La Calavera de Cristal (24 page)

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Authors: Manda Scott

Aseguró la puerta del depósito tras cerrarla y se quitó las gafas protectoras.

—La pantalla está en mi escritorio, en el despacho contiguo. Y tengo una cafetera. El café no es como el de Starbucks, pero se deja beber. Claro que también puedes irte y esperar en el coche.

No era ni una oferta ni una petición, sino una constatación, sin más. Stella se dio cuenta de que empezaba a disfrutar con el tácito rechazo de Davy Law a seguir el juego social.

—Un café me irá muy bien.

Él sonrió, con lo que dejó entrever su horrible dentadura.

—Gracias.

* * *

Estaba en lo cierto: el café no era el de Starbucks, por lo que se alegró. El olor a granos tostados se mezclaba con los residuos de tabaco y casi lograba disimular el hedor a formaldehído.

El despacho de Davy Law era pequeño, apenas daba para dos sillas y una mesa con dos pantallas de ordenador exageradamente grandes y un teléfono. De las paredes colgaban más pruebas de matanzas, aunque no todas eran turcas: Bosnia ocupaba la mitad del lateral adyacente a la puerta y el resto se lo repartían Ruanda, Darfur y un único yacimiento excavado en Irak.

Se quedó contemplando la última foto, observando los huesos con la taza de café en la mano.

—Algunos de estos esqueletos tenían fracturas que habían empezado a curarse,

¿verdad?

—Gordon no me dijo que tuvieras formación médica.

—Y no la tengo, soy astrónoma. Bueno, para ser más exactos, soy astrofísica. Pero sé lo bastante de patología básica para ver cuándo se forma un callo sobre una fisura.

Desde su silla de detrás del ordenador, Davy Law encendió otro cigarrillo. El humo era dulce, como de melaza, y le hizo cosquillas en la garganta. Se quitó una hebra de tabaco de la lengua y habló:

—En Irak la gente siente mucha rabia. Hay personas que tardan mucho en morir. Ella le sostuvo la mirada, lo cual los dejó atónitos a ambos. Él fue el primero en

apartar la vista.

—No debería habértelo preguntado, ¿no crees?

—Me da igual, siempre y cuando seas capaz de digerir la respuesta.

—¿Ocurrirá lo mismo cuando vea el rostro de la piedra calavera?

—Posiblemente.

—¿Ya sabes qué aspecto tendrá?

Reclinó el respaldo de la silla y entrelazó los dedos detrás de la cabeza. Permaneció tanto rato callado, mirándola, que creyó que no iba a contestar. Pero terminó confesándole:

—Puedo equivocarme. —Antes de que ella le preguntara, él enderezó otra vez la silla y manipuló el ordenador—. Pero no lo creo. Los cráneos son mi obsesión y, ya que vamos a tener que esperar un rato para ver qué rostro reconstruimos, a lo mejor podemos descubrir algo acerca de algunas de las leyendas más interesantes sobre calaveras. ¿Qué sabes acerca de las profecías de los mayas acerca del 2012?

Era lo último que esperaba Stella. Dejó el café sobre el escritorio y se sentó.

—Ayer me salieron medio millón de entradas en Google al buscar «maya» y

«calavera». La mayoría citaban el 2012 en el título, pero no tenían ni pies ni cabeza.

Law arqueó una ceja.

—El imperialismo cultural tiene parte de culpa.

Soltó un hilo de humo hacia donde estaba Stella y se volvió hacia la pantalla que tenía enfrente, como si ella no estuviera.

Stella observó la otra pantalla. La piedra calavera daba vueltas en el sentido de las agujas del reloj, pero ya no era azul, sino que se había convertido en una figura digital de color gris oscuro que contrastaba con el fondo pálido. Miles de tangentes la atravesaban formando sombras, algunas brillantes, de color rojo sangre o incluso magenta, pero también todo un abanico de verdes y amarillos vibrantes.

Lentamente, entre las líneas, la superficie gris mate iba alterándose a medida que la carne crecía entre las líneas cromáticas del cabello. Pensó en voz alta:

—Las líneas rojas transversales muestran una superficie cóncava, y las amarillas, convexa, ¿me equivoco?

—Y las verdes, neutras, efectivamente. —Law se apoyó en el respaldo de la silla de Stella, sin dejar de soltar humo por encima de su hombro. Tras observar la pantalla unos instantes, prosiguió—: En general la gente tarda medio día en darse cuenta. Si adivinas quién va a salir te contrato.

—¿Una mujer? ¿Caucásica? ¿De la época de Cedric Owen? —Stella se sintió halagada y probó con un nombre—. ¿La reina Isabel I?

Sonrió maliciosamente, como un zorro.

—Buen intento.

—Entonces, ¿no me contratas? Negó con la cabeza.

—Lo lamento, pero fabricaron las calaveras al menos tres mil años antes de que naciera Isabel. Aunque eso no significa que no pueda tener un parecido con ella. Las caras se transmiten generación tras generación con una precisión impresionante, pero los hijos de Enrique VIII tenían todos la frente protuberante, apenas cejas y la barbilla estrecha. No es ella.

—¿Calaveras? —Stella giró su silla—. Has dicho «fabricaron las calaveras...», en plural. ¿Hay más?

—Eso dicen.

—¿Y cómo lo sabes?

—Estudié antropología después de arruinar mi carrera como médico. Es algo que te conduce a sitios muy curiosos.

—¿A obsesionarte con las calaveras?

—Eso ya venía de fábrica.

—Menuda infancia fascinante debes de haber tenido.

Volvió a mirar la imagen de la pantalla. El rostro a duras penas parecía el de un ser humano; era como una masa de rasgos borrosos sobre un fondo azul. Stella no habría sabido definir la forma del mentón ni el color de los ojos, que aún faltaban.

Law había regresado a su silla delante de la otra pantalla. Colocó una mano encima para girarla y que ella pudiera verla. Tenía los ojos castaños, fijos, bastante serios.

—Aún puedes marcharte. Quizá sería lo más fácil. Ese cambio de humor la pilló desprevenida.

—David, alguien quiso matar a Kit en la cueva donde encontramos la piedra. Otra persona, o tal vez la misma, entró en su habitación anoche con la intención evidente de intimidarle. No puedo marcharme. Aunque me dijeras que es el objeto más peligroso del planeta, todavía no estoy lista para coger un mazo y poner fin a esto.

Él contestó, medio ausente.

—Davy. No es David, sino Davy. Y por si acaso, no dejes muy lejos el mazo. Cuando te juegas la vida, siempre conviene tener una salida.

Se terminó el café y el cigarrillo al mismo tiempo y luego giró sobre su silla.

—Dime qué te parece.

Inclinó la pantalla hacia ella. Esperaba encontrar mándalas, dioses mayas o las demás calaveras. Sin embargo, lo que vio fueron signos mayas, hileras y más hileras de una escritura incomprensible, lo mismo que había descubierto en los registros.

Se aproximó y apoyó las manos sobre la mesa.

—¿De dónde ha salido esto?

—De internet. Puedes descargarlo de una página en formato .jpg. —Davy Law se posicionó para poder ver a Stella y la pantalla al mismo tiempo—. Es el códice de Dresde, uno de los textos sagrados de los mayas. De los miles que escribieron a lo largo de centenares de años, tan solo cuatro sobrevivieron al vandalismo espiritual de los jesuitas. Este acabó en la Sächsische Landesbibliothek de Dresde, donde permaneció acumulando polvo hasta 1880, cuando por fin alguien entendió lo que contaba. Claro que podrían habérselo preguntado a los indígenas, pero por aquel entonces casi todos los que sabían leer esa escritura habían muerto y por ello le dieron el nombre del lugar donde se tradujo, en lugar de bautizarlo con algo relativo a la gente que lo escribió.

—¿A vueltas con el imperialismo cultural?

—Yo creo que sí. Hay otros tres y sucede lo mismo: Madrid, París y Grolier, aunque el último podría ser falso. Son los vestigios de una civilización que sacaría los colores a la nuestra. Y, según este documento, el mundo llegará a su fin el 21 de diciembre del año 2012.

—Menuda gracia. —Stella notó un regusto metálico en la boca; apartó su silla. Él agarró el brazo del sillón y la acercó otra vez.

—Escúchame bien, esto no es broma. El códice es el producto de una civilización que sabía cartografiar planetas con una precisión que ya quisieran los de la NASA.

—Yo soy astrónoma, así que no intentes engatusarme con argumentos científicos.

—No era su intención cortarle en seco, pero tampoco retiró lo dicho.

—Stella, lo único que intento es abrirte los ojos. Mira...

Abrió otras páginas dando sonoros golpes al teclado. Por la pantalla fueron pasando bloques y bloques de jeroglíficos. Con un entusiasmo inesperado, le dijo:

—Puesto que eres astrónoma, escucha esto. El códice de Dresde es un cuadro de las progresiones de Venus y Marte, igual de preciso que los que podrían hacerse en la actualidad.

Son los cimientos del calendario maya; a su lado, el nuestro es un tablero de la oca. En tiempos de Cedric Owen, cuando nosotros todavía andábamos bregando con la

transición del calendario juliano al gregoriano en busca de un sistema que no hiciera coincidir las Navidades con el verano, los mayas ya llevaban mil años con un calendario que era capaz de predecir un eclipse lunar con una precisión de 0,0007 fracciones de segundo ocho mil años antes o después. ¿Cuándo logramos realizar nosotros una proeza como esa? ¿El año pasado? ¿Hace año y medio, con suerte?

—En el año 2000 esto ya era factible. —Stella se repantigó y se sirvió un poco más de café—. ¿Qué tiene que ver todo esto con ridículas profecías sobre el Armagedón?

Sin que ella se diera cuenta, él se había preparado otro cigarrillo. La observó entre un nubarrón de humo.

—El códice de Dresde es la clave de la cosmología maya. Dividieron el tiempo en épocas de 5.125 años. Ahora vivimos en la quinta época. Según sus leyendas, cada una de las cuatro anteriores terminó con un cataclismo que destruyó las razas humanas que entonces emergían: fuegos, terremotos, tormentas o, en la última, inundaciones.

—¿Estás citando las Escrituras?

—No exactamente. Existen ciento treinta y siete leyendas sobre el diluvio, de culturas diversas, aparte de la que habla de las parejas de animales. Todas las civilizaciones vivas de este planeta recuerdan que nacieron después de una inundación. Por el contrario, los mayas son los únicos que nos legaron un calendario de la próxima catástrofe. El final de la quinta época no será como el de las demás. No es tan solo el final de una época, sino el final de una era, tal como la define la precesión de los equinoccios. Una era dura unos veintiséis mil años y cada una empieza y termina cuando el sol se sitúa en el centro de la galaxia, a veintiocho grados de Sagitario, en un lugar que los mayas llamaban Xibalba be, el Camino al Inframundo. Cuando el sol se oriente en esa dirección, todo habrá acabado. Presenciaremos una catástrofe monumental. Nada de pequeñeces, como una inundación o un incendio, sino la aniquilación total y absoluta, el Armagedón, como debías de estar pensando, y serán los hombres sus causantes, no la naturaleza, como en los demás casos. Esta es la fecha que extrajeron de las traducciones del códice de Dresde. En el calendario maya es el 13.° baktún, 13.0.0.0.0.

Davy Law humedeció un dedo con el poso del café y lo dibujó en la mesa.

—En nuestro calendario, es el 21 de diciembre de 2012.

Aplastó el cigarrillo, ahuecó las manos en la nuca y se quedó mirándola impertérrito.

Stella bebió un sorbo de café. Un rato después, preguntó:

—¿Qué será? ¿El calentamiento global? ¿Una catástrofe ecológica? ¿La aniquilación nuclear?

—Un poco de todo, supongo. Los mayas se destruyeron en un espacio de cincuenta años. Toda una cultura barrida del mapa por la combinación de actos bélicos y un uso desmesurado de los recursos autóctonos. Nosotros estamos haciendo lo mismo a escala planetaria, con lo que el resultado final no será distinto.

—No veo la relación con las calaveras.

—Según cuentan las leyendas, los mayas, o más bien sus predecesores del final de la cuarta época, allá por el tercer milenio antes de Cristo, crearon trece calaveras de cristal que, cuando se reúnan, nos ayudarán a encontrar el camino para salvarnos de la catástrofe que nosotros mismos habremos provocado. Tú tienes una de esas calaveras.

—¿Las calaveras detendrán el Armagedón? —Se mostraba incrédula.

—No lo detendrán, pero nos mostrarán una salida. Una puerta, si quieres.

—¿Y tú crees en todo esto? —Se quedó mirándolo sorprendida, recelosa, rozando la falta de educación.

Él no sonrió, se limitó a encogerse de hombros y volvió a teclear algo, que tampoco sirvió para nada.

—Yo solo te cuento lo que dicen los textos antiguos; aquellos que los escribieron lo creían.

—No esquives la pregunta, Davy.

Apartó su silla del escritorio y levantó un hombro como pidiendo disculpas.

—Sí, lo creo. Esa gente sabía cosas que nosotros perdimos hace mucho tiempo, cuando tomamos el camino equivocado. Y no soy el único, son muchos los que piensan igual.

—Vamos, por el amor de Dios. —Se había levantado y recorría el pequeño despacho de un lado a otro, punteando el aire para reforzar sus palabras—. También hay mucha gente que cree en el segundo advenimiento de Cristo, en las visitas nocturnas del Ratoncito Pérez y en que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva escondidas en el desierto iraquí. Están todos igual de locos. ¿Dónde ha quedado el realismo? ¿La ciencia probada? Dios santo, tú procedes de la medicina. Tratas con la carne, la sangre y los huesos, no con toda esta... inútil basura trascendental.

Se detuvo de golpe ante una foto de Bosnia. Una hilera perfecta de cráneos se extendía a los pies de un Davy Law de sonrisa tenebrosa. Cerró los ojos, pero aun así persistió la imagen.

A su espalda, él habló con calma.

—Un médico fallido. No terminé medicina.

La rabia desapareció con la misma velocidad con la que había llegado. Volvió a sentarse delante de él.

—Lo lamento.

—No tienes por qué, no importa. Stella, ¿qué te ha traído aquí? —No lo decía en broma. Su mirada era pétrea.

—Quería ver la cara de la calavera.

—Pero ya la habías visto, por eso has venido, ¿no te acuerdas? «No dejo de ver una cara». Tú misma lo dijiste. Y te canta. Lo repito: oyes a una piedra dentro de tu cabeza. ¿Eso también es inútil basura trascendental?

Stella no contestó, puesto que no se le ocurría nada. Se inclinó hacia delante agarrándose a los brazos de la silla. Tenía su cara a unos centímetros.

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