La Calavera de Cristal (8 page)

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Authors: Manda Scott

—Así es. Pasé medio año en Cádiz como parte de mis estudios, donde aprendí las técnicas de los médicos moriscos que allí ejercen.

—En ese caso dispondréis de buenos cimientos para lo que debo enseñaros. Magnífico. —Nostradamus repitió su reverencia y exhibió una vez más la copa de su bonete—. Hace demasiado calor para viajar, y todo París llorará la muerte de la joven princesa. No podréis abandonar la ciudad hasta dentro de diez días como mínimo. Si os presentáis mañana al alba en mis aposentos, os haré entrega de esos libros y podréis leerlos a mi lado. Podréis preguntarme cuanto necesitéis y, una vez leídos, sabréis lo suficiente para realizar las operaciones necesarias. En concreto, vuestro ámbito de estudio deberían ser las amputaciones.

Ya en la puerta, se volvió; su mirada era aún oscura.

—Hasta mañana, os dejo con vuestra piedra corazón. Contad con mis mejores deseos, que vuestra empresa llegue a buen puerto. En vuestros hombros recae el destino de los mundos y de los hombres.

Capítulo 4

Montaña de Ingleborough,

Parque Nacional de Yorkshire Dales, mayo de 2007

Stella querría haber vuelto a entrar en la cueva, pero la gente del equipo de rescate no se lo permitió. Pasaban dieciocho minutos de las tres cuando había llegado a donde tenían el coche. A las tres y media, después de quitarse el traje de neopreno, ponerse unos pantalones cortos y una camiseta limpia, lavarse las manos y la cara, beber media cantimplora de agua y echarse el resto por la cabeza, encontrar algún rincón alejado de la carretera para orinar, devorar los bocadillos de queso y tomate, agrios tras un día entero bajo la solana, y aún sin noticias, había llamado al móvil de Kit.

A las cuatro menos cuarto, todavía sin respuesta, había llamado al hotel, al Bede's College, en Cambridge, y a los dos amigos de Kit en el norte de Yorkshire que a su juicio no iban a dejarse llevar por el pánico. Notificó a todo el mundo que no sabía dónde estaba su marido. Pero no mencionó a nadie la calavera ni el cazador de perlas.

A las cuatro y media, cuando el sol estival seguía calentándole la espalda y sus manos continuaban tan frías que era incapaz de sostener el teléfono, había llamado a la policía, que a su vez había informado a los Servicios de Rescate Espeleológico, que acudieron en tropel: una docena de hombres y mujeres que ansiaban una oportunidad para adentrarse en las profundidades.

Eran eficientes e iban bien equipados, con sus radios de onda corta, clinómetros, ascendedores, grigris, poleas, bagas de anclaje, brújulas y planos detallados del complejo de cuevas de White Scar. Comparado con aquello, su mapa hecho a mano parecía una niñería.

Pero, a pesar de todo, eran espeleólogos y sabían que Stella era de los suyos, así que hicieron todo lo posible por ser amables.

—Está bien... francamente bien. Esta la hicimos en noviembre y fue un calvario. Es comprensible que se haya caído en el desvío.

—El tramo de arrastre en la repisa... una pesadilla... Tendríamos que haberlo anclado nada más entrar. Se desvió en ese punto, ¿verdad?

—Desde allí el desnivel es de más de ciento veinte metros. Allí es donde se desvió,

¿no? ¿En el punto de ascenso?

—... agua en el fondo. Puede que aún esté vivo...

—¿Crees que hay una abertura más arriba, en la pared? ¿En serio? ¿Y pinturas rupestres en la cueva? Quizá podríamos acercarnos mañana. Tú llevarías la batuta en lo que a la ruta se refiere, ni que decir tiene, pero nosotros podríamos cartografiarlo con exactitud. ¿Andy? ¿Dónde está Andy? ¿Alguien ha visto a...?

—Menos mal que no ibais atados el uno al otro. Bien pensado. Fue aquí mismo, en el punto de ascenso, ¿verdad?

—¡NO... LO... SÉ!

El eco de su alarido rebotó por toda la montaña. Acto seguido se hizo un profundo silencio. Stella notó las miradas cruzadas por encima de su cabeza y los ojos entornados. Luego, un repentino cambio: una actividad febril mientras recogían el material y se preparaban comunicándose mediante gestos y contacto visual.

La dejaron en manos de la joven sargento de policía que se ocupaba de la radio y llevaba rato formulando las preguntas de rigor. Todo aquel tiempo la calavera había permanecido en su mochila, radiante como el relámpago, murmurando advertencias sin cesar.

Debido a la calavera, y a su imperiosa insistencia, contó medias verdades sin entrar en detalles. Lo hizo por la calavera y por Kit, porque él había arriesgado su vida por ella, porque el peligro había sido auténtico y ella aún no sabía si estaba sano y salvo.

Por todos estos motivos no explicó por qué estaban en esa cueva ni lo que habían encontrado ni que no tenía la menor idea de dónde había caído él, ni tan siquiera si había caído, puesto que ella iba muy rezagada. Se limitó a indicar dónde creía que podría haber caído y rezó para que se equivocara.

—Tardaremos una hora, tal vez un poco más. Ahora tendrías que comer algo, ¿no te parece?

Una mano de neopreno le dio una palmadita en el hombro. Media docena de caras le dedicaron una sonrisa y se lanzaron a la oscuridad por ella y por una historia relatada a medias. Ella les respondió con una sonrisa, intentó no parecer histérica y recorrió el camino de bajada hasta el coche.

* * *

—¿Señora O'Connor?

Se aproximaba otro agente de policía, un hombre alto con sombrero chato y un uniforme más reluciente que la guardia que había dejado en la boca de la cueva. Bajaba la pendiente a zancadas y a toda prisa.

—Señora O'Connor...

Las ovejas pacían medio escondidas entre los helechos; eran algunas hembras y sus corderos de cola larga, que aún pensaban más en retozar que en alimentarse. En el cielo revoloteaba un águila ratonera. La calavera emitió una nota aguda de advertencia, como había hecho en la cueva.

Stella, que empezaba a barajar la posibilidad de que estuviera volviéndose loca, se agachó para mirarse en el retrovisor del coche, para asegurarse de que seguía siendo la misma mujer que se había levantado de la cama esa mañana con el corazón desbocado de alegría. Su cara parecía retraída, angulosa, de rasgos fuertes, con demasiadas pecas para ser elegante, y en aquel momento incluso con demasiado barro en los rincones a los que no habían llegado las toallitas, con manchas rojas poco atractivas y unas ojeras azuladas. El fantasma de Kit le besó el pelo. «Hermosa mujer. Te quiero, por mucho barro que te embadurne».

—Kit...

—Señora O'Connor... —El agente llegó hasta ella sin aliento. Se inclinó, apuntaló las manos en sus rodillas como abrazaderas y obligó a respirar a sus cansados pulmones—. Señora O'Connor... la necesitamos... suba conmigo la cuesta. El equipo de espeleólogos está... hablando por radio. Les parece que han encontrado...

Alguien dio un fuerte portazo al salir de un coche.

—Se llama Cody, es la doctora Stella Cody. No ayudáis a nadie restando importancia a sus logros.

—¡Tony!

Le flaquearon las piernas. Le temblaron las rodillas. Tony Bookless era un hombre de considerable estatura, con un traje perfectamente a medida y el pelo corto y plateado. La agarró de un brazo y lo mantuvo sujeto unos instantes. Ella recuperó la voz y logró dirigirse a él.

—No hacía falta que vinieras... No te he llamado para eso... Has venido de tan lejos...

La abrazó con fuerza. La voz de él zumbó en las profundidades del pecho de

Stella.

—No he venido desde Cambridge. Estaba en Harrogate en un congreso; está a un paso. Los del despacho me llamaron en cuanto te pusiste en contacto con ellos y me acerqué en cuanto pude. Dime, ¿qué quieres que haga?

Tony Bookless, cuadragésimo tercer rector del Bede's College, tenía edad para ser su padre. Era firme, seguro, certero, con un porte heredado de antiguo militar y un intelecto forjado por años transcurridos en su torre de marfil. Había sido uno de sus dos testigos de boda. Stella aceptó la mano que le ofrecía y se sintió persona por primera vez en muchas horas.

—¿Puedes hacer que Kit esté vivo? —Su voz sonó áspera en aquel repentino silencio.

—Ay, Stella...

La acurrucó en su pecho, donde el mundo estaba a salvo. Tendió una mano por encima de su hombro y se presentó al policía que estaba detrás de ella.

—Sir Anthony Bookless, catedrático y rector del Bede's College, en Cambridge. El doctor O'Connor trabajaba, perdón, trabaja a mi cargo. Como en breve hará también la doctora Cody. Si puedo serles de alguna ayuda, le ruego me lo comunique. ¿Usted es...?

—Detective inspector Fleming, señor, del Departamento de Policía del norte de Yorkshire. Nuestro equipo de espeleólogos ha seguido las magníficas indicaciones de la señora O'Con... quiero decir, de la doctora Cody, y han localizado... el lugar que nos ha descrito. Ahora mismo se encuentran en el fondo de una pared de ciento veinte metros y creen haber encontrado... lo que buscaban.

Ciento veinte metros. La gravedad volvió a succionarla, aquella negrura insondable, aquella pendiente resbaladiza de la cornisa que la arrastraba a profundidades desconocidas.

«Si alguien se cae y llega al fondo, basta para partirse el cuello».

«Pero no nos caeremos». Ciento veinte metros.

Levantó la vista. Dos hombres la estaban mirando y esperaban.

—¿Para qué me necesitan? —preguntó, todavía paralizada.

Fleming se miró los pies. Era listo, avispado, pero carecía del don de gentes de su compañera.

—En algún momento tendrá que... identificarlo, pero no hasta que salgan, y tardarán un buen rato. Mientras tanto, parece que estamos ante un... caso de homicidio. La sargento Jones me ha comentado que en la cueva alguien los perseguía, que quizá al doctor O'Connor lo empujaron desde la cornisa. ¿Ha prestado ya declaración sobre ello?

Hablaba mirando a su alrededor, dando rodeos, pero despuntaba un hecho.

—¿Han encontrado a Kit? ¿Está bien? —preguntó Stella.

—Querida, no suelen pedir que se identifique a los vivos —contestó el rector.

Tony Bookless la había tratado siempre de igual a igual. Mientras Fleming fruncía los labios y buscaba nuevas formas de no hablar claro, el rector de Bede, mentor, jefe y amigo de Kit, agarró a Stella por el hombro, la giró y se agachó para mirarla a los ojos. En la compasión sencilla y firme de ese gesto se entreveía la verdad a la que no quería enfrentarse.

Por primera vez en su vida, Stella sintió que la realidad se desmoronaba a su alrededor. Una parte de ella estaba en aquella ladera frente a un inspector de policía que pretendía iniciar una investigación por homicidio. Pero la mayor parte de su ser seguía en la oscuridad, balanceándose sobre un palmo de roca, con una luz que bamboleaba allá adelante. Tan solo en esa parte Kit seguía vivo.

Vio cómo la boca de Tony Bookless se abría y se cerraba como la de un pez bajo el agua. Desde la distancia oyó que preguntaba algo.

—El inspector Fleming quiere saber si había alguien más en la cueva, alguien que os quisiera perjudicar. ¿Lo recuerdas?

Una parte de ella que todavía lograba funcionar contestó:

—Le vi desde arriba. La perspectiva te confunde, pero parecía fornido, igual que vosotros.

—Entonces era un hombre, ¿está usted segura? ¿Pudo verle? —Fleming sacó rápidamente su libreta de un bolsillo.

Estaba harta del inspector Fleming y de su entusiasmo profesional. La rabia le despejó la cabeza.

—No, no le vi. Y sí, creo que era un hombre, pero no puedo asegurarlo. Yo estaba en la pared de encima de la cornisa. Kit se había llevado mi segunda linterna y llevaba un buen trecho de ventaja. Me encaramé a la pared superior para apartarme del camino. Esa persona pasó por debajo de donde yo estaba. Lo único que vi fue la luz de su linterna.

—¿Escalaste la pared de una cueva en la oscuridad y sin linterna? —Tony Bookless la observó todavía más asombrado—. Stella, eso es... tremendamente peligroso.

De algún modo, aquello era un cumplido. Notó que se ruborizaba.

—Estaba desesperada.

Fleming no se impresionaba tan fácilmente. Se acercó a ella y apoyó una mano en el techo del coche.

—Habrá algo que pueda ayudarme. Han transcurrido cuatro horas desde lo acontecido. A cada hora que pasa, desaparecen pruebas. ¿Es usted consciente de ello?

Stella desvió la mirada.

—No llevaba linterna. Estaba colgando de una roca con una pendiente de diez grados. Intentaba por todos los medios no caerme y morir.

—Veremos si podemos mandar a alguien en busca de huellas, ¿le parece? — Fleming llevaba una radio en el bolsillo. Se dio la vuelta y habló por ella con prisas.

Tony Bookless suspiró. Le susurró para que solo ella le escuchara:

—He aquí un hombre que cree lo que ve en la tele. Esta misma noche traerá aquí a un equipo y se pondrán a reconstruir los hechos, ya verás. —Tenía los ojos fijos en ella—. Bueno, al menos te he hecho sonreír, menos mal. Pero sigo sin entender por qué iba a perseguiros alguien en una cueva. Kit y tú sois las últimas personas de este mundo que podríais haber hecho enfadar a alguien hasta ese punto.

—No nos buscaba a nosotros. Hemos encontrado...

Se dispuso a abrir la mochila para mostrarle la piedra. En sus labios se acumulaban palabras de descubrimiento, de explicación, de triunfo, que tan solo alguien como Tony Bookless era capaz de comprender.

No obstante, no llegaron a salir. En la región azul de su mente la piedra corazón la despojó de sus palabras y las intercambió por otras de su propio cuño. Con limitada sinceridad prosiguió:

—Kit tenía la calavera de cristal, la piedra corazón azul de Cedric Owen. La llevaba en la mochila. Esa persona andaba detrás de la piedra, estoy segura.

—¿La piedra corazón de Cedric Owen? —De pronto, los ojos de Tony Bookless se abrieron como ventanas que daban a su alma afligida—. ¿Y la tierra se la ha tragado con él? ¿La hemos perdido?

Ella lo abrazó otra vez para ocultar su rostro.

—Lo siento. No habrá resistido una caída de ciento veinte metros. Lo máximo a lo que podemos aspirar es a que localicen la mochila. Al menos tendríamos los fragmentos rotos para demostrar por qué nos adentramos en la cueva.

* * *

Como suele suceder con las mentiras, esta echó raíces y se convirtió en verdad.

Con Tony Bookless y el inspector Fleming siguiendo sus pasos, retomó el sendero hasta la salida de la cueva, donde la sargento Ceri Jones hacía las veces de radio operadora para el equipo de rescate. Estaba sentada cerca de la emisora y escuchaba las crepitaciones y resuellos de la onda corta que llegaban a la superficie, ya que, por mucho que se innove en tecnología, siempre existirán límites para comunicarse bajo tierra.

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