La canción de Aquiles (8 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Esto último al menos sí podía comprenderlo y completé la frase:

—… los dioses te llevarán con ellos.

Él asintió, pero siguió sin responder a mi pregunta.

—Aquiles —le llamé. Se volvió hacia mí con los ojos rebosantes de frustración y una suerte de perplejidad airada. Apenas tenía doce años—. ¿Quieres ser un dios? —Esta vez resultó más fácil.

—Aún no —admitió, y eso liberó algo una tirantez de cuya existencia no me había percatado, pero no iba a soltarle, todavía no. Ahuecó la palma de la mano y apoyó el mentón en ella. Sus rasgos parecían más finos de lo habitual, como cincelados en mármol—. Aunque sí me gustaría ser un héroe, de eso sí sería capaz… si la profecía fuera cierta y hubiera una guerra. Mi madre asegura que soy mejor aún que Heracles.

No supe qué responder a eso. Ignoraba si se trataba de un hecho objetivo o si era amor de madre. No me preocupaba. «Aún no».

Aquiles permaneció callado durante unos instantes y entonces se volvió hacia mí y me espetó:

—¿A ti te gustaría ser un dios?

Estábamos tumbados entre olivas y hierbas. Lo encontré divertido y rompí a reír. Un momento después me imitó.

—No lo veo muy probable —le contesté.

Me incorporé y le alargué una mano para que pudiera levantarse con facilidad. Teníamos las túnicas cubiertas de polvo y los restos de sal marina seca me cosquilleaban los pies.

—En la cocina había higos. Los he visto al salir —me aseguró.

Solo teníamos doce años, éramos demasiado jóvenes como para andar dándole vueltas al asunto.

—A que como más que tú.

—¡Te echo una carrera!

Me reí y echamos a correr.

Siete

A
l verano siguiente cumplimos trece años, primero él y luego yo, y empezamos a pegar el estirón: nuestros cuerpos se alargaron hasta quedar doloridos y débiles. Era incapaz de reconocerme en el regio y reluciente espejo de bronce: desgarbado y larguirucho, con patitas de cigüeña y mentón afilado. Aquiles cobró aún más estatura, haciéndose mucho más alto que yo, y aventajándome también a la hora de alcanzar la pubertad, lo cual hizo con sorprendente madurez, ayudado tal vez por la pureza divina de su sangre.

Los muchachos también estaban madurando. A menudo oíamos gemidos detrás de las puertas cerradas y atisbábamos sombras de regreso a los lechos antes del alba. En nuestra tierra, un hombre suele tomar esposa antes de que le haya salido del todo la barba. En tal caso, ¿cómo no iba a tomar antes a una criada? Era lo esperado. Pocos hombres llegaban al tálamo conyugal sin haberlo hecho y quienes lo hacían eran realmente desafortunados: demasiado débiles para exigirlo por la fuerza, demasiado feos para camelar a alguien o demasiado pobres para pagar por ello.

La costumbre palatina requería la presencia de mujeres de buena cuna así como criadas para la reina, pero Peleo no tenía esposa en palacio, así que la mayoría de las mujeres que veíamos eran esclavas. O las habían comprado o eran cautivas de guerra o descendían de madres que ya lo eran. Durante el día servían vino, fregaban suelos y se encargaban de la cocina. Por la noche pertenecían a los soldados, a los jóvenes acogidos, a los reyes visitantes o al propio Peleo. Un embarazo no se tenía por señal de vergüenza, sino de beneficio: más esclavos. Esos encuentros no siempre eran violaciones; en ocasiones, había mutua satisfacción, e incluso afecto, o al menos eso creían los hombres que hablaban del tema.

Habría sido fácil, rematadamente fácil, para Aquiles o para mí habernos acostado con alguna de esas muchachas. A los trece años casi era tarde, en especial para él, ya que a esa edad los príncipes ya son conocidos por sus apetitos. En vez de eso, nos limitamos a contemplar en silencio cómo los otros jóvenes ponían a las esclavas sobre sus vientres o Peleo hacía llamar a las más hermosas a sus aposentos después de la cena. En una ocasión llegué a oír al rey ofrecérsela a su hijo.

—Esta noche estoy cansado —contestó casi con timidez.

Luego, mientras regresábamos a nuestra cámara, me evitó con la mirada.

¿Y yo…? Bueno, me mostraba reservado y callado con todos, salvo con Aquiles. Y si apenas era capaz de hablar con los otros muchachos, no digamos ya con una chica. No habría tenido que decir mucho, supongo, dada mi condición de camarada del príncipe; un gesto o una mirada habrían bastado, pero nada de eso tuvo lugar. Por la noche se removían en mi interior sensaciones muy alejadas de estas muchachas sumisas de ojos entornados. En una ocasión observé la mirada apagada de una muchacha que escanciaba vino mientras era manoseada por uno de los jóvenes. Yo no deseaba nada parecido.

Una noche nos quedamos hasta tarde en los aposentos del rey. Aquiles se tumbó en el suelo y acomodó el brazo detrás de la cabeza a modo de almohada. Yo me senté más formal en una silla. No lo hice por Peleo, sino para no demostrar la excesiva largura de mis extremidades.

El anciano monarca tenía los ojos medio cerrados mientras nos contaba una historia.

—Meleagro era el mejor guerrero de nuestro tiempo, pero también el más orgulloso. Esperaba recibir lo mejor de todo y lo conseguía, pues la gente le apreciaba mucho.

Se me fue la mirada a Aquiles, cuyos dedos se agitaban en el aire, cosa que solía hacer mientras componía una tonada. Supuse que se trataría de la historia de Meleagro, la preparaba conforme su padre iba contándola.

—«¿Por qué hemos de darle tanto y tanto a Meleagro?», se preguntó un día el rey de Calidón. «Hay otros hombres de valía en esta tierra».

Aquiles estaba envarado y mantenía muy lisa la túnica a la altura del pecho. Ese día, yo había oído a una esclava susurrar con una nota de esperanza a una amiga suya: «¿Tú crees que el príncipe me ha mirado durante la comida?».

—Meleagro montó en cólera al oír las palabras del rey…

Esa misma mañana, Aquiles se había subido de un salto a mi cama y me había frotado la nariz con la suya. «Buenos días», me había dicho. Aún recordaba su calor sobre mi piel.

—… y dijo: «Ya no lucharé más por vosotros». Después, regresó a su casa y buscó consuelo en los brazos de su esposa. La ciudad de…

Noté un tirón en el pie. Era Aquiles, que me sonreía desde el suelo.

—… Calidón tenía enemigos encarnizados y en cuanto supieron que Meleagro no iba a luchar por ella…

Alargué la pierna un poco con el fin de poner el pie más cerca de él y provocarle. Me rodeó el tobillo con los dedos.

—… atacaron la ciudad, ocasionando un elevado número de bajas.

Aquiles dio un tirón y yo casi me encontré fuera de la silla. Me agarré a la estructura de madera para no acabar tirado por los suelos.

—Por eso, la gente acudió a donde se hallaba Meleagro y le imploraron ayuda… ¿Me estás escuchando, Aquiles?

—Sí, padre.

—Y yo te digo que no. Estás atormentando al pobre Autillo.

Hice lo posible por parecer muy turbado, aunque en ese momento solo sentía frío en el tobillo allí donde hacía poco habían estado los cálidos dedos de Aquiles.

—Quizá sea para bien. Empezaba a cansarme. Ya terminaremos la historia otra velada.

Nos pusimos en pie y nos despedimos del anciano, pero cuando ya nos dábamos la vuelta Peleo dijo:

—Hijo, podrías ir a por la moza rubia de la cocina. Según he oído, ha estado rondándote.

A Aquiles le cambió el rostro y no sabría decir si fue a causa de la luz.

—Quizá en otra ocasión, padre, esta noche estoy para el arrastre.

Peleo rio entre dientes, como si celebrara un chiste.

—Estoy seguro de que ella sería capaz de entonarte.

Dicho esto, nos despidió con la mano.

Me vi obligado a correr un poco para no rezagarme de vuelta a nuestras habitaciones. Nos lavamos el rostro en silencio, pero un dolor me reconcomía como una muela podrida. No podía dejarlo correr.

—¿Te gusta esa chica?

Aquiles se volvió y me miró desde el otro lado de la habitación.

—¿Por qué…? ¿A ti sí?

—No, no. —Me puse colorado—. No me refería a eso. —No me sentía tan incómodo en su compañía como desde los primeros días—. Lo que quiero decir es… ¿Quieres…?

Corrió hacia mí, me empujó sobre el catre y se inclinó sobre mí.

—Estoy harto de tanta cháchara sobre ella.

Una calorina me subió por el cuello y extendió sus tentáculos sobre mi rostro. Los cabellos de Aquiles cayeron sobre mí, incapaz de oler ninguna otra cosa. Y entonces, al igual que había ocurrido a primera hora, se retiró. Cruzó la estancia y se sirvió un vaso de agua. Tenía el rostro en calma.

—Buenas noches.

Esa noche me vinieron a la mente diferentes imágenes mientras dormía. Al principio se me presentaron como si fueran sueños y merodearon con despreocupación por mi somnolencia; luego empecé a temblar y me desperté; permanecí tumbado y siguieron viniendo, la imagen fugaz de un cuello o de una cadera, duraban tan poco como el parpadeo intermitente de una luz. Unas manos suaves y fuertes se acercaban para tocarme. Yo las conocía bien. Pero no me atrevía a dar nombre a mis esperanzas ni siquiera allí, tras el velo de oscuridad de los párpados, y durante los días siguientes estuve más intranquilo y agitado. No era capaz de mantenerlas a raya por mucho que paseara, cantara y corriera. Las imágenes venían sin que nada pudiera detenerlas.

Uno de los primeros buenos días del verano nos fuimos a la playa, pusimos en desnivel unas tablas arrastradas por la marea hasta la arena y nos tumbamos para disfrutar del sol en lo alto y del aire cálido imperante a nuestro alrededor. Aquiles se removía y sus pies acabaron descansando sobre los míos. Los tenía fríos y rosados después de haber andado por la arena, y eran muy suaves después de haber pasado mucho tiempo en palacio durante el invierno. Tarareaba algo, el fragmento de una canción compuesta hacía poco.

Me ladeé hacia él y contemplé la ternura de sus facciones, sin los granos y manchas que afligían al resto de los muchachos. Un escultor de mano firme había definido sus rasgos: ninguno estaba torcido ni descuidado ni era demasiado grande. Todo era de la mayor precisión, como si fuera obra del mejor tallista. Y aun así, el efecto resultante no era rudo.

Al volverse me descubrió observándole y preguntó:

—¿Qué…?

—Nada.

Le olía. Percibía el aceite de granado y sándalo usado para los pies, el olor a salitre de su sudor tan puro y la fragancia a flores después de haber atravesado un campo de jacintos, cuyo efluvio nos había impregnado los tobillos. Y bajo todos esos aromas estaba el suyo propio, ese con el que yo me levantaba y me acostaba. No era capaz de describirlo, pues era dulce, pero no demasiado; fuerte, pero no lo bastante. Era un olor almendrado, mas esa aproximación seguía sin hacerle justicia. Mi piel olía igual algunas veces, después de que hubiéramos forcejeado.

Bajó una mano para apoyarse. Los músculos de sus brazos ligeramente curvados aparecían y desaparecían cuando se movían. Sus ojos grises escrutaban los míos.

Se me aceleró el pulso sin razón aparente, pues me había mirado antes miles y miles de veces, pero había algo distinto en aquella mirada de una intensidad desconocida. Tenía la boca seca y era capaz de oír el sonido de mi garganta cada vez que tragaba saliva.

Aquiles me observaba con el aspecto de estar esperando algo.

Me acerqué a él gracias a un movimiento mínimo que se me antojó como si me hubiera tirado por una catarata. No sabía lo que hacía. Me incliné hacia delante y nuestros labios se rozaron con torpor. Eran como los cuerpos carnosos de las abejas: suaves, redondeados y rebosantes de polen. Saboreé aquel beso, caliente y dulce como miel de postre. Sentí un temblor en el estómago y una cálida gota de placer se extendió por mi piel. «Más».

Me sorprendieron la intensidad de mi deseo y la velocidad con que floreció. Me aparté de él con un respingo. Dispuse de un momento, solo un instante, para ver su rostro aureolado por la luz vespertina y sus labios ligeramente entreabiertos, todavía con el gesto a medio formar de un beso. Puso unos ojos como platos a causa de la sorpresa.

Me quedé horrorizado. ¿Qué había hecho? No me dio tiempo para disculparme. Se puso en pie y se alejó andando hacia atrás con un rostro impenetrable y distante que me impidió verbalizar explicación alguna. El muchacho más rápido del mundo dio media vuelta y empezó a correr por la playa hasta desaparecer.

Su ausencia me dejó helado. Noté la piel tirante y tenía el rostro candente y rojo como una llamarada.

«Amados dioses, que no me odie», imploré.

Tendría que habérmelo pensado mejor antes de haber formulado semejante petición.

Me la encontré al doblar un recodo del sendero del jardín. Estaba ahí, hiriente y refulgente como un cuchillo. El vestido le colgaba sobre la piel como si estuviera empapado. Clavó sus ojos oscuros en los míos y alargó hacia mí esos dedos suyos helados y de un blancor sobrenatural. Mis pies chocaron entre sí cuando Tetis me levantó en vilo.

—Te he visto —siseó, y su voz sonó como las olas rompiendo contra las rocas. No pude contestarle, pues me tenía agarrado por el cuello—. Él se va. —Sus ojos se volvieron negros como rocas empapadas por el mar, y eran igual de afilados—. Debí haberle enviado lejos de aquí hace mucho. No te atrevas a seguirle.

No podía respirar, pero tampoco forcejeé. Eso al menos sí lo tenía claro. Ella pareció hacer una pausa y por un instante pensé que quizá fuera a decir algo más, pero no lo hizo. Se limitó a dejarme caer al suelo.

Tal vez los deseos de una madre cuenten poco en nuestras tierras, pero antes y por encima de todo, ella era una diosa.

Ya era de noche cuando regresé al dormitorio. Encontré a Aquiles sentado en la cama y con la mirada fija en los pies. No despegué los labios, pues aún tenía impresos en la retina los ojos negros y candentes de su madre, y la visión de sus talones al correr como una exhalación por la arena de la playa. «Perdóname, ha sido un error». Eso es cuanto me habría atrevido a decir de no haberme encontrado con Tetis.

Entré en el cuarto y me senté en mi cama. Se removió y me buscó con la mirada. No se parecía en nada a su madre, no de la forma en que normalmente los hijos se parecen a los padres, en la forma de ladear la cabeza, los ojos. Había algo de ella en sus movimientos y en la piel luminosa. Era el hijo de una diosa. ¿Qué me había pensado que iba a suceder?

Incluso desde mi sitio fui capaz de oler el efluvio a mar de Aquiles.

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