraron huellas ni ningún otro indicio de la identidad del asaltante. Sellaron la sala y esperaron a que Kit llamara a los guardas y buscara un lugar donde pasar la noche. Los policías se mostraron muy comprensivos y le proporcionaron un teléfono al que podía llamar si requería los servicios de un terapeuta. Le aseguraron que se pondrían en contacto con el cuerpo de North Yorks y los tendrían al corriente de los últimos acontecimientos. Aunque no se mostraron demasiado optimistas sobre una pronta resolución.
* * *
Más tarde, esa misma noche, mientras dormían juntos por primera vez desde el accidente, Stella se echó a temblar. Estaban acostados en la cama individual que les habían encontrado los guardas en la residencia para los profesores visitantes. Ella creía que Kit ya dormía, pero se dio cuenta de su error cuando él se volvió lentamente hacia ella y acercó su mano.
—Stell.
—¿Mmm?
—Gordon tenía razón.
—¿Sobre qué?
—La calavera se ha apoderado de una parte de tu alma. No eres la mujer con la que me casé.
Ella lo abrazó y se echó a temblar desenfrenadamente. El azul de su mente era el único remanso de paz en su interior.
—¿Y eso es malo? —preguntó.
—No lo sé. —Le dio un beso en la suave piel de su cuello—. Estás preciosa cuando te domina la rabia, pero me preocupa.
—Eso va por los dos. Tú tampoco eres el hombre con el que me casé. Y eso a mí sí me preocupa, y mucho.
Presintió aquella sonrisa que ya le parecía casi normal.
—No hace falta que lo digas, lo llevas escrito en letra grande y en negrita en toda la frente. Pero a mí solo me han causado un daño físico y, si no me recupero del todo, no se acabará el mundo. En cambio, en tu caso es distinto.
—¿Conmigo sí se acabaría el mundo?
—Contigo puede acabar el mundo, en cuyo caso se acabaría también el mío. ¿Me prometes otra cosa? ¿Me juras que nunca te adentrarás en un sitio del que no puedas salir?
No era una petición descabellada. Lo abrazó, se sintió abrazada; lo besó, también fue besada y, al final, cuando los temblores le concedieron una tregua, le respondió:
—Te juro que nunca me meteré en ningún sitio del que crea que no puedo salir.
No era exactamente lo que le había pedido, pero se acercaba; además, ya estaba casi dormido. La aproximó a él, enredó los dedos de la mano buena en su pelo y ambos conciliaron el sueño. Cuando ya se hundía en el azul inmenso e inocente de ese sueño, Stella se dio cuenta del abismo que separaba la petición de él de la promesa de ella, pero para entonces ya era demasiado tarde para cambiar nada.
Zamá, Nueva España,
octubre de 1556
—En su ignorancia, mis niños creen que no somos la primera creación de Dios, sino la quinta raza, la última que habitará la tierra. Para celebrarlo fabrican adornos como el que contempláis. Yo lo he conservado todo tal como estaba cuando llegué a estas tierras y establecí mis aposentos aquí, en su templo. Es un lugar humilde, pero parece un palacio comparado con las casas de los miembros de mi rebaño, y se mantiene fresco en esta época, ahora que el sol aprieta durante el día. ¿Os parece que entremos? Diego os servirá el poco vino que nos queda, a menos que hayáis traído alguna tinaja... Se agradece. Suponía que llevaríais.
Cada vez resultaba más evidente que el padre Gonzalo Calderón, sacerdote de los indígenas de Zamá, tenía el aspecto físico de un maleante a sueldo pero con la mente y los ademanes de un prelado. Del mismo modo, no cabía duda de que había invitado a su morada al capitán del Aurora y a su médico por su sentido del deber, no por placer. De los muros colgaban numerosas imágenes de Cristo en la cruz en sus múltiples padecimientos, pero con apenas echar una ojeada al mobiliario espartano del lugar quedaba claro que el padre no era un hombre dado a los placeres de la carne.
Al igual que tampoco juzgó divertido el carácter exuberante de Aguilar, lo que era una lástima, puesto que el español parecía encontrarse de un ánimo de lo más expansivo. Había comenzado a expresar su entusiasmo al atar la maroma de proa del Aurora y no había dejado de hacerlo hasta aquel momento, cuando, agachado en el centro de la casa del cura, el edificio que fue en su día un templo, se puso a estudiar un mosaico de colores que ocupaba la mitad del suelo y a pronunciar palabras de asombro y de júbilo ante lo que contemplaba.
Lo hacía para desviar la atención, para no centrar el interés y evitar un juicio de valor sobre él mismo y sobre su médico, y la verdad es que lo había logrado. Owen observó que el sacerdote se esforzaba en desviar la mirada de los colosalmente vulgares pendientes de Aguilar y sintió una punzada de remordimiento por haber tenido ese mismo prejuicio días atrás.