La canción de Aquiles (9 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

—Supongo que me iré mañana —anunció. Sonó casi como una acusación.

—Oh. —Tenía la boca demasiado embotada e hinchada como para poder articular palabra.

—Voy a ir a entrenarme con Quirón. —Hizo una pausa antes de añadir—: Enseñó a Heracles y a Perseo.

«Aún no», me había dicho, pero su madre había elegido algo muy diferente.

Se puso de pie y se quitó la túnica: solíamos dormir desnudos, pues estábamos en pleno verano y hacía mucho calor. El tenue resplandor de su vientre liso y musculado lividecía en comparación con su luminosa melena castaña que se oscurecía conforme descendía hacia la cintura. Aparté de él la mirada.

A la mañana siguiente se levantó y se vistió. Estaba despierto, pues no había pegado ojo en toda la noche. Me hice el dormido, pero pude verle entre el vello de los párpados. Aquiles me miraba de vez en cuando. A la media luz del alba su piel refulgía gris y suave como el mármol. Se echó el morral al hombro e hizo una última pausa al llegar a la puerta. Le recuerdo ahí, perfilado en el marco pétreo de la puerta, con la melena cayendo suelta, aún suelta, pues no se la había sujetado al levantarse. Cerré los ojos y dejé pasar un momento. Estaba solo cuando volví a abrirlos.

Ocho

A
la hora del desayuno todo el mundo estaba al corriente de la marcha de Aquiles. Las miradas y cuchicheos de todos me siguieron hasta la mesa y perduraron cuando fui a por comida. Mastiqué y tragué aunque cada trozo de pan ingerido me sentaba en las tripas como si fuera piedra. Deseaba alejarme de palacio. Quería respirar al aire libre.

Me dirigí al olivar, arrastrando los pies sobre la tierra seca. Me pregunté si esperaban que me incorporase a la instrucción con los demás chicos ahora que él se había ido y también si alguien iba a percatarse o no de mi ausencia. En parte esperaba que lo hicieran. «Azotadme», pensé.

Podía oler el mar. Estaba en todas partes: en el pelo, en las ropas, en el sudor pegajoso de la piel. La podredumbre húmeda e insalubre del océano se hallaba en todas partes y me afectaba incluso en la arboleda, entre el moho de las hojas y la tierra. Cuando sentí arcadas, me incliné contra el tronco de un árbol, cuya corteza me laceró la frente. Eso me avivó. «Debo alejarme de este olor».

Anduve rumbo a septentrión por uno de los caminos contiguos a palacio, saturado de polvo en suspensión levantado por las ruedas de los carros y los cascos de los caballos. Poco después del palacete la pista se bifurcaba en dos direcciones: un ramal se dirigía al suroeste a través de herbazales, rocas y colinas bajas; por ahí había venido yo tres años atrás; el otro culebreaba en dirección al norte, hacia el monte Otris, y tras el mismo, el monte Pelión. Seguí el trazado de ese camino con la mirada: bordeaba las faldas boscosas de las montañas antes de desaparecer entre las mismas.

Un sol de justicia caía a plomo sobre mí desde el cielo estival como si pretendiera hacerme volver a palacio, pero aun así, me demoré. Había oído decir que nuestras montañas eran de una belleza extrema: había perales y cipreses, y arroyos alimentados con el agua de hielos recién derretidos. Allí dispondría de frescor y sombra; allí estaría lejos del brillo cegador de las playas y el centelleo del mar.

«Podría ir». La idea se me ocurrió de repente, pero me pareció fascinante. Había recorrido aquel sendero solo para escapar del mar, pero ahora el sendero se abría ante mis ojos, ofreciéndose para llevarme a las montañas. «Junto a Aquiles». Empecé a respirar deprisa, como si intentara acompasar los pulmones al ritmo desbocado de mis pensamientos. No tenía ninguna pertenencia, nada que me perteneciera, ni una túnica, ni una sandalia. Todo era propiedad de Peleo. «Ni siquiera necesito hacer el equipaje».

Mía solo era la lira de mi madre, guardada en el arcón de madera situado en aquel cuarto interior de música. Vacilé un momento mientras pensaba si podría volver para llevármela, pero ya era mediodía y solo disponía de la tarde para viajar antes de que descubrieran mi ausencia, o al menos me hice esa ilusión, y enviaran a alguien tras mis pasos. Miré de soslayo hacia palacio, donde no vi a nadie. Los guardias debían de hallarse en otro sitio.

«Ahora, ha de ser ahora».

Eché a correr. Mientras me alejaba del palacio y bajaba por el camino en dirección al bosque sentí en los pies un dolor similar al que habría sentido si hubiese caminado sobre piedras al rojo vivo. Mientras trotaba, me prometí que si alguna vez volvía a verle me guardaría mis pensamientos. Ahora sabía qué alto precio podía pagar si no lo hacía. Sentí calambres en las piernas e hirientes punzadas en el pecho. Persistí.

Rompí a sudar a chorros y mi transpiración chorreaba hasta caer al suelo antes de que yo lo pisara. Cada vez estaba más sucio por culpa del polvo y de los trocitos de hojas que se me pegaban a las piernas. Mi mundo circundante se redujo al paso de mis pies y la siguiente yarda polvorienta del camino.

Por último, al cabo de una hora, tal vez dos, fui incapaz de seguir. Me doblé a causa del dolor. El brillo del sol vespertino empezó a declinar mientras en los oídos me resonaba el tamborileo del pulso. Ahora, cuando el palacio de Peleo quedaba a una distancia considerable, el sendero transcurría por una zona densamente poblada de árboles a ambos lados. A mi derecha se alzaba el Otris, y el Pelión inmediatamente detrás. Observé con fijeza la cima del Otris e intenté calcular a qué distancia se hallaba. ¿Diez mil pasos? ¿Quince mil? Eché a andar.

Conforme pasaban las horas me encontraba más débil y tembloroso, y daba trompicones con frecuencia. El sol había dejado el cenit hacía mucho y se le veía colgar a baja altura en el cielo de occidente. Me quedaban cuatro o cinco horas de sol a lo sumo y el monte parecía estar tan lejos como de costumbre. De repente tomé conciencia de que no iba a llegar al Pelión antes del anochecer. No tenía comida ni agua ni esperanza de hallar abrigo, no tenía nada, salvo la túnica empapada por el sudor de mi espalda.

No iba a dar alcance a Aquiles, ahora estaba seguro de eso. Había abandonado el camino primero y luego a su caballo para subir a pie por aquellas laderas. Un buen rastreador habría observado los bosques del camino y habría reparado en una rama rota o torcida allí donde un muchacho se había abierto camino, pero yo no era un buen explorador y el sotobosque contiguo al camino me parecía todo el rato igual. Me pitaban los oídos a causa del cricrí de los grillos, los gritos penetrantes de las aves y el áspero resuello de mi respiración. Me dolía el estómago como cuando se padece hambre o desesperación.

Y entonces hubo algo más: un sonido desnudo al borde de lo audible. Pero yo lo oí y me quedé helado a pesar del calor. Conocía ese sonido. Tenía una nota de sigilo, era la voz de un hombre exigiendo silencio. Era la reacción ante un nimio paso en falso o el crujido de una sola hoja, pero había bastado.

Me envaré y agucé el oído con el miedo agolpado en la garganta. ¿De dónde venía esa voz? Clavé la mirada en la vegetación a uno y otro lado del sendero, mas no tuve valor para moverme: el eco amplificaría el menor de los sonidos y lo haría audible en lo alto de la montaña. Ignoraba qué peligros podía correr, pero todos desfilaron por mi mente: soldados enviados por Peleo, la propia Tetis, cuyas manos eran frías como la arena cuando me agarró por el cuello, o bandidos, pues estaba al tanto de que acechaban por los caminos y había oído contar historias de chicos raptados y retenidos hasta morir por culpa de los abusos. Mientras intentaba contener el aliento y reprimir todo movimiento, cerré los puños con tanta fuerza que los dedos se me volvieron blancos. Mis ojos se posaron entonces en un compacto manojo de milenrama en flor tras el cual podría ocultarme. «Ve ahí ahora mismo».

Volví con rapidez la cabeza al detectar un movimiento entre los árboles próximos al camino, pero reaccioné demasiado tarde. Alguien o algo me golpeó por la espalda, haciéndome caer de bruces contra el suelo. El atacante se me echó encima. Cerré los ojos y esperé la cuchillada.

Pero esta no llegó. No hubo nada, nada, salvo silencio y unas rodillas clavadas en mi espalda. Al cabo de un momento percibí que el agresor había puesto las rodillas de forma que me sujetaran sin hacerme daño.

—Patroclo.

«Pa-tro-clo».

No me moví.

La presión de las rodillas cesó y unas manos me levantaron con suavidad. Aquiles me estaba mirando.

—Esperaba que vinieras —dijo.

Me dio un vuelco el estómago, convertido en un hervidero de nervios y alivio al mismo tiempo. Permanecí pendiente de Aquiles, sin perderme detalle de su pelo argénteo y la suave curva de sus labios carnosos. Mi gozo era tan intenso que no me atrevía a respirar. No sabía qué podía decirle. Tal vez podría decirle «Lo siento», o incluso algo más. Despegué los labios para hablar, pero entonces una voz detrás de nosotros formuló una pregunta:

—¿Está herido el muchacho?

Aquiles volvió la cabeza. Desde mi posición, debajo de él, solo podía ver las patas de un caballo, y más concretamente, los espolones castaños de unos menudillos cubiertos de polvo.

—Doy por hecho, Aquiles el Pelida
[5]
—continuó la voz con calma—, que esta es la razón por la que aún no te has reunido conmigo en la montaña, ¿no?

Mi mente empezó a comprender casi a tientas. Aquiles no había acudido junto a su instructor. Había permanecido ahí esperándome.

—Saludos, maestro Quirón. Te pido disculpas. Sí, no había venido antes por esto —dijo Aquiles, adoptando una voz principesca.

—Ya veo.

Deseaba fervientemente que mi amigo se levantara, pues me sentía muy ridículo en el suelo debajo de él. Y estaba asustado. La voz del hombre no mostraba ira, pero tampoco amabilidad. Era clara, grave y desapasionada.

—Arriba —ordenó.

Aquiles se levantó muy despacio.

En ese momento me habría puesto a gritar de muy buen gusto si el miedo no me hubiera atenazado la garganta. Por eso, en vez de un alarido proferí un ruido similar a un gañido medio estrangulado y me arrastré hacia atrás.

Las musculosas patas de caballo terminaban en el torso igualmente membrudo de un hombre. Contemplé fijamente la zona donde la lustrosa pelambrera castaña se convertía en piel, allí donde tenía lugar la unión imposible de cuadrúpedo y humano.

Sin apartarse de mi lado, Aquiles hizo una inclinación de cabeza y se disculpó.

—Lamento mucho el retraso, maestro centauro, pero debía esperar a mi amigo. Acepta mis disculpas, por favor. —Se manchó de polvo y tierra la túnica limpia al arrodillarse—. Deseaba ser tu pupilo desde hace mucho.

El rostro del centauro era tan serio como su voz y aún más entrado en años, por lo que pude apreciar. Lucía una barba negra cuidadosamente recortada.

Contempló a Aquiles durante unos instantes antes de responder:

—Agradezco la deferencia, pero no necesitas arrodillarte ante mí, Pelida. Dime, ¿quién es este compañero que nos ha hecho esperar a los dos?

Aquiles se volvió hacia mí y me tendió una mano. Yo la cogí con aire vacilante y me ayudé de ese punto de apoyo para levantarme.

—Este es Patroclo.

Supe que me tocaba hablar cuando se hizo un silencio.

—Mi señor —dije con una reverencia.

—No soy un señor, Patroclo Menoitiades. —Levanté la cabeza al oír el nombre de mi padre—. Soy centauro y preceptor de hombres. Me llamo Quirón.

Tragué saliva y asentí sin atreverme a preguntar cómo sabía mi nombre. Me estudió con la mirada antes de decir:

—Estás exhausto, por lo que parece. Necesitas agua y comida. Hay un largo viaje hasta mi hogar en Pelión, demasiado para que tú puedas hacerlo a pie. Hemos de buscar otra fórmula.

Quirón volvió grupas y yo hice lo posible por no quedarme boquiabierto al verle mover las patas.

—Viajaréis sobre mis lomos —anunció el centauro—. No suelo ofrecer algo así a unos desconocidos, pero toda regla tiene su excepción. —Se detuvo unos instantes—. Supongo que os han enseñado a montar, ¿verdad?

Los dos nos apresuramos a asentir.

—Menuda lástima. En fin, olvidad todo cuanto habéis aprendido. No me gusta sentir el apretón de unas piernas ni ser taloneado. El que vaya delante debe agarrarse a mi cintura y el de detrás, a la cintura de su compañero. Si alguno de vosotros piensa que va a caerse, que lo diga.

Aquiles y yo intercambiamos una mirada a toda prisa mientras él se adelantaba.

—¿Y cómo voy a…?

—Me arrodillaré para que podáis subir. —Quirón dobló las patas caballares en el suelo. Su lomo era amplio y, al estar perlado de sudor, relucía ligeramente—. Agarraos a mi brazo para mantener el equilibrio —nos aleccionó el centauro.

Aquiles lo hizo, pasó una pierna al otro costado y se acomodó. Entonces me tocó a mí. Al menos no me había tocado ser el jinete de delante, demasiado cerca de donde la piel daba paso al pelaje castaño. El centauro me ofreció el brazo para ayudarme y yo lo acepté. El miembro era largo y musculoso, y cubierto por abundante vello negro que no guardaba relación alguna con su mitad cuadrúpeda. Me senté y estiré las piernas sobre sus amplios lomos todo cuanto pude, hasta casi resultar incómodo.

—Ahora voy a ponerme de pie —anunció Quirón. El movimiento fue muy suave, pero, aun así, me agarré a Aquiles. La criatura tenía una alzada muy superior a la de un caballo normal, así que los pies me colgaron tan lejos del suelo que me entraron mareos. Aquiles apoyó con suavidad las manos sobre el tronco de Quirón—. Vas a caerte si te agarras con tan poca fuerza —le avisó el centauro.

Enseguida me sudaron las manos ante la intensidad con que me aferraba al pecho de Aquiles. No tuve valor para aliviar mi presa ni por un momento. El modo de andar de un centauro era menos simétrico que el de un caballo y lo irregular del terreno solo empeoraba las cosas. Además, me resbalaba peligrosamente sobre el pelaje sudado.

El paso firme de Quirón no decreció ni un ápice mientras subíamos entre los árboles a toda velocidad a pesar de que, hasta donde yo era capaz de apreciar, no había sendero alguno. Yo daba un respingo cada vez que un traqueteo impulsaba mis talones contra los costados del centauro.

Durante la ascensión, Quirón, sin variar un ápice esa voz suya tan seria y formal, nos decía cosas como:

«Ese monte de ahí es el Otris».

«Los cipreses son más frondosos y grandes en el lado norte, como podéis ver».

«Ese arroyo afluye en el río Apidano, que atraviesa las tierras de Ftía».

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