La Calavera de Cristal (14 page)

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Authors: Manda Scott

Mientras observaba esa luz y se preguntaba cuál sería su naturaleza, la oscuridad se rasgó con un rayo de sol que partió las aguas. Ese momento único se le ofreció en exclusiva para su deleite; el mar abandonó los tintes misteriosos de la noche y saludó el azul cegador y el dorado del alba.

Era tan bonito que quitaba la respiración. A falta de un dios al que adorar por su bondad, Cedric Owen recurrió a su habitual proceder: abrió su corazón para dar las gracias a la piedra azul, que lo había arrastrado hasta ahí contra todo pronóstico.

—Tan solo por esto merece la pena haber vivido, ¿me equivoco? —Esas palabras le llegaron por la izquierda, donde aún no había amanecido. Fernando de Aguilar sabía recorrer su navío sigilosamente.

Owen se sobresaltó, pero al poco se relajó y se descubrió bastante feliz de compartir ese momento.

—De morir ahora mismo, tras haber presenciado lo que he visto, no sentiría que mi vida ha sido demasiado breve —contestó.

Aguilar entrechocó los dientes a modo de leve reproche.

—Cuidado con lo que decís. Convidar a la muerte no es ninguna fruslería. Tocaremos puerto al anochecer, ¿lo sabíais?

—Eso intuía. ¿Sabéis hacia dónde nos dirigimos, ahora que el temporal nos ha desviado tanto de nuestro rumbo original?

—Menudo capitán de pacotilla sería si no supiera hacia dónde piloto mi nave.

El español deslizó la espalda por el mástil para acuclillarse sobre los talones, con las rodillas pegadas al pecho. Owen jamás lo había visto vestido de manera tan informal; llevaba los faldones de la camisa blanca por fuera del calzón, las puñetas abiertas y colgando, y el cuello, desabrochado. Seguía cuidándose el brazo fracturado, pero los vendajes eran más finos que antes y Owen suponía que para finales de mes ya podría prescindir de ellos.

—Teníamos que haber atracado en Campeche —prosiguió Aguilar—. Se encuentra al norte de aquí, en la franja occidental de la península. Pero no nos queda suficiente agua ni víveres para llegar allí, de modo que en su lugar nos dirigimos a la ciudad

que mi tío abuelo llamaba Tulum, por las gruesas murallas que la rodean. Los oriundos prefieren llamarla Zamá, que significa «amanecer», y sospecho que acabamos de ser testigos del porqué. Por la noche, quienes viven allí vigilan la costa y advierten a los barcos de los escollos. Si miráis por la amura de babor y os alejáis del sol, aún podréis divisar el fuego que alimentan en la torre de vigía desde donde otean los mares.

—Entonces, ¿son llamas? Eso pensaba. Pero no creía que esos bárbaros supieran qué es un faro.

—Saben muchas más cosas de las que imaginamos por los relatos que nos llegan. Al monarca le conviene que se los considere pueblos primitivos a los que nos tomamos la libertad de desdeñar. Al iniciar sus días aquí, mi tío abuelo también creía que eran unos brutos ignorantes que solo podían ser esclavos de la grandeza cristiana. Su camarada, Gonzalo de Guerrero, fue el primero en reparar hasta qué punto erraban y dedicó treinta años a luchar junto a los indígenas contra España.

—Y, a pesar de todo, ¿vos tenéis la intención de conquistarlos? Aguilar negó con la cabeza.

—En absoluto. Vengo para que nosotros y ellos nos hagamos ricos en este nuevo mundo que se impondrá al antiguo. Aquellos que llamáis bárbaros no son tontos. Han pintado toda la ciudad de un rojo sangre, una advertencia a sus vecinos para que se abstengan de atacar; sin embargo, siguen garantizando la seguridad en sus costas mediante artificios de ingeniería que ya quisieran nuestros arquitectos. El faro cuyo fuego observáis no es una rudimentaria columna como las que mancillan las costas de Inglaterra y España, sino una pirámide con una base cuadrada de una magnitud y elegancia que nada tiene que envidiar a nuestras catedrales. Lo más bello es que estas gentes están vivas y pueden explicarnos qué significan sus esculturas.

—¿Y nos lo explicarán? ¿O bien nos declararán la guerra, como hicieron con

Hernán Cortés?

Aguilar se limpió un hilillo de mugre de debajo de una uña. Levantó la mirada y le respondió:

—Espero que no nos declaren la guerra, pero no puedo poner la mano en el fuego. Zamá se erige al borde del mar y está orientada hacia el este, de modo que sus ciudadanos han visto una mañana tras otra el espectáculo del que hemos gozado hace apenas un minuto. Me gustaría creer que amanecer cada día con una luz como esta predispone a la reflexión y a la labranza, en vez de a la guerra, pero puedo estar equivocado.

—Entonces, por si lo estuvierais, mejor aprovechar este momento.

También él se deslizó mástil abajo para sentarse de cara al sol. Recostó la cabeza y cerró los ojos al azul conocido del cielo. El azul más amplio, enorme, interior de la piedra corazón se dilató y apareció con los confines manchados de rojo, levemente, pero lo bastante para sentir que aquello era un aviso.

Aún con los ojos cerrados, Owen añadió:

—Pinten las paredes del color que las pinten, me parece que los indígenas no son el único peligro.

—No. Si mis datos son correctos, en Zamá hay un sacerdote. Después del obispo de Yucatán, es la persona que anhela con más fuerza que la Inquisición llegue a Nueva España. Es jesuita y teme el deterioro de la madre Iglesia en Europa, donde los alemanes, holandeses e ingleses están saqueando los monasterios y robándoles el oro. Pretende resarcir sus arcas con los tesoros del Nuevo Mundo. Aunque no lo admite abiertamente, claro está; en las misivas que manda a su patria, expresa su deseo de devolver las almas paganas a Dios y con ello salvarlas de arder en el infierno toda la eternidad. A tal efecto infligirá a tantos cuantos sea menester una quema más breve, que es morir en la hoguera.

Hubo una pausa. Owen oyó el frufrú de su ropa cuando Aguilar se volvió para mirarle. Entonces se escuchó su voz calmada y elocuente:

—Deberéis tener cuidado, compañero. Muchos de los que han perecido ni siquiera han tenido una calavera de cristal puro que arrastrar consigo hasta las llamas del verdugo.

Le pilló por sorpresa. Owen abrió los ojos y alzó la vista al cielo, hacia ese azul imposible. Al cabo de un rato reaccionó:

—¿Cuánto tiempo hace que tenéis conocimiento de ello?

—Casi una semana. Si os acordáis, tuvimos una noche de calma antes de la segunda y peor parte del tifón. Durante la cena me excusé un instante. No espero que me perdonéis, pero es necesario que entendáis que, a esas alturas de la travesía, no podía arriesgarme a llevar mi barco y mis hombres sin planificación ni apenas cartas de navegación y sin saber por quién o por qué lo hacía.

—¿Así que entrasteis en mi camarote y buscasteis la piedra?

—Allí estaba, al descubierto, esperando a que la encontrara. No la toqué, habría sido un sacrilegio, pero recibí de ella una acogida como tan solo la había recibido de Pedro el Sordo, que me enseñó todo cuanto sé de los mares y que cuando voy a verle sigue acogiéndome como a su querido nieto.

Owen ladeó un poco la cabeza para mirarle de frente.

—Todos los hombres que he conocido, salvo Nostradamus, han temido esta piedra o han querido poseerla. ¿Sois vos otra excepción o ha perdido la piedra su poder para gobernar la mente de los hombres?

Hubo un silencio; solo se oía el chapoteo de las olas contra el casco. Aguilar prosiguió:

—Si tuviera una esposa de belleza y sabiduría extraordinarias, hasta tal punto que vierais en ella todo cuanto desearíais en una mujer, ¿intentaríais arrebatármela?

—Yo a vos no os arrebataría nada, y menos aún un corazón libre, que elige a quién se da.

—En ese caso, ¿por qué no haría yo lo mismo? Qué duda cabe que la piedra os pertenece. No niego que es un objeto codiciable, pero elijo no codiciarlo.

—Vuestra integridad hace que me avergüence. Sois el capitán de esta nave y os debo la vida. Más aún, he visto cómo tratáis a vuestros hombres y sé cómo respetáis hasta el más mínimo aspecto de vuestra profesión. No debería habéroslo ocultado, pero... —Owen se interrumpió.

—Pero no es fácil saber en quién confiar, lo sé. Y tal vez no queríais cargar con semejante lastre a un amigo, ¿verdad?

En ningún momento Owen había considerado a Fernando de Aguilar un amigo, ni tan solo había imaginado que el otro lo considerara como tal a él. Pero, tras pronunciar la palabra en voz alta, después de todo lo acontecido, fue consciente de su amistad y se dio cuenta de que, con todas aquellas conversaciones superfluas que habían mantenido, llenas de significación y franqueza, habían cultivado un respeto mutuo.

Tal como temió en su día, había estado cortejándolo y él había claudicado, aunque no lo lamentaba.

—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó, y agradeció que Aguilar no fingiera no entender su pregunta.

—Me salvasteis la vida, ¿os parece poco? —El español se encogió de hombros—. Y exhibís una ingenuidad en la que poco cuesta creer, aunque debajo de ella se esconde una fuerza mayor que diez vanidades.

—Jamás podría amaros como un hombre a una mujer.

—Lo sé. Tampoco os lo pediría. A decir verdad, tampoco lo querría. Yo también buscaré esposa algún día, pero a veces se da un encuentro de las mentes entre hombres de igual valía que fácilmente tiene el mismo valor que las incursiones en la carne y que acaso perviva a los embriagadores días del amor carnal. Esperaba poder compartir con vos dicha camaradería y que, de ese modo, entenderíais que podíais confiarme parte de la historia de vuestra piedra azul, puesto que no corría peligro.

—Y puede que lo haga, en efecto. —Owen se frotó la cara con las manos, sin ser consciente de que ese gesto le hacía parecer muy joven e incluso inseguro—. He vivido toda mi vida cargando con el peso de esta piedra. Profeso mi amor por ella y por todo lo que conlleva, pero no depositaría tal carga sobre cualquiera tan a la ligera, y menos aún sobre un hombre al que admiro. No obstante... Esa noche, cuando me uní a la cena, no la había dejado al descubierto, sino que estaba a buen recaudo, como siempre.

—¿La piedra me permitió verla?

—Eso parece.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada; solo se oía el barco surcando las aguas y se notaban los balanceos del mar. Los gritos de las aves marinas volvieron

con más insistencia que antes y los mismos pájaros dibujaron garabatos en el horizonte.

Aguilar hurgó en una bolsita atada a su cintura y sacó algo dorado de su interior.

—El sacerdote de Zamá es el padre Gonzalo Calderón. Ese hombre es un fanático que se regodea en el dolor de los demás, por lo que opino que deberíamos andar con sumo cuidado en su presencia. Cuando menos, deberíamos presentarnos como hombres de Dios. Si no os ofende en demasía, ¿estaríais dispuesto a aceptar esto? — De sus dedos colgaba un pequeño crucifijo de oro que era una auténtica obra de artesanía—. Perteneció a mi madre —se limitó a decir Fernando de Aguilar—, pero puede llevarlo un hombre.

El sol se reflejó en la cruz mientras esta giraba lentamente, empujada por la brisa que arreciaba. Durante un instante, una de sus caras quedó en la penumbra, ocultando así el brillo del metal. Cedric Owen alargó una mano para asirla; la piedra azul, que siempre se empequeñecía ante cualquier otro objeto religioso, en esta ocasión no se amedrentó.

—Gracias —dijo Owen—. Será un honor.

Capítulo 10

Zamá, Nueva España,

octubre de 1556

Con las aguas sosegadas resplandeciendo bajo el sol de mediodía, el Aurora se desplazó lentamente hasta el pequeño caladero natural ubicado bajo la ciudad llamada Zamá por su privilegiada vista del alba.

Enormes riscos de caliza blanca, que se erguían como centinelas de la pureza, les daban la bienvenida a una ciudad de piedra de un asombroso bermellón, amurallada por tres flancos; en el cuarto, estaba orientada hacia la torre piramidal, roja, gigantesca, que era su faro.

A bordo, los hombres se apostaron a babor y a estribor, de proa a popa, para sondear con plomadas bañadas en cera muy suave el calado y la composición del lecho marino que tenían a sus pies.

Una procesión de voces calmadas dieron el parte a Aguilar, que permanecía junto a Juan Cruz en el timón.

—Babor popa, tercer hombre, cinco brazas, arena.

—Amura de babor, cuarto hombre, cuatro brazas y media, hemos perdido la arena, probablemente roca.

—Amura de estribor, primer hombre, tres brazas, algas y lodo.

Con esa incertidumbre, centímetro a centímetro, el capitán llevó su barco a un lugar seguro donde echar el ancla y bajar el esquife para que él mismo y algunos marinos de su elección fueran la avanzadilla de la primera recalada.

Su llegada no fue inesperada. Hacía unas horas, desde que avistaron el embarcadero, que contemplaban cómo los indígenas se iban aglomerando para esperarlos, ataviados con ropajes de colores brillantes como los pájaros y con un montón de plumas verdes coronando sus sombreros de paja; Cedric Owen, que ya llevaba demasiado tiempo en el mar, se alegró imaginando que eran mujeres y que los objetos que mostraban eran para comerciar.

No obstante, a esas alturas, pocas fabulaciones placenteras alimentaba. Desde más cerca era evidente que todos cuantos esperaban eran hombres y que en sus manos sostenían armas. Al menos una docena de los que estaban delante llevaban armas de fuego, y parecía que sabían usarlas. Los demás blandían lanzas o macanas de madera con los extremos ennegrecidos.

—Los llaman maquahuitls —susurró Aguilar.

Estaba de pie al lado de Owen en la popa del esquife y llevaba una cuerda enrollada en la mano, listo para saltar a tierra firme. A su espalda bogaban seis hombres con experimentada sincronía.

—Mi tío abuelo me los describió como el arma de mano más poderosa que jamás hubiera visto. Están hechos de madera noble, con hojas de obsidiana incrustadas en las puntas. Dado que los guerreros mayas no son hombres corpulentos, los manejan con ambas manos, lo que les proporciona un arco más amplio y más potencia de ataque. A Pedro de Morón, que luchó junto a Cortés, le decapitaron el caballo de un solo golpe de esas armas. Cortés había ofrecido espadas de hierro a los indígenas que le juraron lealtad, pero ellos sostenían que su obsidiana era más afilada y contundente. Tuvo que ver muerto un caballo para convencerse de que llevaban razón.

—Y ahora nos esperan para demostrárnoslo a nosotros —dijo Cedric—. No es fácil saber cuántos son, apiñados como están, pero diría que nos triplican en número y que no parecen muy hospitalarios, por coloridas que sean sus ropas o sus plumas.

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