La canción de Aquiles (30 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Ulises llevaba un escudo liviano y se enfrentaba a sus enemigos acuclillado como un oso y empuñando la lanza a escasa altura. Observaba a su adversario con ojos centelleantes sin perder de vista la tensión de sus músculos para adivinar cuándo y por dónde iba a llegar la lanza. Cuando esta había pasado sin hacerle daño, se adelantaba y ensartaba a su oponente. Al final de la jornada siempre estaba cubierto de sangre.

También empecé a familiarizarme con los troyanos. Paris disparaba flechas al tuntún desde una biga a la carrera. El casco le comprimía ese rostro suyo de cruel belleza. Tenía unos huesos finos como los de Aquiles. Solía apoyar su escasa cintura sobre uno de los laterales del carro con su altanería habitual y llevaba una capa roja que caía sobre él en lujosos pliegues. No me maravillaba que fuera el favorito de Afrodita; parecía tan vanidoso como ella.

Una vez divisé de lejos a Héctor entre los pasillos que formaban los hombres al desplazarse. Estaba solo, como de costumbre, extrañamente solo en ese espacio que los hombres siempre le concedían. El príncipe era capaz, tenaz y previsor, de los que se pensaban cada movimiento. Tenía manos grandes y encallecidas. En algunas ocasiones, cuando nuestro ejército se retiraba, le veíamos lavárselas con el fin de rezar sus plegarias sin sombra de mácula. Ese hombre aún amaba a los dioses a pesar de que sus primos y hermanos habían sucumbido por culpa de estos y luchaba por su familia más que por un trozo de fama. Las filas se cerraron y él desapareció.

Nunca intenté acercarme a él, y tampoco Aquiles, que tuvo la precaución de darse la vuelta nada más atisbar la figura de Héctor para enfrentarse a otros rivales de menos entidad.

Más tarde, Agamenón le preguntaría cuándo pensaba enfrentarse al príncipe de Troya. Aquiles le dedicó una de sus sonrisas más cándidas y desesperantes antes de contestar:

—¿Y qué me ha hecho Héctor a mí?

Veintitres

U
n día de fiesta, poco después del desembarco ante las playas de Troya, Aquiles se levantó con las luces del alba.

—¿Adónde vas? —quise saber.

—A ver a mi madre —me respondió, y salió por la puerta de lona antes de que pudiera hablar de nuevo.

Su madre. Una parte de mí había tenido la estúpida esperanza de que Tetis no fuera a seguirnos hasta allí, que la pena o la distancia la mantendrían alejada, pero no fue así, por supuesto. La costa de Anatolia no tenía más obstáculos que la de Hélade, y el pesar solo prolongaba la duración de sus visitas. Aquiles se fue al alba y seguía sin regresar después de que el sol hubo alcanzado el cenit. Le esperé, paseando con impaciencia y muy alterado. ¿Qué tendría que decirle para que el encuentro durase tanto tiempo? Temí algún desastre divino o cualquier tipo de dictado celestial que le apartara de mi lado.

Briseida vino varias veces para hacerme compañía mientras esperaba.

—¿Quieres dar un paseo por el bosque?

La dulzura de su voz y su deseo evidente de confortarme me ayudaron a salir de mí mismo, y pensé que me sosegaría mucho dar un paseo hasta el bosque, cuyos secretos, como dónde tenían los conejos sus madrigueras o el lugar donde crecían las setas, ella parecía conocer tan bien como Quirón. Incluso empezó a enseñarme los nombres nativos de plantas y árboles.

Al terminar, nos sentamos en el lindero del boscaje, desde donde se dominaba el campamento para que yo pudiera verle regresar. Ese día, Briseida había cogido una pequeña cesta de cilandros y nos envolvía la fresca fragancia de sus hojas verdes.

—Estoy segura de que no tardará en volver —me aseguró. Su conversación era como el cuero nuevo, era envarada y precisa, pero le faltaba la soltura que da el uso. Como no le contesté, me preguntó—: ¿Adónde ha ido que tarda tanto?

¿Por qué no iba a saberlo? No era ningún secreto.

—Su madre es una diosa, una ninfa de los mares. Va a verla.

Había esperado que se sobresaltara o se llevara un susto, pero Briseida se limitó a asentir.

—Pensé que era… algo… Él no… —Calló unos instantes—. No se mueve como los humanos.

Le sonreí.

—¿Y cómo se mueven los humanos?

—Como tú —repuso la muchacha.

—Entonces, son unos patosos.

Ella desconocía esa palabra y yo le hice una demostración de su significado, llevado por la suposición de que así le haría reír, pero ella movió la cabeza con vehemencia.

—No. No sois así. No me refiero a eso.

Jamás llegué a saber a qué se refería, pues Aquiles coronó la colina en ese momento.

—Pensé que te encontraría aquí —dijo. Briseida se disculpó y regresó a su tienda. Aquiles se dejó caer sobre la hierba y puso una mano a modo de almohada para reposar la cabeza—. Me muero de hambre.

—Toma. —Le di el resto del queso que habíamos traído para el desayuno. Se lo comió con gratitud—. ¿De qué has hablado con tu madre? —La simple pregunta me ponía nervioso. El tiempo que pasaba con ella era un campo al que yo no tenía acceso.

Se le cortó la respiración, ni siquiera soltó un suspiro.

—Está preocupada por mí.

—¿Por qué? —Se me erizó el vello al pensar en que ella estaba intranquila por su hijo, pues eso mismo me ocurría a mí.

—El ambiente está muy enrarecido entre los dioses y están luchando entre sí. Todos toman partido en la guerra y tiene miedo. Las deidades me han prometido gloria, pero no han dicho cuánta.

Esa era una nueva preocupación que yo no había tomado en consideración, pero tenía su lógica. Había muchos personajes en nuestras historias, desde el gran Perseo al modesto Peleo, del famoso Heracles al casi olvidado Hilas. Algunos contaban con todo un cantar épico y otros solo tenían un verso.

Se incorporó y rodeó sus piernas con los brazos.

—El temor de mi madre es que alguien vaya a matar a Héctor… antes que yo, o eso creo.

Otro nuevo temor. De pronto, la vida de Aquiles me pareció más breve de lo que ya era.

—¿A qué se refiere?

—No lo sé. Áyax lo ha intentado, pero ha fracasado, y también Diomedes. Después de mí son los mejores. No se me ocurre ningún otro.

—¿Y qué me dices de Menelao?

Aquiles negó con la cabeza.

—Nunca. Es valiente y fuerte, pero eso es todo. Se rompería al embestir contra Héctor como el agua contra una roca. Créeme, soy yo… o nadie.

—Tú no vas a hacerlo. —Intenté que no sonara como una súplica.

—No. —Permaneció callado durante unos instantes—. Pero puedo verlo. Eso es lo extraño. Lo veo como si fuera un sueño. Me veo lanzándole una lanza y le veo fallar a él. Me encaramo a su cuerpo y permanezco encima de él.

El pavor me inundó el pecho. Respiré hondo y me obligué a espirar.

—Y entonces, ¿qué?

—Eso es lo más extraño de todo. Bajo la mirada, veo su sangre y sé que mi muerte es inminente, pero en el sueño ya no me importa. Lo que siento por encima de todo es alivio.

—¿Crees que puede tratarse de un sueño profético?

La pregunta pareció devolverle a la realidad. Sacudió la cabeza.

—No, no creo que sea nada de eso. Es una simple ensoñación.

Hice un esfuerzo para que mi voz sonara tan despreocupada como la suya y repuse:

—Estoy seguro de eso. Después de todo, Héctor no te ha hecho nada.

Entonces, él sonrió tal y como yo había esperado.

—Sí, eso he oído.

Durante las largas horas de ausencia de Aquiles empecé a alejarme de nuestro campamento en busca de compañía o algo de lo que ocuparme, alterado por las nuevas de Tetis sobre las disputas entre los dioses y el posible peligro de la fama de Aquiles.

Necesitaba una distracción, algo tangible y real. Uno de los hombres me señaló la tienda blanca de los médicos mientras decía:

—Si buscas algo que hacer, ellos siempre necesitan ayuda.

Me acordé de los pacientes cuidados de Quirón, así como de los instrumentos colgados en las paredes de cuarzo rosa de su cueva. Y allí me dirigí.

El interior del pabellón estaba oscuro y había una tufarada a almizcle en el aire, donde también se notaba el olor metálico de la sangre. En un rincón se hallaba el médico Macaón, un hombre barbado de mandíbula cuadrada. Vestía de un modo práctico: llevaba el pecho desnudo y anudaba a la cintura una vieja túnica. Tenía la tez más oscura que la mayoría de los aqueos a pesar del mucho tiempo que pasaba en el interior de la tienda. Había optado de nuevo por una solución práctica en lo tocante a su peinado, pues lo llevaba casi al cero como forma de evitar que le cayera sobre los ojos.

El médico se hallaba inclinado sobre la pierna de un herido y exploraba con un dedo el emplazamiento de una punta de flecha. Al otro extremo del pabellón su hermano Podalirio terminó de sujetarse las correas de la coraza y se despidió con brusquedad antes de darme un empujón y salir por la puerta. Era de todos sabido que Podalirio prefería el campo de batalla a la tienda del cirujano, aunque servía en ambos frentes.

—No debes de estar muy herido si puedes aguantar de pie tanto tiempo —me dijo Macaón sin levantar los ojos.

—No —convine—, he venido…

Hice una pausa cuando Macaón sacó con los dedos una punta de flecha y el soldado gimió con alivio.

—¿Y bien…? —dijo con tono eficiente pero amable.

—¿Necesitas ayuda?

Profirió un sonido que tomé como un asentimiento.

—Toma asiento y pásame los ungüentos —me indicó sin levantar la mirada.

Hice lo que me pedía y recogí del suelo un montón de botellines llenos de pesadas unturas o de hierbas tintineantes. Olisqueé un poco y entonces recordé: el ajo y la miel para combatir las infecciones, amapolas para la sedación, milenrama para los coágulos. El aroma de esas hierbas me trajo de nuevo el recuerdo de los dedos del paciente centauro y el dulce olor a fresco de su cueva.

Elegí los ungüentos necesarios para el herido y observé el hábil proceder del galeno: puso un poco de sedante junto a los labios del hombre para que lo mordisqueara, le aplicó un poco de ungüento para evitar la infección, después le aplicó los apósitos y le vendó. Macaón aplicó una última capa de cremosa y olorosa cera de abeja sobre la pierna del herido y alzó la vista con cansancio.

—Te llamas Patroclo, ¿verdad? ¿Estudiaste con Quirón? Eres bienvenido a este lugar.

Fuera de la tienda se alzó un clamor de vozarrones y gritos de dolor. Macaón ladeó la cabeza hacia el exterior.

—Nos traen a otro. Hazte cargo de él.

Los soldados, hombres de Néstor, irrumpieron con su camarada en vilo y lo llevaron hasta el camastro vacío que había en un rincón de la tienda. Una flecha de punta espinada le había atravesado el hombro derecho. Tenía el rostro bañado en espuma de saliva y sudor y se mordía el labio en un intento de no gritar. Respiraba con un resuello explosivo y sofocado, temblaba de los pies a la cabeza y puso los ojos en blanco, aterrado. Reprimí el afán de llamar a Macaón, ocupado con otro hombre que se había puesto a dar alaridos, y tomé una tela para limpiarle la cara.

El dardo le había atravesado la parte más carnosa del hombro y se había quedado allí, una mitad dentro y la otra fuera, como una terrible aguja. Debía romper la flecha y tirar de la misma hasta sacarla sin romper más tejido ni dejar astillas que luego pudieran infectarse.

Le administré enseguida la pócima que Quirón me había enseñado a preparar, una mezcla de adormidera y corteza de sauce para que el paciente estuviera un poco atontado y soportara mejor el dolor. El malherido no podía sostener la copa, así que yo lo hice por él, la levanté y le mantuve en alto la cabeza con el fin de evitar que se ahogara. El sudor, la sangre y la espuma me empaparon la túnica.

Intenté aparentar calma y no mostrar el pánico que sentía. Vi entonces que el paciente tendría a lo sumo un año más que yo. Se trataba de uno de los hijos de Néstor, Antíloco, el joven de rasgos dulces tan mimado por su padre.

—Todo va a ir bien —repetí una y otra vez; aún hoy no sería capaz de decir si se lo decía a él o a mí.

El problema era el asta del proyectil. Por lo general, un médico tiraría de un extremo hasta sacarlo, pero no asomaba el trozo suficiente para poder cogerlo sin abrirle aún más las carnes. Tampoco podía dejarla allí. Ni arrastrar la flecha a través de la herida. Bueno, ¿y qué podía hacer entonces?

Uno de los compañeros que había traído al herido seguía en la entrada, removiéndose inquieto. Sin volverme a mirarle, le hice un gesto y le dije:

—Un cuchillo, deprisa, dame el más afilado que puedas encontrar.

Yo mismo me sorprendí por el tono seco y autoritario de mi voz y la obediencia instantánea obtenida de ese modo. Regresó al poco con un cuchillo para la carne de hoja corta muy afilada. Limpió en su túnica las manchas encostradas de carne reseca antes de entregármelo.

La flacidez dominaba las facciones del muchacho y la lengua le colgaba laxa dentro de la boca. Me agaché, agarré el dardo con la palma húmeda y me puse a serrar con la otra mano, sacando una astilla de la madera con cada movimiento. Obré con la mayor suavidad posible con el fin de no desgarrarle el hombro al muchacho, que resoplaba y murmuraba, perdido en la soñolencia del sedante.

Corté, ajusté y corté de nuevo. La espalda me dolía muchísimo. Me reproché la mala postura elegida al haber dejado la cabeza del herido sobre mis rodillas. Al cabo de un rato de porfiar, el culatín emplumado de la fecha se quebró, dejando solo una larga esquirla por la que podía abrirse paso el cuchillo. Por fin.

Y entonces tocaba otra tarea igual de difícil: arrastrar el asta hasta sacarla por el otro lado del hombro. En ese momento tuve un rapto de inspiración y apliqué ungüento contra la infección a toda la madera, con la esperanza de que eso sirviera para suavizar el paso del asta entre la carne al tiempo que combatía una posible corrupción de la carne. Después, empecé a empujar el dardo, un poco cada vez. Se me antojaron horas el tiempo que estuve allí hasta que emergió empapado en sangre el extremo seccionado de la flecha. Con la última chispa de juicio que me quedaba logré cerrar y vendar la herida, anudándole una suerte de cabestrillo sobre el pecho.

Más tarde, Podalirio me diría que estaba loco de remate por hacer lo que hice, por haber cortado con tanta lentitud y en ese ángulo. Me acusó de haber practicado una carnicería y que iba a terminar mal. Empero, Macaón apreció lo bien que sanó el hombro sin infección ni apenas dolor y la siguiente vez que alguien recibió un flechazo me hizo llamar, me tendió un cuchillo afilado y me miró expectante.

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