La Calavera de Cristal (39 page)

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Authors: Manda Scott

La frase quedó interrumpida dos veces por el sonido de sus pies arrastrándose y por el de una espada que hendía el aire.

Mientras resonaba la última nota aguda se escuchó el grito de un hombre que, entre gruñidos y alaridos, se acercaba a la muerte. Todos los presentes oyeron que un cuerpo caía al suelo. Ninguno era tan ingenuo para pensar que aquel individuo hubiera aprendido una lección distinta de la elegida por su maestro en el último momento.

La voz de Maplethorpe exclamó:

—Es una lástima, pero al menos ha aprendido la lección. —Se alzaba de perfil en la oscuridad, con una mano en jarras y con la otra liberándose de la capa—. ¿Por qué seguimos alumbrados como en una hoguera festiva? ¿No sois capaces de orientaros hasta la casa de Tythe con la ayuda de las estrellas?

Los tres rufianes apagaron sus antorchas. El hombre que pensaban que era Maplethorpe se acercó al que tenía más a mano, que solo logró ver cómo su asaltante le embestía con la mano izquierda antes de que la espada traspasara el cuero de su chaleco y penetrara en el esternón hasta alcanzarle el corazón.

Cayó en el suelo escupiendo sangre. De sus dos compañeros solo uno tuvo la rapidez de reflejos para dar un salto hacia delante entre improperios. Barnabas Tythe, con un valor desconocido, acuchilló al otro por la espalda y le dio una patada en las piernas para tirarlo sobre la nieve.

Ya solo quedaba peligrosamente vivo el tercero de los tres mastines de

Maplethorpe.

Al hombre le traía sin cuidado haberse quedado en inferioridad. Ya había descubierto de dónde procedía el mayor peligro y se abalanzaba hacia Aguilar. Entre resuellos hizo una finta con su mano desarmada y luego asestó un golpe brutal con el otro brazo.

El garrote chocó contra la espada y la rompió. Se hizo un instante el silencio, hasta que Aguilar se arrojó a un lado, rodando sobre sí mismo, y se alzó liberado ya de la capa robada, que ahora envolvía su único brazo. Saltó sobre la nieve esquivando y

sorteando aquel mazo oscilante. Entre blasfemias, su atacante asestó media decena de golpes al español de aspecto fantasmal sin dar en el blanco. Después sacó el puñal que usaba para comer, que reflejaba como las escamas de un pez la luz plateada de la noche.

Costaba más esquivar sus golpes. Si bien el mastín era un hombre corpulento, se movía con agilidad y, además, contaba con el beneficio de la más impenetrable oscuridad a su espalda, y la luz grisácea le iluminaba el camino desde la entrada del college. La luz de las estrellas no alumbraba demasiado, pero para unos ojos que consideraban la noche una amiga bastaba. El mastín tenía más experiencia cazando en las nieves que Aguilar y, encima, llevaba dos armas para enfrentarse con un manco desarmado que solo contaba con una capa para protegerse.

El secuaz de Maplethorpe se movió raudo y con fuerza; en apenas tres movimientos hundió su puñal en el muslo de Aguilar y le dio en la cabeza con el garrote. Owen vio que el español se desplomaba sobre el suelo.

El hombre se acercó para rematar la faena.

—¡No!

Mucho tiempo atrás, Cedric Owen había prometido a Fernando de Aguilar que la ira jamás le haría blandir su espada.

En la matanza jesuita de Zamá que había causado la muerte de Najakmul, en Reims, en Esclusa, en el muelle de Harwich, donde casi los atraparon los agentes de Walsingham, había utilizado navajas, garrotes o incluso (en Zamá) un mosquete y había dejado que el español, con su agilidad de serpiente, atacara a sus enemigos. Tantas veces le había visto usarla en la oscuridad contra muchos más hombres que ahora que había llegado a creer que su amigo era invencible.

Aunque también recordaba aquella noche en Sevilla, cuando Owen utilizó su espada para defender a Aguilar. En este momento no tenía ninguna espada a mano y su navaja no era lo bastante larga, pero a sus pies tenía el garrote de un hombre muerto. Lo recogió, se acercó a su rival andando sobre la nieve y dejó que aquella fría y pesada madera le ayudara a superar su falta de pericia.

No llegaba demasiado tarde. Eso mismo pensó al calcular la distancia que le separaba de su adversario. No llegaba demasiado tarde y ya había usado antes con éxito su espada en nombre de Aguilar.

En eso precisamente pensaba cuando le atacó el hombre del garrote. Le asestó el primer golpe en las costillas y notó que tres de ellas se rompían. El segundo golpe lo recibió en la cabeza; la fuerza del enorme brazo de aquel hombre le fracturó el cráneo y Owen se desplomó.

Durante su lenta y larga caída, Cedric Owen oyó que Barnabas Tythe gritaba su nombre y supuso que su antiguo tutor se acercaba para apuñalar a su atacante por la espalda; a su asesino, en definitiva, porque no había duda de que se estaba muriendo.

Lo único que pensó mientras le acogía la nieve al caer fue que estaba a punto de reencontrarse con Najakmul y que ella sabría que le había fallado.

Capítulo 26

Oxfordshire,

junio de 2007

En una salita cercana a la UCI del hospital Radcliffe de Oxford, un médico adjunto de bata blanca hablaba con la jefa de enfermeras haciendo caso omiso de Stella y Kit, que estaban sentados al lado de la cama.

Olían a humo, dolor y miedo, pero no requerían asistencia médica. Por el contrario, Úrsula Walker estaba vendada e inconsciente. Su rostro fuerte y expresivo acusaba la falta de sueño y el efecto de los fármacos. Las venas se veían más azules en contraste con la pálida piel grisácea, veteada por iracundas líneas rojas que le cruzaban los brazos y la frente.

Por el tubo endotraqueal que le asomaba por la boca recibía aire de un respirador. En las venas de sus brazos entraban gota a gota expansores de plasma. En el cuello tenía conectados otros goteros que dosificaban el líquido más lentamente.

Un tubo de drenaje succionaba fluidos por su costado. En el otro extremo de la cama, una sonda urinaria se llenaba lentamente. En una pantalla, una serie de señales verdes registraban la presión sanguínea y el aire espirado. Un electro de doce derivaciones dibujaba trazos que Stella era incapaz de interpretar.

El médico adjunto firmó unos papeles y se marchó. Al poco, la enfermera corrió las cortinas alrededor de la cama.

A solas con Kit, inmersos en la blancura del hospital, Stella se llevó las palmas a los ojos. La calavera callaba; ya había dado su advertencia. En su lugar, allí donde antes solo había una paz azul, la mente se llenaba de llamas de fuego, del escozor del humo y del olor a carne quemada. Cuando abrió los ojos, las llamas habían remitido, aunque sin apagarse completamente. El olor a humo y a pelo quemado persistía.

—¿Por qué dejé que volviera a entrar?

—No podías habérselo impedido —respondió Kit. El aliento aún le olía a humo. Las palabras salían de su boca envueltas en él.

—Pero ni siquiera lo intenté. Me dijo que sabía lo que hacía, que había encontrado algo decisivo en los diarios. Deseaba tanto que fuera verdad...

—Stell, yo tampoco la detuve. Si se trata de hacernos reproches, al menos repartamos la culpa entre tú y yo.

—Tú apenas estabas consciente, no creo que...

La enfermera entró con su amable agilidad. Descorrió la cortina.

—¿Señora O'Connor? Ha llegado su hermano.

—Mi her... ¿Davy?

Le dio un abrazo breve y desangelado. A Kit, atónito y callado, le reservó un apretón de manos y le dijo:

—No te hagas mala sangre, nadie es capaz de detener a mamá cuando se le mete algo entre ceja y ceja, lo sabes perfectamente. —Asintió con la cabeza hacia la enfermera—. Gracias. ¿Puede dejarnos solos un momento?

Ella se retiró con discreción.

—Les comunicaré los resultados de las analíticas en cuanto estén.

Davy llevaba una bata blanca. La sonrisa que le dedicó la enfermera fue más expresiva que la que les dedicó a Kit y a Stella al salir.

Davy se quedó a los pies de la cama y, tras observar los monitores, hizo una mueca quejumbrosa. Su voz apenas tenía matices.

—Tiene dañado el endotelio, la membrana pulmonar. El humo contenía cloro. No fue un simple incendio provocado, lo planearon para asesinar a todo aquel que estuviera en la casa. Por lo que veo, Úrsula, quiero decir, mamá, se dio cuenta del peligro a tiempo. Me parece que los bomberos no terminaron de entenderlo cuando la sacaron de allí, pero por lo visto llevaba un paño de lino empapado de limonada sobre la cara, lo que le sirvió de protección contra el ácido. Seguramente es lo único que explica que aún esté viva.

Hablaba fríamente, en el tono clínico de los médicos. En ningún momento apartó la mirada de la pantalla. Stella le cogió de los hombros, lo acompañó a una silla y le empujó con suavidad para que se sentara, cosa que al final hizo.

—¿Se pondrá bien? —preguntó.

—Si sobrevive hasta mañana, seguramente saldrá de esta. Es posible que queden secuelas y deba llevar siempre una bombona de oxígeno, pero sobrevivirá. Aunque no sé si nos estará muy agradecida por condenarla a una vida así.

—No es tan horrible como crees. La esperanza mueve montañas —intervino Kit. Durante unos momentos mantuvieron un silencio tenso y nítido. Por primera vez,

Davy Law desvió la mirada de los monitores hasta la cama. El contorno de sus ojos

estaba enrojecido. El sol del verano curdo había dado a su piel un tono amarillento. Le temblaban las manos por la necesidad de nicotina, o por el dolor de ver de aquel modo a su madre, por la presencia de Kit, o por todo a la vez.

—Ya me han contado lo que sucedió en la cueva. Lo siento.

—Yo también lo siento —reaccionó Kit—, pero prefiero estar aquí, dando lástima a todo el mundo, que no estar.

Durante el silencio que siguió, uno de los dos podría haberle llevado la contraria, sostener que nadie le tenía lástima, pero no lo hicieron.

Stella sintió la presión de la rodilla de Kit sobre la suya; tan solo por eso no dijo nada. Vio que Davy Law cogía aire, lo retenía y luego lo espiraba lentamente, agitando la cabeza.

Al cabo de un momento sentenció:

—Creo que yo preferiría que me odiaran antes de que me tuvieran lástima. Aunque si generas ambas reacciones, la cosa se complica.

—Yo nunca te he tenido lástima, Davy.

—Pero me has odiado ¿verdad?

—¿Qué iba a hacer?

En ese momento se enfrentaron cara a cara, desplegando el pasado ante sus ojos. Las cortinas les contenían, esos velos ligeros que mantenían el mundo a raya

mientras se ponía remedio a algo que en su día se rompió; o quizá no, no estaba

segura. Sobre la cama, el pecho de Úrsula Walker subía y bajaba con el suspiro del respirador.

Stella percibió un cambio en la rodilla que tenía pegada a la suya.

—¿Cómo es que no sabíamos que Úrsula era tu madre? —preguntó Kit. Davy Law sonrió con un rictus, enseñando su pésima dentadura.

—No hablamos demasiado de ello. Y, al fin y al cabo, tampoco habíais reparado en el parecido familiar.

—Porque no os parecéis.

—Sí nos parecemos. —Se inclinó sobre la cama para colocar la cabeza al lado de la de Úrsula y abrió sus enrojecidos ojos grises de par en par. Con sumo cuidado levantó un párpado a su madre para que apreciaran el gris azulado, casi de acero, que escondía. Era posible imaginar sus ojos sin el bermellón y el amarillo y pensar que serían iguales. Eso mismo dijo—. Nos parecemos en los ojos.

—Tendríamos que habernos dado cuenta —se recriminó Stella. Davy se encogió de hombros.

—Nunca se da cuenta nadie, pero si te apetece seguir culpándote por todo, tú misma. —Se incorporó y se sentó—. Por lo demás, tienes razón; para mi madre yo soy la pesadilla de aquellos tiempos. Ella quería un niño precioso, brillante, inteligente, que continuara la estirpe ininterrumpida desde antes de que llegaran los romanos y lo único que obtuvo fue un renacuajo con dientes de conejo y unos pelos que parecen colas de rata.

Stella se quedó mirándolo. Él respondió con una mueca.

—Eso me lo inventé yo. Si Kit ha usado esas palabras alguna vez es porque me las ha copiado.

—Culpable, señoría —confesó Kit. Davy se encogió de hombros.

—Pero me dejó volver a la finca cuando metí la pata en Cambridge y no pude seguir estudiando medicina. Ella me abrió las puertas en el mundo de la antropología, de modo que al final sí terminé siguiendo sus pasos.

Alargó un brazo y le acarició la mejilla con un dedo.

—Me llevó con ella a Laponia. Es el único lugar del mundo donde no te juzgan por las apariencias. Allí ambos descubrimos el respeto mutuo; entre el hielo, la nieve y el orín de reno nos respetamos más de lo que lo habíamos hecho jamás. Cómo me gustaría que no nos lo arrebataran ahora...

Despojado de toda ironía y sumido en la tristeza, el perfil de su rostro era otro.

—Tengo la piedra corazón. Si podemos ayudar... —dijo Stella emocionada. Él negó con la cabeza.

—Lo único que podéis hacer es encontrar el corazón del mundo y llevar la piedra hasta allí en el momento indicado. Ha dedicado toda su vida a ello.

—El momento indicado es mañana, al salir el sol, pero aún no sabemos dónde será

—intervino Kit—. A no ser que encontremos a alguien que sepa traducir los últimos dos tomos, no podremos hacerlo. No sabrás por azar leer signos mayas, ¿verdad?

Más allá del cabecero de la cama se abría una ventana. Davy observó la noche oscura.

—Sí sé, pero necesitaría los diccionarios de mi madre, y estaban todos en la casa. Existen copias en la Biblioteca Bodleiana, pero no abrirá hasta mañana.

La bolsa de orina estaba casi llena. Davy cogió una probeta graduada vacía y la llenó. Por unos instantes el espacio entre las cortinas se impregnó de un olor acre.

Observó el volumen, lo apuntó en un gráfico del historial y sostuvo la probeta.

—Voy a vaciar esto y luego, si queréis, veremos qué se nos ocurre para las próximas... —Se detuvo al oír el segundo tono de un teléfono; abrió unos ojos como platos—. No me digáis que os habéis dejado el móvil encendido... Nadie sabe qué es la ira hasta que ha visto a una enfermera de la UCI que cree que sus monitores corren peligro de una interferencia electrónica. Nos va a hacer picadillo y nos lo habremos buscado porque... ¡Stella!

—No es el mío, es el tuyo. Es un mensaje.

Davy llevaba el móvil en la chaqueta; se la había quitado al llegar y estaba sobre el respaldo de la silla. Stella lo sacó del bolsillo y se lo dio. En ese instante vio cómo él palidecía.

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