La Calavera de Cristal (21 page)

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Authors: Manda Scott

Con todo, si lo que les habían contado sobre el párroco era verdad, la exuberancia del capitán entrañaba un peligro y Owen no quería que su amigo saliera malparado por su culpa. Intentó iniciar una conversación inocua.

—Este edificio es el único que no está pintado de rojo. ¿Fue por decisión vuestra?

—Por supuesto. En cuanto me instalé aquí así lo ordené a Diego y a Domingo. Lo pintaron con un encalado que yo mismo compuse y desde entonces todos los años le dan una capa nueva en la misma fecha.

—Pero siguen pintando el resto de la ciudad del color de la sangre. ¿Acaso pretenden recordar el sacrificio humano o quizá...?

Owen hablaba con absoluta inocencia; solo repetía lo poco que se sabía de los indígenas en España, pero se arrepintió al instante, pues el semblante del padre se ensombreció repentinamente como si anunciara una catástrofe. Con tranquilas pero envenenadas palabras, Calderón repuso:

—Mis hijos no buscan, ni han buscado jamás, la muerte del prójimo para complacer a sus dioses. Carecían de guía, pero no por ello eran unos bárbaros, a diferencia de sus enemigos del noroeste, los culhuacas y los mexicas o, como los conocen los recién llegados, los aztecas, que con tanto tino subyugó el señor Cortés en nombre del Señor y cuyo oro está ahora en manos de su católica majestad, el rey de España.

Doce años en Cambridge habían enseñado a Owen que lo mejor para contrarrestar la ira de los hombres que pretendían saberlo todo era la ignorancia más franca. Ladeando ligeramente la cabeza, le preguntó:

—En ese caso, ¿por qué motivo han elegido un color tan agresivo para sus adornos?

El sacerdote le dirigió una mirada anodina al tiempo que el crucifijo de plata relucía con más fuerza en su pecho.

—El pueblo de Zamá, más reflexivo y menos salvaje que sus vecinos, ha llegado a la conclusión de que, al pintar sus construcciones de color rojo sangre, estas tendrán el mismo aspecto que los templos de los bárbaros adoradores del diablo en cuyos escalones se ha derramado sangre humana. Al imitar ese rasgo, su intención es disuadir a cualquier atacante que... Muchas gracias, Diego. Entra, te lo ruego.

Obedeciendo órdenes, el indígena con la cicatriz en el rostro (Owen dudaba que Diego fuera el nombre que le habían puesto al nacer) se coló como una sombra por la cortina de caña que colgaba en la puerta; sostenía una bandeja con tres vasos de arcilla y una jarra de vino.

El sacerdote le trató como cualquier señor trataría a su criado: como un niño terco al que se ve pero no se escucha. A Cedric Owen le habría gustado hacer lo mismo, pero aquellos ojos penetrantes le horadaban la mente y convertían la cantilena de fondo de la piedra azul en un ruido ensordecedor.

Haciendo un esfuerzo, cogió el vaso de vino de la bandeja y volvió a centrar su atención en el cura.

—¿Funciona? Me refiero a pintar las casas de rojo.

—Llevo aquí casi diez años y el único enemigo con el que hemos tenido que luchar ha sido la viruela. Por consiguiente, podemos afirmar que sí. —La respuesta del sacerdote fue de una falta de lógica aplastante—. Y ahora deberíamos pedir a vuestro capitán que dejara de estar arrodillado, de lo contrario no habrá espacio libre en el suelo donde colocar la mesa. ¿Habéis descubierto ya el enigma del mosaico, señor?

—Lamento decir que no. —Fernando de Aguilar se levantó muy a su pesar, mientras en sus ojos brillaba un entusiasmo que rozaba la exageración; se apartó un poco del dibujo del suelo para proseguir con la conversación—. Me parece que he dado con el principio, pero mi mente no alcanza a esclarecerlo. Señor Owen,

¿estaríais dispuesto a ofrecer vuestra lógica de médico y dar respuesta a la adivinanza en mi nombre antes de que nuestro anfitrión nos revele su secreto?

De ese modo, sin prestar atención y con los pensamientos desbocados debido a la mirada inquietante del indígena de piel curtida, Cedric Owen se acercó a la imagen que cambió el rumbo de su vida para siempre.

Desde la distancia le había parecido una pintura infantil sobre piedra, una caótica sucesión de guijarros escogidos por sus colores claros y que a continuación alguien había dispuesto formando figuras esquemáticas que ocupaban una superficie de más de tres metros cuadrados. En ellas, hombres de ojos saltones y formidables animales se enzarzaban en exageradas peleas, con ojos desorbitados, enseñando los colmillos y hechos un ovillo de patas en eterna contienda.

Sin embargo, al observarlas más de cerca, aquellas formas resultaron más complejas de lo que a simple vista parecían. En el centro habían dibujado una hoguera con piedras rojas y amarillas de un elevado realismo ornamental, rodeada por un círculo de hojas verdes entrelazadas. En todo el borde, en una franja ancha, se apreciaba un mapa de los cielos que indicaba las constelaciones y los planetas dispuestos de tal suerte que permitían adivinar un conocimiento profundo si se estudiaban más detalladamente.

A medio camino entre el fuego y el cielo se mostraban los dos destinos del hombre en eterno equilibrio. A un lado, el conflicto, la guerra y la aflicción se expresaban mediante figuras implacables y guerreras. Al otro, la antítesis de la batalla, un prado en verano cubierto de flores de colores de tal belleza que rehuía cualquier apelativo y con tal profusión que hacía imposible contarlas. En el centro del prado había una criatura arrodillada, inmersa en la paz de la soledad.

Lo que separaba estas dos escenas era una línea divisoria apenas perceptible, una sucesión desigual de baldosines blancos y negros con un hilo de grandes perlas ensartadas coloreadas con los siete colores del arco iris, con un extremo en blanco y otro en negro.

Sin saber por qué, a Owen le vino a la memoria la habitación de una posada de

París, el olor a pichones asados con almendras y una voz delicada.

«Nueve son en total los colores del mundo. Los siete del arco iris, más el negro, que es la ausencia de luz, y el blanco, su totalidad. Al azul se le asignó el corazón de

la bestia, el poder de reunir las doce piezas restantes de su misma sustancia y esencia».

En ese momento, embriagado por el recuerdo, cometió el error de alzar la mirada. En un rincón de la sala vio a Diego el Caracortada, aquella sombra invisible, con unos ojos afilados y despiadados, refulgentes y brillantes como la pintura en la piedra.

Era imposible no darse cuenta de que, detrás de aquella mirada, la verdad se le mostraba con meridiana claridad.

—Dios mío...

La imagen no era obra de un niño. Por un instante su corazón se detuvo, cristalizó y se transformó en algo muy distinto.

—¿Qué veis, amigo mío?

Fernando de Aguilar formuló la pregunta con voz calmada; era la misma voz con la que había hablado por la mañana en la cubierta del barco. Ya no se comportaba como un bufón. Si el sacerdote se daba cuenta, si empezaba a preguntarse por el cambio de actitud del español y de su médico inglés, si con ello decidía que murieran en la hoguera o en el potro de tortura... nada de eso importaría.

La pregunta liberó la lengua de Owen.

—Veo el instante anterior al fin del mundo, el último hálito ante la inminencia del Armagedón. Veo un mapa de los cielos que nos proporciona la fecha y el tiempo exactos. Y veo la vía que puede darnos esperanzas para evitar el mal final.

Dirigió la mirada al sacerdote. En su país, por semejante indiscreción le habrían quemado en la hoguera. Los ojos negros del padre Calderón se mostraban reflexivos, pero aún no vengativos. Asió su cruz de plata y la besó.

—Proseguid, os lo ruego. Owen cogió aire.

—En primer lugar, veo el sol, la luz más potente de todas, que resplandece a lo largo de un túnel oscuro que lleva al lugar de donde nace toda materia. Veo a Venus, el Lucero del Alba, que abraza ampliamente a Mercurio, el Mensajero, y que ambos bailan en oposición a Júpiter, el Benefactor Dorado. Veo a Júpiter reposando en el ápice de un Dedo de Dios, con Saturno, el Gran Limitador, un brazo, y...

Las palabras se le atragantaron.

—Veo los planetas y las constelaciones ordenados formando un patrón que no contemplaré en esta vida, ni tampoco muchas de las generaciones venideras.

El indígena con la cara cortada seguía observándolo, pero fue el padre Gonzalo quien habló sin crispación:

—Esta disposición no se verá en los cielos del Señor hasta dentro de cuatrocientos cincuenta y seis años. ¿Qué presagian las estrellas y los planetas?

Owen se inclinó con asombro.

—La imagen muestra un momento paralizado en el tiempo, como si el mundo estuviera al borde de la catástrofe y ese fuera el único atisbo de esperanza que le queda para salvarse. En el oeste se observa el conflicto del máximo desconsuelo. Aquí se aprecia cómo todos los hombres luchan contra la creación, todos ellos consumidos por la codicia, la lujuria, la avaricia, la despreocupación por los demás, la voluntad de infligirles dolor (incluso de obtener placer al hacerlo) haciendo oídos sordos a su padecimiento y, al final, pisoteando todo cuanto quede en pie. He aquí la fuerza que acarreará la destrucción no tan solo de todo lo bueno que existe en el mundo de los hombres, sino del mundo en sí.

—¿Sin redención posible? —preguntó el cura.

—Acaso la haya, pues en contraposición a un horror como ese se observa un lugar de paz. —Owen posó una mano sobre el cuadrante meridional—. Aquí, en oriente, una niña se arrodilla en un prado en pleno verano y juega a las tabas con la mano derecha sobre la izquierda. Es la inocencia personificada, el alma humana incorrupta que puede aún salvarse y, con ella, salvar el futuro del mundo.

—¿Es una niña, no un niño?

—Eso creo.

—Por tanto, no es el niño Cristo. Evidentemente, se trata de un error. Ya lo cambiaremos algún día, supongo.

El sacerdote se aferraba a su cruz de plata. El extremo inferior sobresalía como un puntero entre sus dedos ahuecados en un gesto de oración. Lo apuntó hacia la imagen, en ambas direcciones.

—Habéis hablado tan solo de la imagen del fondo. ¿Qué podéis decirnos acerca de las cuatro bestias que componen la mayor parte de la imagen?

—Aja...

¿Qué podía decirles sobre aquello? Al principio, Owen no había reparado en ellas; tal era la grandeza del mosaico que unas imágenes quedaban ocultas dentro de otras. Tan solo bajo la mirada del indígena con cicatrices habían empezado a dibujarse, refulgentes, los contornos de esas criaturas. Ahora las cuatro le cegaban, luciendo todo su prodigio y poderío. Se apreciaba el movimiento, la fuerza, la luz que era capaz de iluminar el más tenebroso de los mundos. Owen reunió despacio las palabras, esmerándose para que reflejaran la fascinación de sus ojos.

—He hablado del hilo de esperanza que muestra este dibujo y, en verdad os digo, la parte principal del mosaico intenta manifestar tal esperanza. He aquí cuatro animales unidos, aunque no del todo. Arriba, en la esquina nordeste, hay un león moteado, un cazador que aventaja a los demás, de lustroso pelaje y ojos relucientes. A continuación, en el sudeste, vemos una serpiente, larga como un buque y ancha como la cintura de un hombre ribeteada de esmeraldas y rubíes. En la otra mitad, un águila se posa en el noroeste; sus alas extendidas podrían rodear esta casa, sus garras muestran la fortaleza necesaria para levantar un lobo y sus ojos son de oro. Por

último, en la esquina sudoeste descansa un saurio del tamaño de un caballo, con dientes que partirían a un hombre en dos. Cuando se unen los cuatro...

Mientras hablaba, las criaturas brincaban del mosaico; la piedra plana era incapaz de contener su poder. Se fundieron los cuatro en una volcánica concatenación de la carne. Las patas se enmarañaron con las alas; las cabezas con los corazones; los rabos con las garras.

En un instante conmovedor y fulgurante, los cuatro se transformaron en uno, creando un único animal que con creces superaba cada una de sus partes.

El brillo era insoportable. Owen cerró los ojos para resguardarse de la luz cegadora. Al abrirlos de nuevo, la serpiente de tierra había desaparecido, y con ella cualquier rastro de las criaturas que la habían creado.

El mosaico volvía a ser un dibujo pueril. Tambaleante, se arrodilló al borde del mapa de estrellas con cuidado de no tocar la imagen mayor y pasó la mano por la sarta de piedras coloreadas con la velada esperanza de que resplandecieran entre sus dedos destellos de luz o que su piedra azul entonara algún que otro canto.

Pero se llevó una decepción, pues la vida que había asomado de la imagen ya no estaba ahí. Se arriesgó a mirar hacia el espacio sombrío de detrás del sacerdote, pero no se sorprendió cuando no vio al indígena con la cara cortada. En su lugar, yacía en el suelo una única pluma de color verde chillón que apuntaba hacia el fuego del centro del mosaico.

Owen permaneció de pie un tanto mareado, y sintiéndose un poco estúpido. Aguilar lo observaba en silencio con los ojos más penetrantes que jamás le había visto. Una sombra que quebró la intensidad del momento pasó cerca de ellos. El padre Gonzalo estaba en la entrada, obstaculizando con su colosal cuerpo la entrada y la salida. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, tal como los había recibido en el embarcadero.

—¿Vamos a morir, padre? —inquirió en silencio Aguilar.

—Posiblemente, pero no por mi mano. Todavía no. Quizá jamás. Fray Bernardino de Sahagún nos encomienda, a nosotros sus hijos, a conocer las costumbres de los indígenas con el fin de poder instruirlos mejor en el camino que conduce a Cristo. Hace casi siete años que resido en Zamá y cuatro en esta casa, y aun así hasta ahora no me había percatado de lo que vuestro médico de a bordo ha sabido apreciar con tal claridad a primera vista.

»Haciendo uso de mis más profundos conocimientos, os diré que la criatura moteada no es un león, sino un jaguar, que es un animal sagrado para mis hijos, los mayas, al igual que lo son las otras tres bestias: el águila, que representa el aire; la serpiente, que es el fuego, y el cocodrilo, que es el agua. Qué duda cabe, el jaguar posee el poder sobre la tierra. Les enseñan que, en el Final de los Tiempos, que habéis adivinado con manifiesta exactitud en el dibujo de las piedras, los cuatro se fundirán en uno solo para formar la criatura. ¿Os imagináis, señor, qué puede surgir de la unión de los cuatro?

En la mente de Owen, la presencia de Nostradamus suavizó la luz resplandeciente, para que pudiera hablar con tranquilidad sobre lo que había atestiguado.

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