La calle de los sueños (8 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

—¡Eres tan aburrido como un muerto, Sal! —exclamó sin dejar de mirar hacia delante, aferrada al asa rígida de su bolsito.

El coche dio un frenazo chirriante y paró en seco en medio de la calzada. Cetta se golpeó la cara contra el salpicadero. Detrás de ellos, un automóvil empezó a tocar furiosamente el claxon. Cuando el conductor pasó a su lado, gritó algo.

Sal se había vuelto hacia Cetta y la estaba apuntando con un dedo grande y negro.

—No vuelvas a compararme con un muerto —dijo con voz amenazante—. Da mala suerte.—Luego reanudó la marcha.

Aunque no sabía por qué, Cetta sentía que las lágrimas le asomaban a los ojos. Mordiéndose los labios, se las tragó. Cuando llegaron al portal del burdel, bajó del coche a toda prisa, sin despedirse de Sal ni prestar oídos a las notas alegres que llegaban de la vecina calle Veintiocho, entre Broadway y la Sexta, donde decenas de pianistas tocaban los arreglos de moda.

—Oye, tú —la llamó Sal, asomándose por la puerta abierta.

Cetta se volvió, con un pie en el primer escalón.

—Ven aquí —le dijo Sal.

Cetta regresó de mala gana, con los labios apretados. Madame —así llamaban todas las putas a la mujer que regentaba el burdel— le había dicho que nunca desobedeciera a Sal, por ningún motivo.

—Tienes dieciséis años, ¿verdad? —le preguntó Sal.

—Tengo veintiuno pero aparento menos —contestó maquinalmente Cetta, creyendo que la sometía a un examen para saber si estaba preparada para una irrupción de la policía.

—Estamos solos tú y yo —dijo Sal.

—Sí, tengo dieciséis —contestó con orgullo Cetta.

Sal la miró e hizo un largo gesto de asentimiento.

—Pasaré a buscarte mañana a las once. Estate lista a esa hora —dijo por fin—. Y deja al mocoso con Tonia y Vito —concluyó y cerró la puerta.

Cetta se dio la vuelta y entró en el edificio.

Sal la miraba y pensaba: «Es una chiquilla». Luego arrancó el coche y se dirigió hacia Moe’s, la cafetería donde pasaba la mayor parte de su tiempo, en compañía de otros chulos como él, en el apartado del fondo del local, hablando de lo que pasaba en la ciudad, de quién había muerto y de quién seguía vivo, de quién ascendía y de quién descendía, de quién seguía siendo amigo y de quién de un día para otro había sido declarado enemigo.

Cetta entró en el burdel con su sencilla ropa de muchacha, fue al vestidor, se desnudó y se puso el corpiño que le realzaba los pechos —dejando al aire los pezones oscuros—, el liguero, las medias verdes que tanto le gustaban y, por último, su traje preferido, el azul marino con lentejuelas doradas, que salpicaban la tela tan caprichosamente como las estrellas en la noche. Era como el manto de la Virgen en la procesión de su pueblo. Al calzarse los zapatos de tacón, que hacían que pareciese más alta, sintió un hormigueo en la pierna izquierda. Instintivamente se curvó, bajando aquel hombro que su madre le había atado. Pese a que no habían pasado ni cuatro años, le parecieron toda una vida.

Cetta se dio un puñetazo en la pierna.

—¿Qué haces? —le preguntó la gordinflona que se encargaba del guardarropa de las putas.

Cetta no le respondió ni la miró. La Sastra —como la llamaban en el burdel— era una persona a la que más valía evitar. Ni una sola de las chicas le contaba el menor secreto. Era una mujer envenenada y venenosa. A la que había que rehuir. Cetta permaneció inmóvil hasta que notó que el hormigueo empezaba a pasar. Luego, al salir, le sonrió a su imagen reflejada en el espejo. América era un país mágico, como se decía. Su pierna prácticamente se había curado. Cada vez se le agarrotaba menos. Y nadie advertía que cojeaba. Con sus primeros ahorros, Cetta había ido a un zapatero remendón —pero no en el Lower East Side, sino en un distrito donde no la conocían— y había hecho que le alzaran media pulgada el tacón del zapato izquierdo. Solamente ese. Y se había enderezado.

Cuando entró en el salón —la gran habitación llena de sillones y sofás donde las chicas esperaban que los clientes las eligieran—, Cetta estaba como siempre de buen humor. Saludó a las otras chicas y se arrellanó en un sillón, mostrando las piernas guarnecidas con las medias verdes.

Dos chicas —Frida la alemana, grande, alta y rubia, y Sadie la Condesa, porque se decía que procedía de una familia noble europea de Dios sabe dónde— se estaban riendo a carcajadas.

—Entonces, ¿cómo te ha ido con Sal? —preguntó la alemana.

La Condesa cerró los ojos y suspiró. Ambas rieron. Luego vieron que Cetta las estaba mirando.

—No sabes lo que te pierdes —dijo con tono extasiado la Condesa.

—¿Nunca la ha probado? —preguntó asombrada la alemana, y luego se llevó una mano al pecho y abrió la boca, mirando a Cetta.

—Sal no hace que eches de menos... lo demás —dijo otra chica, Jennie Bla-Bla; la llamaban así porque siempre hablaba demasiado.

—Tú serías capaz de decir lo que no debes hasta con la polla de un negro metida en la boca, Bla-Bla —intervino Madame, arreglándose un mechón rojo que se había soltado de una horquilla—. Y un día, por ese defecto, te meterás en líos.

Todas las chicas rieron.

—Solo quería decir que... —trató de justificarse Jennie—. ¡Ay, sois la polla, si ya lo sabéis!

—¡La polla! —dijo la Condesa imitando la voz de Jennie.

Y las chicas rieron con más ganas.

—Procura tener cuidado con lo que dices —repuso Madame.

Jennie frunció el ceño. Luego ella también se puso a reír.

Cetta no entendía por qué reían. Intentó sonreír. Pero sabía que se había ruborizado. Confió en que nadie la mirase. Las chicas hablaban siempre de Sal, pero decían frases misteriosas. O al menos eso le parecían a Cetta. Había tratado de observarlo, de comprender por qué todas ellas estaban tan enamoradas de un hombre tan feo y tosco como él, con esas manos siempre negras. Y cada vez que pedía a las chicas que le contaran algo, le respondían de forma imprecisa. «Tiene que probarte, luego entenderás.» Y nada más. Pero su curiosidad no llegaba mucho más lejos. A Cetta no le interesaba el sexo. Trabajaba de prostituta, y eso era completamente distinto.

Lo único que Cetta lamentaba realmente era no dormir con las chicas. En esos momentos se creaba una intimidad que Cetta no tenía con ninguna de ellas. En esos momentos, antes de dormir y al despertarse, ninguna de ellas era una fulana. Solamente eran chicas. Y se hacían amigas. Cetta, en cambio, no tenía una amiga. Sus únicos amigos eran Tonia y Vito Fraina. Pero cuando se ponía melancólica se consolaba al pensar que ella tenía a Christmas mientras que a todas esas chicas un médico sin nombre les arrancaba los hijos de la tripa con un hierro.

En cambio, Cetta no pensaba en los hombres. Los recibía sin dolor. Únicamente se trataba de algo que había que hacer.

«Es una niña», decía Madame cuando se la señalaba a ciertos clientes. Y a estos se les iluminaba el rostro, llevaban caramelos a la habitación, se los daban a Cetta como hubieran hecho con una nieta y la sentaban en sus piernas, le subían la falda y le daban palmadas en el culo. Le decían que se había portado mal y que no debía hacerlo nunca más. Le pedían que lo jurase, pero luego se sacaban el miembro y se lo metían en su boca dulce de caramelos.

«Es un putón», decía Madame a otros. Y estos, sin siquiera dirigirle la palabra, la arrastraban a la habitación, donde no se molestaban en desnudarla. La hacían ponerse de espaldas, con el culo en pompa, y Cetta los oía toquetearse hasta que se empalmaban. Algunos usaban un lubricante —que el burdel siempre se cuidaba de dejar en una mesa de noche—, pero la mayoría de aquel tipo de clientes le escupían desde arriba entre las nalgas, extendían desde arriba la saliva con un dedo y luego la penetraban.

«Es una chica muy sensible», decía Madame a otros. Y estos lloraban después de haber hecho el amor con ella porque la habían forzado a esa humillación de prostituta, porque con sus bajos instintos la habían infamado. O bien se echaban sobre su regazo y le hablaban de sus esposas, que antaño habían sido como ella, jóvenes y sumisas. O lo querían hacer a oscuras y la llamaban por nombres que para Cetta no significaban nada pero que para esos hombres habían sido algo, a saber cuánto tiempo atrás.

«Es tu esclava», decía Madame a otros, y a continuación añadía en voz baja: «Pero no me la estropees». Y estos la ataban a la cama, le pasaban la punta de una navaja entre los pechos y por los muslos, le estrujaban los pezones con pinzas de tender la ropa, le daban órdenes y le mandaban que les lamiera los zapatos.

«Es tu ama», decía Madame a otros. Y Cetta los ataba a la cama, les pasaba la punta de una navaja por el pecho y por la base de los testículos, les estrujaba los pezones con pinzas de tender la ropa, les daba órdenes, los mandaba que le lamieran los zapatos y les metía los tacones en la garganta.

Madame adivinaba lo que querían los clientes. Y Cetta se transformaba en lo que quería Madame. Sencillamente porque eso era lo que hacía una prostituta. Pero nunca pensaba en eso antes de llegar al burdel. Y lo olvidaba inmediatamente después, mientras Sal la acompañaba a casa. Porque Cetta tenía un mundo interior propio que la mantenía alejada de todo aquello. No protegida, solamente alejada.

No se preguntaba por el porqué de las cosas. No se lo había preguntado a su madre cuando la había lisiado. Ni al hombre con la pierna de palo que la había violado, tampoco al capitán del barco que le había cobrado la travesía forzándola. El porqué de las cosas no le interesaba. Las cosas eran como eran. Sin embargo, nada ni nadie conseguiría doblegarla. Cetta, sencillamente, no era de ellos. No era de nadie.

Al día siguiente, a las once en punto, Sal aparcó su coche en la acera, obligando a un ambulante a mover deprisa y corriendo toda su miserable mercancía. Cetta, que esperaba en los escalones, pasó junto al ambulante, le sonrió y le puso una mano en el hombro. Luego subió al coche. Sal arrancó y aplastó bajo las ruedas la maleta de cartón donde el ambulante guardaba los cordones de zapatos que intentaba vender.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Cetta volviéndose a mirar al pobre hombre con la maleta destrozada.

—Porque le has sonreído —respondió Sal.

—¿Estás celoso?

—No digas chorradas.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque le has sonreído.

—No entiendo...

—Si le sonríes después de que yo le he obligado a moverse, es como si le dieses la razón. Y se la das delante de mí. Y por tanto es como si me la quitases delante de él. Y a ese idiota o a cualquier otro podría ocurrírsele un día quitármela en mi cara. Por eso he tenido que demostrarle que yo soy el que manda.

Cetta guardó silencio unos instantes y luego rompió a reír.

—¡Sal, nunca me habría imaginado que pudieras decir una frase tan larga!

Sal siguió conduciendo. Pero no iba hacia el burdel.

—¿Adónde vamos? —preguntó Cetta.

—A Coney Island —respondió Sal. Aparcó en el muelle, sacó de su bolsillo dos billetes iguales al que Cetta guardaba en su bolsito de charol y bajó del coche—. Apresúrate —le dijo en tono rudo—. El ferry no va a esperarte.—Luego la cogió de un brazo y la arrastró hasta el embarcadero. Apartó a empujones a la gente que estaba haciendo cola, se abrió paso, atravesó con la mirada a un marinero que se atrevió a protestar y la introdujo en el vientre de la ballena de hierro.

Cuando la sirena del ferry anunció que ya zarpaban, Cetta tuvo un sobresalto. Como si se despertase de un sueño. Y tuvo que morderse los labios para no llorar lágrimas de felicidad. Idénticas a las que asomaron a sus ojos la primera vez que se puso su traje de prostituta.

Pero mientras el ferry abandonaba el muelle, ya se había sumido en una ensoñación, en la irrealidad. No pensaba en nada, casi no veía nada. Estaba agarrada a la barandilla de proa, mirando el agua que se partía en dos, levantando espuma, y se asía con fuerza por miedo a volar, a transformarse en una gaviota, cuando ella quería quedarse allí, con los pies en aquel hierro que vibraba. Sobre aquel primer regalo que recibía en su vida. No conseguía pensar ni en Sal. No experimentaba siquiera gratitud. Estaba allí, con el viento que le revolvía el pelo tupido y oscuro, e intentaba sonreír. Solo durante un instante, de golpe, se volvió hacia atrás, como temiendo que Manhattan hubiese desaparecido. Y enseguida miró de nuevo hacia delante, la costa de Brooklyn a su izquierda, el mar abierto enfrente. Y de improviso rió. Y confió en que nadie la oyese, porque quería que aquella felicidad fuese solo suya. Por una especie de avaricia, por miedo a disiparla.

Hasta que por fin apareció: Coney Island.

«Tira», le dijo Sal alcanzándole las bolas de trapo que había que lanzar contra una pirámide de botes. «Entra», le dijo empujándola hacia uno de los carritos del túnel del terror.«Es una chorrada para besarse a oscuras», le dijo sacándola de una carpa con un letrero arriba que decía: «Túnel del amor». «Come», le dijo mientras le alargaba un enorme algodón de azúcar. «¿Te has divertido?», le preguntó al cabo de una hora.

Cetta estaba como borracha. La travesía en ferry, en la proa, abrazada a la barandilla, en vez de encerrada en una bodega, la playa que apenas se divisaba al fondo, la multitud aglomerada en el paseo marítimo, alrededor de los locales donde tocaban las orquestillas, los balnearios, los tranvías eléctricos de colores, la música que salía de los locales que había a la orilla del mar, las tiendas que vendían trajes de baño a rayas, la entrada del parque de atracciones. Sostenía en una mano un oso de trapo que Sal había ganado en el tiro al blanco. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos, nubes, palos de regaliz, pirulís, barritas de azúcar, frutas escarchadas.

—Eh, ¿te has divertido? —repitió Sal.

Cetta lo miró, atontada, luego dirigió la mirada hacia la montaña rusa y la señaló, sin hablar.

Sal permaneció unos instantes inmóvil, luego la cogió de un brazo, fue a la taquilla, sacó un tíquet y se lo dio. En el billete se leía: «La más alta del mundo». La gente gritaba en las vagonetas.

—Me da miedo ir sola —dijo Cetta.

Sal alzó la vista hacia la montaña rusa. Furioso, le pegó una patada a una farola, se volvió, regresó a la taquilla, dio un empujón a una pareja de enamorados y compró otro tíquet. Luego se sentó al lado de Cetta en la vagoneta.

Cetta estuvo sonriendo mientras ascendían. Pero cuando llegaron al borde del precipicio, se arrepintió de haber querido subir a la montaña rusa. Puso los ojos en blanco, sintió que se quedaba sin aliento, se agarró al brazo de Sal y gritó con toda la fuerza que tenía en sus pulmones. Sal permaneció inmóvil. No abrió la boca. Solo se llevó una mano al sombrero, para impedir que saliera volando.

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