La calle de los sueños

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Authors: Luca Di Fulvio

 

En el Manhattan de los años veinte crece Christmas, un muchacho de origen italiano e imaginación desbordante en busca del sueño americano. En un ambiente callejero de reyertas, trifulcas y pobreza, este auténtico pícaro inventa, tras abandonar la escuela, una banda imaginaria: un clan de ensueño formado por él y su único amigo, dos pillos que intentan emular el espíritu del hampa que los rodea, pero que no pasan de las simples travesuras. Esta es, sobre todo, la historia de un joven que aspira a convertir sus sueños en realidad y no teme enfrentarse a las convenciones sociales. Y es, también, la historia de un gran amor —de un amor imposible entre un muchacho de clase baja y una joven adinerada— que por una vez no es la misma de siempre con un único final posible. Porque si hay algo que maravilla y emociona en esta magnífica novela de Luca di Fulvio es la desbordante sensibilidad que impregna cada una de sus páginas.

El amor, la lucha por sobrevivir y el mágico poder de seducción de las palabras son los verdaderos protagonistas de esta historia para soñar.

Luca di Fulvio

La calle de los sueños

ePUB v1.0

Mezki
11.01.12

ISBN 13: 978-84-9908-866-2

Título: La calle de los sueños

Autor/es: Di Fulvio, Luca (1957- )

Traducción: Palma, César

Lengua de publicación: Castellano

Lengua/s de traducción: Italiano

Edición: 1ª ed., 1ª imp.

Fecha Edición: 06/2011

Publicación: Nuevas Ediciones de Bolsillo

Colección: Best seller,893

Materia/s: 821.131.1-3 - Literatura en lengua italiana. Novela y cuento.

A mi Destino,

que me ha traído a Carla, sin la cual

nunca habría podido escribir de amor.

La responsabilidad empieza en los sueños.

W. B. YEATS,

Responsabilities

Chiquilla, los llaman los Diamond Dogs.

DAVID BOWIE,

Diamond Dogs

1

Aspromonte, 1906-1907

Al principio dos personas siguieron su crecimiento. Su madre y el amo. Aquella con aprensión, este con su indolente lujuria. Sin embargo, antes de que se convirtiese en mujer, su madre hizo algo para que el amo no se fijase más en ella.

Cuando la niña cumplió doce años, la madre hizo un jugo espeso con semillas de amapolas, como había aprendido de las ancianas. Le hizo beber el jugo a la niña y cuando la vio tambalearse, atontada, la cargó a hombros, cruzó el camino polvoriento que pasaba delante de su choza —situada dentro de las tierras del amo— y fue hasta un gredal donde sabía que había un viejo roble, ya seco. Partió una rama grande, rasgó la ropa de la niña, con una piedra le golpeó la frente —de donde sabía que manaría mucha sangre—, llevó a su hija hasta el fondo del gredal y la colocó despatarrada —como si se hubiese caído rodando por el talud después de caerse del árbol muerto—, y allí la dejó, con la rama que había partido encima de ella. Luego volvió a la choza, esperó a que los hombres regresaran del campo mientras preparaba una sopa de cebollas y tocino de cerdo, y solo entonces dijo a uno de sus hijos varones que fuese a buscar a Cetta, su niña.

Dijo que la había visto ir a jugar a la parte del roble muerto y despotricó contra su hija, quejándose a su marido de que aquella niña era una maldición, de que no podía sujetarla, que tenía el diablo en el cuerpo y era ligera de cascos, que no se le podía encargar nada porque a mitad de camino ya se le había olvidado y que no ayudaba nada en casa. Su marido la insultó, la mandó callar y luego salió a fumar. Y mientras su hijo cruzaba el camino en dirección hacia el roble muerto y el manantial, volvió a la cocina para remover la sopa de cebollas y de tocino en el caldero, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

Y mientras esperaba, como cada noche, oyó el coche del amo al pasar delante de su choza y tocar dos veces el claxon porque, como él decía, a las niñas les encantaba. Y, en efecto, cada noche Cetta, aunque hacía un año la madre le había prohibido salir de casa para saludar al amo, atraída por aquel sonido, se asomaba a la ventana del cobertizo y echaba una ojeada. Y ella, la madre, podía oír la carcajada del amo que se perdía en el polvo que levantaba su coche. Porque Cetta —lo decían todos, pero el amo con mucha frecuencia— era una niña muy guapa y seguramente se convertiría en una chica muy hermosa.

Cuando oyó que su hijo, el que había ido a buscar a Cetta, volvía gritando desde lejos, la madre no dejó de remover la sopa de cebollas y tocino. Pero se le cortó la respiración. Y oyó que su hijo hablaba con el padre. Y oyó los pasos pesados del padre que bajaban los tres escalones de madera, ya negra como el carbón fósil. Y solo tras varios minutos oyó que su marido gritaba en voz muy alta su nombre y el de su hija. Entonces la madre dejó la sopa en el fuego y por fin salió a toda prisa.

Su marido sostenía en brazos a la pequeña Cetta, con el rostro ensangrentado, la ropa rasgada, abandonada como un andrajo entre las manos callosas de aquel viejo padre.

«Escúchame, Cetta», dijo al día siguiente la madre a la hija, una vez que todos se fueron a trabajar a los campos, «estás a punto de hacerte mayor y puedes comprender bien mis palabras, y si me miras a los ojos también comprenderás que soy capaz de cumplir lo que te voy a decir. Como no acates al pie de la letra mis órdenes, te mataré con mis propias manos». Luego cogió una cuerda y se la ató al hombro izquierdo. «Levántate», le mandó y tensó la cuerda hasta la ingle, de manera que la niña se veía forzada a estar encorvada, y se la volvió a atar al muslo izquierdo. «Será un secreto entre tú y yo», dijo. A continuación sacó de un cajón un vestidito ancho, de flores desteñidas, que había hecho con un viejo retal, y se lo puso. El vestido tapaba del todo la cuerda. Y precisamente con ese fin la madre lo había confeccionado y cosido. «Dirás que la caída te ha dejado lisiada. A todos, también a tus hermanos», explicó a la niña. «Llevarás esta cuerda durante un mes, para acostumbrarte; luego te la quitaré, pero seguirás caminando como si aún la tuvieras. Si no lo haces, primero volveré a atártela, y después, si intentas ponerte recta, te mataré con mis propias manos. Y cuando el amo, de noche, pase por aquí delante con su bonito coche y toque el claxon, correrás a saludarlo. Mejor aún, ya estarás esperándolo en el camino, para que te vea bien. ¿Me has entendido?»

La niña asintió.

Entonces la madre agarró la cara de su hija entre sus manos nudosas y apergaminadas y la miró con amor y desesperada decisión. «A ti no te crecerá un bastardo en la tripa», dijo.

Antes del otoño, el amo dejó de tocar el claxon cada vez que pasaba por la choza, resignado a la idea de que Cetta ya estaba irremediablemente lisiada. Y cuando el invierno estaba apenas a las puertas, incluso cambió de camino.

Hacia el verano, la madre dijo a su hija que podía empezar a restablecerse. Lentamente, para no levantar sospechas. Cetta tenía trece años y había crecido. Sin embargo, aquel año que había pasado como lisiada la había malogrado un poco. Y así nunca pudo, ni de adulta, caminar realmente erguida. Aprendió a disimular su defecto, pero no se enderezó nunca. El seno izquierdo era un poco más pequeño que el derecho, el hombro izquierdo un poco más caído que el derecho, el muslo derecho un poco más ancho que el izquierdo. Y toda la pierna que durante aquel año había arrastrado consigo el hombro se había agarrotado un poco, o los tendones se habían endurecido, de manera que la chica parecía un poco coja.

2

Aspromonte, 1907-1908

Después de que la madre le hubiera dicho a su hija que podía empezar a restablecerse de su falsa dolencia, Cetta había intentado enderezarse. Pero a veces la pierna izquierda se le dormía o dejaba de obedecer. Y para despertarla y que acatara las órdenes, a Cetta no le quedaba más remedio que doblar otra vez el hombro que la cuerda de la madre había dejado caído. Y entonces, en aquella postura de lisiada, era como si la pierna se acordase de su deber y ya no había que arrastrarla.

Aquel día Cetta estaba en los campos recogiendo el trigo. Y con ella, a poca distancia —más adelante unos, más atrás otros— estaban su madre, su padre y sus hermanos, de pelo muy negro. Y también aquel hermanastro tan rubio, hijo de su madre y del amo. Aquel hermanastro al que ni su madre ni su padre habían puesto nunca un nombre y al que todos, en familia, llamaban simplemente «el Otro». «A ti no te crecerá un bastardo en la tripa», le había repetido durante todo aquel año su madre. La había dejado medio lisiada para que el amo le quitase el ojo de encima. Y al menos el amo se había ido a merodear a otro sitio.

Cetta estaba sudada. Y cansada. Vestía un traje de tela con tirantes y falda larga. La pierna izquierda se le hundía en la tierra avara, quemada por el sol. Cuando vio al amo, que estaba enseñando sus campos a un grupo de amigos, no se inmutó, pues ya se sentía segura. El amo caminaba gesticulando, quizá contaba cuántos braceros trabajaban para él, pensó Cetta, y se detuvo con una mano en un costado a mirar al grupo. Estaba la tercera esposa del amo, con un sombrero de paja y un traje de un azul que Cetta no había visto ni siquiera en el cielo. Y con la esposa del amo había otras dos mujeres, probablemente las esposas de los dos hombres que estaban charlando con el amo. Una era joven y guapa, la otra, gorda y de edad indefinida. Los dos hombres que estaban con el amo eran tan diferentes el uno del otro como sus esposas. Uno era joven y flaco, largo y débil como el tallo del trigo cuando se dobla bajo el peso de la espiga madura. El otro era un hombre de mediana edad, con gruesos bigotes y patillas tupidas, pasadas de moda, y el pelo color paja. Tenía hombros anchos y un tórax amplio e imponente, de viejo púgil. Se apoyaba en un bastón. Y de su rodilla derecha salía otro trozo de madera. Una pierna postiza.

«¡Trabaja, coja!», le gritó el amo no bien advirtió que Cetta los estaba mirando, y luego se volvió hacia los dos hombres, con los que se echó a reír.

Cetta se encorvó y, arrastrando la pierna que se le había dormido, siguió por su hilera. Tras dar unos pasos, se volvió de nuevo hacia el amo y vio que el hombre con la pierna de palo se había quedado en el mismo sitio, apartado del grupo, y que la observaba.

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