La Calavera de Cristal (5 page)

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Authors: Manda Scott

«Encuéntrame y vivirás». Se lo tomó como una promesa, para ambos.

Llegó a un espacio seguro y se puso de rodillas entre gemidos de pavor; hablaba consigo misma en salvajes arrebatos, pero los dientes le castañeteaban tanto que ni ella misma se entendía.

Bebió agua y se obligó a calmarse. Aunque le costara, imaginó a Kit, vivo, sano y a salvo, esperándola en la entrada de la cueva.

Sin previo aviso, el solo hecho de pensar en él le arrancó unas lágrimas.

—Kit... Espero que estés a salvo.

En su cabeza resonó la textura de su voz: «Nos vemos en el coche».

Comprobó la hora en su reloj. Acababan de dar las dos y media de la tarde; habían transcurrido cinco horas desde la última vez que había visto la luz del sol. En voz alta exclamó:

—Antes de las tres habré llegado al coche. Aunque sea tarde, en el hotel nos servirán un almuerzo. O, mejor aún, pediremos algo al servicio de habitaciones, nos quedaremos en la habitación y festejaremos nuestro regalo de bodas.

Al levantarse vio que se hallaba en un túnel ancho, sin amenazas por ningún lado. La roca ya no estaba húmeda, sino que era lisa y se inclinaba hacia arriba unos cuatro o cinco grados. Más adelante, a lo lejos, divisó un primer atisbo de gris en toda esa negrura. Stella Cody comprobó la brújula, el mapa y el reloj, se acomodó la mochila sobre los hombros y echó a correr hacia la luz.

Con un hilo de voz tan fino que tuvo que aguzar el oído para escucharlo, la piedra calavera entonó una única nota de advertencia.

Capítulo 3

París,

agosto de 1556

París sudaba bajo el manto del estío. El humo de miles de fogones cubría como una capa las azoteas y el hedor a cloacas embozaba las calles. La vida languidecía hasta casi detenerse. En las rúas y callejuelas que serpenteaban por las márgenes del Sena no podía hacerse nada más que aguardar a que lloviera, a que soplara el viento o, Dios mediante, ambas cosas, para despejar el aire y sanear los desagües.

Pero a algunas cosas, entre ellas el nacimiento y la muerte, no parecía importarles el calor que hiciese. Así fue como Cedric Owen, conocido por aquellos que le rodeaban con el nombre de monsieur David Montgomery (un escocés que, evidentemente, prestaba su absoluta lealtad a su serenísima majestad, el rey de Francia, y a su aliado, el Papa), se encontró con fluidos y sangre hasta los codos en un parto muy difícil.

Era el cuarto que asistía desde su llegada a Francia. El primero se había resuelto bien, lo que le había granjeado buena reputación entre la gente de la calle a la que atendía. El segundo fue el parto de la esposa de un sastre que antaño le había cosido las calzas al señor de Montpellier, que era un pez pequeño en la corte.

El tercero tuvo lugar una noche en la que lo sacó de la cama un hombre a caballo que llevaba su propia espada. La mujer postrada en cama era su amante y habían hecho trizas las sábanas de lino blancas para restañar, a modo de apósitos, la hemorragia. Que sobreviviera se consideró un pequeño milagro, en buena parte atribuido a la negativa de Owen de utilizar sanguijuelas. Más adelante trascendió que el amante de la mujer era primo del señor de Montpellier y un pez bastante más gordo en la corte.

Y así fue como, sin más deseos ni esfuerzos por su parte que los de seguir su vocación profesional, la tarde del 17 de agosto, apenas tres semanas después de su llegada a Francia, con Venus en el ecuador de Libra, y Júpiter en amable trígono con Marte, Cedric Owen socorrió a una camarera de la reina que había roto aguas casi un mes antes de salir de cuentas y que, según se lamentaban las mujeres que la auxiliaban, iba a dar a luz a una liebre o a algo peor.

No estaba pariendo ninguna liebre, pero la situación no era mucho más halagüeña. Owen, desnudo hasta la cintura y arrodillado en el suelo de tablillas al

pie de la cama de partos, cerró los ojos para concentrarse en el tacto tras introducir los dedos en toda su longitud y palpar las criaturas. Intuyó malas noticias.

Hablaba un francés pasable y su acento escocés era considerado encantador por todo el mundo. Con ese mismo acento dijo:

—Muy señora mía, palpo dos cabezas. Estáis a punto de alumbrar mellizos. Si vivirán o no, no puedo decíroslo, pero la carta de la fortuna, que yo calculo con los métodos modernos, se halla en este momento en la constelación de Géminis, lo cual solo puede ser propicio.

El rostro de la mujer se hallaba más allá del montículo de su vientre. Le buscó con la mirada y él se la devolvió con toda la compasión que supo reunir, consciente de la intimidad de aquel momento, mayor incluso que en el instante de la concepción. Esmerándose por no mancillarlo, la animó:

—Ambos están orientados en el útero. Me veo obligado a empujar a uno hacia atrás para cederle camino al otro. ¿Me dais vuestro permiso y el de vuestro esposo para elegir cuál de vuestros hijos nacerá primero?

No era una pregunta baladí; las vidas veían la luz o quedaban truncadas por culpa del orden de nacimiento. Suponía que vacilarían o que desearían participar en la decisión. Notaba las cabecillas y las palpó en búsqueda de algún exceso o carencia de alguno de los tres elementos que constituían su naturaleza, intentando descubrir cualquier aspecto que pudiera descuidar y que más adelante indicara que uno era más fuerte que el otro.

Pensó que quizá uno de ellos tuviera una inflamación en la coronilla, lo que indicaría un refuerzo del aspecto mercúrico, que ya sería algo en lo que basarse. Palpó al otro para despejar cualquier duda, y al hacerlo se dio cuenta de que el silencio que le rodeaba se había vuelto más espeso, lo cual no era consecuencia de su indecisión.

Volvió a abrir los ojos, miró a su alrededor y advirtió cómo se persignaban una y otra vez los acompañantes que la auxiliaban, en particular Charles, aquel joven que, obligado a madurar a temprana edad, se le había presentado como el padre. El chico, de tez cenicienta, se apoyaba en el encalado de la pared y se santiguaba una y otra vez.

A Owen jamás le había impresionado demasiado la mezcla de juventud y dinero que emponzoñaba las cortes. Se permitió un retintín en la voz que habitualmente no habría empleado en una sala de partos.

—¿Caballero? Dios guía mi mano, pero requiero vuestro permiso antes de proceder.

Habría podido dirigirse a ellos en portugués o en inglés, porque poco caso le hacían. El joven cortesano le respondió con voz insípida:

—En junio la reina dio a luz a gemelas. Una falleció en el parto. La otra, Victoria, sigue bajo los cuidados de los mejores médicos del país. Hay quien opina que vivirá,

pero la mayoría no lo cree. No podemos tener gemelos al igual que la reina. El rey lo consideraría de mal agüero.

Owen sacó su mano del estrecho canal del parto y levantó la mirada por encima de la hinchada línea del vientre para observar a la parturienta. El miedo de sus ojos era por sus hijos y por los terribles dolores que recorrían su cuerpo, más que por cualquier superstición cortesana.

Para tranquilizarla, colocó las manos donde ella no pudiera ver que estaban cubiertas de sangre, y le habló sin ambages:

—Madame, puede que llevéis tres niños en vuestro seno; no es inaudito, y aunque no fuera así, no podemos sino permitirles que vean la luz del día. El rey Enrique es razonable. Dudo que os considere un mal presagio para su prole.

Observó que movía la boca, pero no logró distinguir sus palabras. La mujer se humedeció los labios, aunque tenía la lengua seca, y probó otra vez.

—Proceded como debáis. Elegid según vuestro parecer.

La auténtica valentía de aquella mirada era lo que había despertado la vocación de Cedric Owen y la razón por la que la había conservado ante la idiotez, la superstición y la peste. Con un extraño aunque conocido dolor inflamándole el pecho, pidió a la más calmada de las sirvientas que trajera más agua caliente y sábanas limpias; luego buscó en su mente la presencia de la piedra azul que había marcado el devenir de su vida y le había auxiliado en múltiples ocasiones en el desempeño de esa vocación. La guardaba bajo una tablilla del suelo de la posada, envuelta en arpillera marrón y bien escondida, pero desde la distancia llegó hasta él, tal como había hecho desde su primera incursión en la medicina. Durante un momento sintió que flotaba en un cielo azul despejado y contempló el mundo desde las alturas, con la bulliciosa humanidad semejando miles de hormigas allá abajo. Entre las hormigas, brillantes como el polvo dorado durante la cosecha, estaban los pacientes a los que atendía.

Al volver en sí, manteniendo la lejanía y la proximidad equidistantes, Cedric Owen prestó toda aquella atención renovada a la mujer y a las dos nuevas vidas que había acariciado con sus dedos.

—¿Monsieur Montgomery?

* * *

Escuchó la voz desde lo lejos. Estaba sentado en el húmedo suelo de madera

recién fregado por las criadas jóvenes y oyó cómo mamaba la única criatura que había sobrevivido. La carta de la fortuna había permanecido en Géminis el tiempo necesario, por lo que había nacido bajo su estrella, pero había avanzado antes de que el segundo pudiera ver la luz, y las pinzas de Cáncer le habían cortado la respiración. Esa criatura ya había sido envuelta en sábanas y depositada a un lado. Habían hecho llamar a un cura, que les había hablado primero en latín y luego en un francés antiguo que la joven madre había entendido, tras lo cual se había marchado sin dejar de santiguarse.

Owen se sintió exhausto, incluso cuando los dolorosos calambres del brazo se volvieron tan dulces que deseó atesorarlos; cuando la cercanía de una nueva vida se convirtió en un obsequio que lo transportó más allá del miedo, de la esperanza, de las nimiedades de todo cuanto le rodeaba.

Por un instante, incluso había olvidado el sobrenombre que había adoptado.

—¿Monsieur Montgomery? La reina reclama vuestra presencia.

—¿La reina? —De repente recordó quién era y dónde estaba. Catalina de Médicis no era conocida precisamente por su paciencia—. ¿Por qué?

El rostro de Charles, padre de una niña muerta y de otra viva, había adoptado un tono gris enfermizo. Enseñó los dientes haciendo una mueca que fingió ser una sonrisa.

—A su majestad le han llegado rumores de nuestra... dicha. Desea conocer al joven doctor escocés que ha traído a una niñita tan sana a este mundo.

Los dos bebés habían sido niñas. A la que había sobrevivido la habían llamado, como no podía ser de otro modo, Victoria, en honor a la hija que había bendecido la vida de la reina Catalina de Francia y de Enrique II, su esposo.

Y ahí radicaba el problema. No tan solo la hermana del rey había contraído matrimonio con Jacobo V de Escocia, el más potente aliado de Francia en las complejas guerras políticas y personales que asolaban Europa, sino que también la misma hija de Jacobo, la joven María Estuardo, reina de los escoceses, había desposado al hijo mayor de Enrique. La corte francesa acogía a tantos escoceses como franceses, y cualquiera de ellos descubriría a los pocos minutos de conversación que el joven escocés pelirrojo, con unos ojos que, según la luz, se veían castaños o verdes y que era el deleite de las damas, apenas lograba recordar nada de Escocia, de su pueblo o de su política.

Si descubrían que era inglés, podrían mandarlo a su país para juzgarlo por hereje. O podrían sencillamente invitar a uno de tantos representantes de su santidad, el papa Pablo IV, para que lo juzgara allí mismo. La Inquisición era muy activa en París, al igual que en toda Europa. En cualquier caso moriría en la hoguera, si tenía suerte o, en caso contrario, por las torturas a las que le someterían antes.

Cedric Owen se levantó para coger la camisa que había dejado doblada en un ropero del rincón. La corte francesa, incluso más que la inglesa, era conocida por su procacidad, y la reina se situaba a la cabeza cuando de marcar tendencias se trataba. Owen se observó de arriba abajo. Siempre había renunciado a la moda londinense que salpicaba a esa corte en miniatura que era Cambridge. Llevaba las calzas limpias, que era el mayor elogio que se les podía hacer; el tejido era todo lo bueno a lo que se podía aspirar en Cambridge, pero era de hilado casero y no iba a resultar del agrado de los nobles más refinados de Europa. Su capa era de buen terciopelo, pero, al igual que el resto de su ropa, era de color marrón. Recordó (y al tiempo lamentó) haber hecho caso a la hija del pañero, quien le había asegurado que el color hacía juego con sus ojos. De todos modos daba igual, porque la había dejado en la posada, junto con el sombrero.

Al mirar de nuevo al frente vio que Charles lo observaba fijamente.

—La reina será comprensiva con vuestro atuendo. Lo que busca es vuestra pericia, no las señas de vuestro sastre.

Owen hizo una humilde reverencia, puesto que resultaba más fácil que hablar, y señaló hacia la puerta. Al salir se cruzaron con el pequeño ataúd que contenía el cadáver de la niña.

Cedric Owen jamás había pisado una corte. Avanzó por pasillos a cuyo lado los de su antigua Universidad de Cambridge le resultaban más y más pequeños, él que los había juzgado siempre un alarde de grandiosidad. Subió por interminables escalinatas y le hicieron pasar a una antesala de la estancia donde yacía la criatura enferma; una pieza con paneles de roble que olía a azufre, aceite de romero y, aunque de forma más tenue, a agua de rosas y a padecimiento. En una de las paredes laterales habían cerrado las estrechas ventanas con postigos para contener el sol deslumbrante del atardecer, pero habían dejado abiertas las del otro lado, de modo que se percibía un levísimo susurro de brisa en la sala, lo que para Cedric Owen era lo más parecido a ser testigo de un milagro.

En un extremo de la sala se agrupaban algunos hombres maduros a quienes parecía unir la convicción de que las largas barbas y las togas negras les concedían un aire de erudición. Owen los observó de soslayo y concluyó que no suponían un gran peligro.

Era la reina quien captaba prácticamente toda su atención: su vestido de seda de color marfil con lazos de un amarillo pálido alrededor de la cintura y del dobladillo, y los diamantes que lucía en cuello y cabello, que bien podrían pagar el rescate de cualquier emperador. Con una sola ojeada advirtió que había estado llorando, si bien las mujeres encargadas de velar por su aspecto habían realizado un excelente trabajo para ocultar cualquier rastro de lágrimas.

La parte de él que no abandonaba su profesionalidad admiraba su fortaleza. Catalina de Médicis había dado a luz hacía apenas dos meses, si bien, a juzgar por su cuerpo y su rostro, podrían haber transcurrido dos años perfectamente. Toda la corte estaba al corriente de que su marido, el rey de Francia, estaba enamorado de su amante, Diana de Poitiers, y tan solo se acostaba con su esposa cuando lo exigía su deber de proporcionar herederos a la Corona. Que pudiera mostrarse tan regia pese a las circunstancias obedecía a su educación como miembro de los Médicis. El poder engendra poder, y los Médicis jamás anduvieron faltos de las condiciones para gobernar. En aquel momento ese legado irradiaba por todos sus poros y empequeñecía a los hombres presentes en la sala.

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