La canción de Aquiles (32 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Así se acabaron los motines en Troya.

Las cosas cambiaron después de aquello, tal vez por el trabajo coyuntural en la estacada o por conjurar la violencia gracias a la misma, pero todos nosotros, desde el soldado de a pie hasta el mismísimo general en jefe, empezamos a pensar en Troya como una suerte de hogar. Nuestra invasión se había convertido en ocupación. Hasta ese instante habían vivido como carroñeros, consumiendo los despojos de las tierras y granjas devastadas, pero ahora empezamos a construir, y no solo el cercado, sino otros edificios característicos de un poblado: una forja, un redil para el ganado robado a las granjas vecinas, y hasta un cobertizo para el alfarero. En ese último, artesanos no profesionales se pusieron a trabajar para reemplazar los objetos de cerámica que habíamos traído con nosotros, pues la mayoría de ellos estaban rotos o sufrían serios deterioros por culpa del duro trato recibido en el campamento. Todo cuanto teníamos ahora era robado o usado, y había tenido al menos dos propietarios. Solo seguían impolutas y puras las insignias y las armaduras de los reyes.

Los soldados empezaron a sentirse más como compatriotas y menos como integrantes de una docena larga de ejércitos distintos. Aquellos hombres que habían zarpado de Áulide siendo cretenses, chipriotas y argivos eran ahora simples griegos. Todos formaban parte del mismo bando frente a la otredad de los troyanos. Las distinciones se difuminaron entre ellos al compartir comida, mujeres, vestidos e historias de batallas. La fanfarronada de Agamenón de unir a todos los griegos no fue tal, después de todo. El sentimiento de amistad tan impropio de nuestros reinos tan belicosos y aquella camaradería perduraron incluso años después, y durante una generación no hubo guerras entre quienes habíamos luchado en Troya.

Tampoco yo fui una excepción. Tuve ocasión de conocer a muchos hombres durante aquellos seis o siete años, ya que pasé cada vez más horas en el pabellón de Macaón y menos tiempo con Aquiles en el campo de batalla. Todo el mundo terminaba por pasar por la tienda médica en un momento u otro, ya fuera por un dedo aplastado o un uñero. Incluso Automedonte vino, cubriéndose con la mano un terrible forúnculo. Los soldados se encaprichaban con sus esclavas y las traían a nosotros cuando se quedaban en estado. Les entregábamos a sus hijos en medio de enérgicos lloros y les curábamos las heridas sufridas cuando se hacían mayores.

Y no solo me traté con la soldadesca. Con el tiempo, llegué también a conocer a los reyes. Al final de cada jornada Néstor quería su jarabe para la garganta, templado y endulzado con miel; Menelao tomaba opio para las jaquecas y Áyax, un preparado para aliviar la acidez de estómago. Eso me hizo ver lo mucho que confiaban en mí; acudían a mí en busca de consuelo. Y ellos me cayeron cada vez mejor, sin importar lo difíciles que se pusieran durante los consejos.

Me granjeé una reputación y un prestigio en el campamento. La gente acudía a mí, confiados en la rapidez de mis manos y en el poco daño que causaba. Podalirio estaba cada vez menos en el pabellón médico a la hora de su turno y era yo quien permanecía allí cuando se ausentaba Macaón.

Aquiles empezó a sorprenderse cuando saludaba a la tropa mientras paseábamos por el campamento. Me sentía gratificado cuando ellos me contestaban con un saludo y señalaban una cicatriz que había sanado bien.

Cuando nos alejábamos, Aquiles meneaba la cabeza.

—No sé cómo te acuerdas de ellos. A mí me parecen todos iguales, te lo juro.

Me reí y volví a señalarlos.

—Ese es Estéleno, el auriga de Diomedes, y ese otro Podarces, su hermano fue el primero en caer, ¿te acuerdas?

—Son demasiados —repuso—. Será más sencillo si todos se acuerdan de mí.

Nuestra hoguera empezó a estar menos concurrida cuando una mujer tomó discretamente a un mirmidón primero como amante y luego como esposo. Y luego otra, y otra. Ya no necesitaban sentarse junto a nuestro hogar, tenían el suyo propio. Nos alegramos. En el campamento había risas y por la noche se oían voces de placer, y más tarde llegó la hinchazón de los vientres. Los mirmidones sonrieron con satisfacción. Nosotros acogíamos de buen grado todo aquello, toda esa felicidad suya era como la guinda en el pastel de la nuestra.

Al cabo de un tiempo, solo quedó Briseida, la de negros cabellos y rostro más afilado que de costumbre. Jamás tomó un amante a pesar de su belleza y de que la rondaron casi todos los mirmidones. En vez de eso, ella se convirtió en una especie de tía, una mujer con dulces, pociones de amor y telas suaves para el maquillaje de los ojos. Así es como pienso en nosotros cuando recuerdo nuestras noches en las playas de Troya: Aquiles y yo sentados uno junto al otro, cerca del sonriente Fénix, Automedonte trabucándose la lengua en el remate de los chistes y Briseida, la de mirada discreta y ojos raudos, riendo a carcajadas.

Me desperté antes del alba y sentí la primera punzada de frío en el aire. Era un día festivo, donde se ofrendaban al dios Apolo los primeros frutos de la cosecha. Junto a mí descansaba el cálido cuerpo desnudo de Aquiles, lánguido a causa del sueño. Reinaba la oscuridad en el interior de la tienda, y yo apenas podía verle los rasgos de la cara, la fuerte mandíbula y la dulce curva de sus ojos. Quise despertarle para verle abrir los párpados, un espectáculo del que nunca me cansaba a pesar de haberlo visto miles de veces.

Deslicé la mano sobre su pecho y le acaricié los músculos del vientre. Ahora los dos estábamos bastante musculados, incluso yo, después de pasar tantos días en el campo de batalla y el pabellón blanco de los médicos. Me sorprendía a veces ver algún atisbo de mí mismo. Era un hombre ancho, como mi padre, aunque más enjuto.

Él se estremeció al contacto de mis dedos y yo sentí crecer el deseo en mi interior. Retiré las mantas para poderle ver del todo. Me incliné y le rocé con los labios, dejando sobre su estómago un reguero de besos suaves.

Las luces del alba se filtraron por la puerta de la tienda y el interior se iluminó, lo cual me permitió ver el instante en que se despertaba y tomaba conciencia de mi presencia. Nuestros miembros se deslizaron unos sobre otros, siguiendo senderos que habíamos recorrido tantas veces con anterioridad, y aun así seguían siendo nuevos.

Nos levantamos algo después y tomamos el desayuno. Habíamos alzado los faldones de la tienda para que entrara el aire que ahora se desparramaba sobre nuestra piel de un modo muy agradable. Por el espacio abierto observábamos el ir y venir de los mirmidones a sus quehaceres, el paseo de Automedonte hasta la orilla para darse un baño y el mismísimo mar, de aspecto tentador y aguas cálidas gracias al calor estival. Apoyé la mano sobre la rodilla de Aquiles con familiaridad.

Ella no entró por la puerta, simplemente apareció allí, en el centro de la tienda, donde antes había un espacio vacío. Solté un jadeo y retiré la mano que había estado apoyada en él. Era una tontería, lo sabía incluso mientras lo hacía, pues ella era una diosa y podía vernos cuando se le antojara.

—Madre —la saludó.

—He recibido un aviso. —Soltó las palabras con brusquedad, como haría un búho mientras picoteaba un huevo. El pabellón estaba en penumbra, pero la piel de Tetis emitía luz… y frío. Podía verle todos los rasgos del semblante, cada pliegue de su centelleante atuendo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la vi tan de cerca, desde Esciro. Yo había cambiado desde entonces. Había ganado fuerza y tamaño, y ya me crecía la barba, aunque me la solía afeitar. Pero ella seguía igual, por supuesto que sí—. Apolo ha montado en cólera y busca formas de actuar contra los griegos. ¿Vas a ofrendarle hoy un sacrificio?

—Sí —contestó Aquiles. Los dos respetábamos los días festivos a rajatabla, rajábamos las gargantas de las ofrendas y quemábamos la grasa.

—Debes… —repuso Tetis con la mirada fija en Aquiles. No parecía verme siquiera—. Ha de ser una hecatombe. —Esa era la mayor de nuestras ofrendas, un centenar de ovejas o de vacas. Únicamente los hombres de mayor riqueza y poder podían permitirse un acto de devoción tan oneroso—. Da igual lo que hagan los demás, tú haz lo que te digo. Los dioses eligen bando y no debes incurrir en su ira.

Nos íbamos a pasar todo el día sacrificando animales y el campamento iba a apestar a osario durante una semana, pero Aquiles asintió y prometió:

—Lo haremos.

—Aún hay más —anunció la diosa.

Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi vacilar a la nereida. Debía tratarse de algo terrible si hacía dudar a una diosa.

—Una profecía dice que el mejor de los mirmidones va a morir antes de que pasen otros dos años.

Aquiles se quedó completamente inmóvil, pero dijo:

—Sabíamos que iba a suceder.

Ella movió la cabeza con vehemencia.

—No. La profecía augura que estarás vivo cuando eso suceda.

Aquiles torció el gesto.

—¿Sabes a qué puede referirse?

—No —contestó—. Temo algún truco. —Las Moiras eran bien conocidas por hablar en enigmas muy poco claros hasta que se había colocado la última pieza; entonces eran de una claridad amarga—. Debes estar atento e ir con mucho cuidado.

La diosa no parecía haberse percatado de mi presencia hasta ese momento, pero entonces posó en mí los ojos y arrugó la nariz, como si acabara de detectar un hedor. Se volvió hacia su hijo y le espetó:

—Él no es digno de ti. Nunca lo ha sido.

—En eso no estamos de acuerdo —respondió Aquiles. Lo dijo como si lo hubiera repetido cientos de veces, lo cual era probable.

Tetis profirió por lo bajo un sonido de desdén y se desvaneció.

—Está asustada —me dijo Aquiles, volviéndose hacia mí.

—Lo sé —contesté, y carraspeé en un intento de deshacer el nudo de mi garganta.

—Si yo estoy excluido, ¿quién es el mejor de los mirmidones?

Hice un repaso de nuestros capitanes y pensé en Automedonte, que se había convertido en el valioso segundo de Aquiles en la batalla, aunque no hasta el punto de designarle como el mejor.

—No tengo ni idea —respondí.

—¿Crees que puede referirse a mi padre?

Peleo estaba en casa, Ftía. Había luchado con Heracles y Perseo. En sus tiempos había sido una leyenda gracias a su bondad y a su coraje, aunque no sabía yo si eso valía también para tiempos venideros.

—Tal vez —admití.

Permanecimos en silencio durante un tiempo hasta que al final él dijo:

—Supongo que no tardaremos en saberlo.

—No eres tú, al menos estamos seguros de eso.

Esa misma tarde realizamos el sacrificio tal y como nos había indicado Tetis. Los mirmidones prepararon unas grandes hogueras junto al altar y yo sostuve más y más cuencos mientras Aquiles iba rebanando cuellos. Quemamos los muslos con cebada y granadas, y sobre los restos vertimos el mejor vino. «Apolo ha montado en cólera», nos había dicho la nereida. Era uno de nuestros dioses más poderosos, capaz de detener el corazón de un hombre con sus flechas, raudas como los rayos del sol. No se me conocía por tener una especial piedad, pero ese día oré a Apolo con una intensidad que habría rivalizado con el mismísimo Peleo. Y fuera quien fuera el mejor de los mirmidones, también recé una plegaria por él.

Briseida me pidió que le enseñara algo de medicina y a cambio me prometió formarme en el área de la botánica, algo indispensable para la menguante reserva de Macaón. Estuve de acuerdo y pasé unos días estupendos con ella en el bosque, partiendo ramas de árboles que colgaban a baja altura para luego sacar de debajo setas y hongos tan suaves y delicados como la piel de un niño.

En el transcurso de aquellos días su mano rozaba la mía de vez en cuando. Ella alzaba la vista y sonreía. Gotas de rocío pendían de su pelo y sus orejas como si fueran perlas. Llevaba una falda larga atada por comodidad alrededor de las rodillas, lo que permitía ver sus pies, firmes y fuertes.

Uno de esos días hicimos un alto para desayunar. Sacamos pan envuelto en telas, queso, tiras de cecina, y dimos buena cuenta de ello, luego fuimos a un arroyo, donde bebimos de la corriente. Era primavera y nos hallábamos rodeados por todas las muestras de la fertilidad de las tierras anatolias. Durante tres semanas, la naturaleza se vestía de todos los colores, estallaba hasta el último capullo y los pétalos se desplegaban en todo su esplendor. Luego, cuando pasara el arrebato de ese alboroto, se asentaría para dejar obrar laborioso al verano. Era mi estación favorita.

Debí haberlo visto venir y al no haberlo hecho es posible que se me tenga por estúpido. Le estaba contando una historia, algo relacionado con Quirón, creo, y ella me escuchaba, con los ojos oscuros como la tierra donde estábamos sentados. Se quedó callada cuando yo terminé, lo cual no resultó extraño; a menudo se sumía en el silencio. Nos quedamos sentados uno junto al otro con las cabezas muy próximas, como si estuviéramos conspirando. Podía oler la fruta que acababa de comerse y la esencia de rosas que había prensado para las otras chicas y que aún le manchaba los dedos. Pensé en lo mucho que la apreciaba y miré su semblante serio y sus ojos almendrados. La imaginé de niña, el revuelo al correr de sus piernas huesudas con arañazos de tanto subir a los árboles. Me habría encantado conocerla entonces, que ella me hubiera acompañado en la casa de mi padre y hubiera podido lanzar piedras con mi madre. Casi podía imaginarla allí, rondando por el lindero de mis recuerdos, y entonces… sus labios rozaron los míos. Me quedé inmóvil de la sorpresa. Su boca era delicada y un poco vacilante. Cerró los ojos con dulzura. Mis labios se entreabrieron por su cuenta, casi por costumbre. Así transcurrió un momento, con el suelo a nuestros pies y la brisa removiendo el efluvio de las flores. Entonces ella retrocedió con los ojos bajos a la espera de un veredicto. El pulso me martilleaba los oídos, pero no como cuando se trataba de Aquiles. Era algo más cercano a la sorpresa y el miedo a herirla. Puse una mano sobre las de Briseida y entonces ella lo supo, lo supo por la forma en que le tomé la mano y el modo en que la miré.

—Lo siento —murmuró.

Sacudí la cabeza, pero no se me ocurrió nada que decir. Ella alzó los hombros, que parecían alas plegadas.

—Sé que tú le amas —dijo, vacilando antes de pronunciar cada palabra—, ya lo sé, pero pensé que… Bueno, algunos hombres tienen esposas y amados.

Su rostro se empequeñeció y parecía tan triste que no fui capaz de permanecer callado.

—Briseida, si alguna vez hubiera deseado tomar esposa, te habría elegido a ti.

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