La canción de Aquiles (14 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

—Sí —contestó el interpelado.

—Quizá debieras considerar ahora esa respuesta —observó el centauro. Me recorrió un escalofrío, pero no tuve tiempo de pensar en aquello pues Quirón se volvió hacia mí.

—Patroclo —dijo. Era una orden.

Me adelanté. Me puso en la cabeza esa mano suya grande y cálida como el sol. Respiré ese aroma que era solo suyo, una fragancia a caballo, sudor, hierbas y bosque.

—No renuncies a las cosas con tanta facilidad como hiciste una vez —me instó con voz tranquila.

No supe qué responder a eso, así que me limité a decir:

—Gracias.

Percibí el atisbo de una sonrisa.

—Cuídate.

Retiró la mano y al hacerlo sentí un enorme frío en la cabeza.

—Enseguida estaremos de vuelta —repitió Aquiles.

Los ojos del centauro refulgían oscuros a la inclinada luz del atardecer.

—Os esperaré.

Nos echamos al hombro los petates y abandonamos el claro de la cueva. El astro rey había rebasado su meridiano hacía mucho y el mensajero se impacientaba. Descendimos la ladera de la montaña a toda prisa y montamos a lomos de los corceles que nos aguardaban. Me resultaba extraño ir sobre una silla de montar después de tantos años de marcha a pie y los caballos me ponían nervioso. Casi había esperado que se pusieran a hablar, aunque, por supuesto, no podían. Me revolví en mi posición para volver la vista atrás y mirar hacia Pelión con la esperanza de poder ver la cueva de paredes rosáceas o tal vez incluso al propio Quirón, pero nos hallábamos demasiado lejos, así que miré el camino y me dejé llevar a Ftía.

Once

L
a última pizca de sol flameó en la línea de horizonte por el oeste cuando pasamos el mojón divisorio que marcaba las lindes de los territorios palaciegos. Enseguida oímos el grito de la guardia y la respuesta de un cuerno. Tras subir la colina, el palacio se presentó ante nosotros y tras él se agitaba inquieto el océano.

En el umbral de la casa se hallaba Tetis, tan impredecible como el relámpago. Su melena azabache se recortaba contra las blancas paredes marmóreas del palacio. Vestía un atavío oscuro, del color de un mar agitado, donde se entremezclaban el púrpura de las magulladuras y un batiburrillo de grises. En algún lugar próximo a la nereida se encontraban un grupo de soldados y también Peleo, pero ni les miré. Solo la veía a ella y su mentón curvo como la hoja de un cuchillo.

—Tu madre —le susurré a Aquiles. Habría jurado que los ojos le ardieron de rabia como si me hubiera escuchado. Tragué saliva y me obligué a seguir adelante. «No va a hacerme daño. Me lo ha dicho Quirón».

Resultaba inusual verla entre mortales. Su presencia luminosa confería un aspecto lánguido y apagado a todos los allí presentes, tanto los guardias como Peleo, aunque la tez de Tetis era blanca como la cal. Permanecía alejada de ellos, rasgando el cielo con su altura sobrenatural. Los centinelas mantenían las miradas gachas en señal de deferencia… y miedo.

Aquiles desmontó y yo le imité. Tetis le atrajo hacia sí para abrazarle. Vi cómo los guardias se removían en sus puestos, preguntándose cómo sería el contacto con su piel, y muy contentos de no saber la respuesta.

—Aquiles, hijo de mis entrañas, carne de mi carne —dijo. No habló muy alto, pero las palabras cruzaron el patio—. Bienvenido a casa.

—Gracias, madre —contestó Aquiles. Entonces se dio cuenta de que era ella quien le reclamaba. Todos lo hicimos. Lo apropiado era que un hijo saludase primero al padre; la madre iba en segundo lugar…, si todo hubiera sido normal, pero ella era una diosa y, aunque Peleo frunció los labios, no dijo nada.

Aquiles acudió junto a su padre cuando Tetis le liberó.

—Sé bienvenido, hijo —le recibió Peleo, cuya voz sonó débil después de haber oído la de su esposa y pareció más anciano de lo debido. Habían pasado tres años desde nuestra marcha—. Y también tú, Patroclo.

Todos se volvieron hacia mí. Me las ingenié para hacer una reverencia. Era muy consciente de que Tetis me fulminaba con la mirada desde lo alto.

Me alegré cuando Aquiles tomó la palabra.

—¿Cuáles son las nuevas, padre?

Peleo miró a los guardias por el rabillo del ojo. Las especulaciones y rumores debían propagarse por todos los pasillos.

—No las he anunciado aún. No tenía intención de hacerlo hasta que estuviéramos todos presentes. Te estábamos esperando. Ven, empecemos.

Le seguimos al interior de palacio. Me moría de ganas por hablar con Aquiles, pero no me atrevía, pues Tetis caminaba justo detrás de nosotros. Los criados la rehuían, resoplando de sorpresa. «La diosa». Sus pies no producían ruido alguno al pisar el suelo de piedra.

Mesas y bancos atestaban el gran salón. Los criados iban corriendo de un lado para otro con bandejas llenas de viandas o portaban cráteras de vino. En la parte delantera de la estancia habían alzado una tarima donde el rey iba a sentarse junto a su hijo y su esposa. Había tres asientos. Me sonrojé. ¿Qué me había creído?

—No veo un lugar para Patroclo, padre —dijo Aquiles en voz lo bastante alta para hacerse oír entre el bullicio de los preparativos. Me puse aún más colorado.

—Aquiles —le susurré. «Eso no importa», quise decirle. «Me sentaré entre los hombres. Todo está en orden». Pero él me ignoró.

—Patroclo es mi camarada por juramento. Su sitio está junto a mí. —Los ojos de la nereida flamearon y casi pude sentir el fuego de los mismos. Vi la negativa formada en sus labios fruncidos.

—Muy bien —accedió Peleo y mediante un gesto indicó a un siervo que me hicieran un sitio entre ellos, que, por suerte, fue en el extremo opuesto al lugar ocupado por Tetis. Me hice lo más pequeño e invisible posible antes de seguir a Aquiles hasta nuestros asientos.

—Ahora va a odiarme —le recriminé.

—Ya te odia —me replicó con una rápida sonrisa.

Eso no me tranquilizó lo más mínimo.

—¿Por qué ha venido? —inquirí con un hilo de voz. Solo algo realmente importante podía haberla sacado de las grutas submarinas. El aborrecimiento de Tetis hacia mi persona no era nada en comparación con el que sentía hacia Peleo, a juzgar por la expresión de su semblante cada vez que le miraba.

Aquiles negó con la cabeza.

—No lo sé. Es extraño. No les he visto juntos desde que era un crío.

Recordé las palabras que le había dedicado el centauro a Aquiles en el momento de la marcha: «Quizá debieras considerar ahora esa respuesta».

—Quirón piensa que hay nuevas de una guerra.

Aquiles frunció el ceño.

—No veo por qué nos han llamado. Siempre hay guerra en Micenas.

Peleo tomó asiento y un heraldo dio tres toques cortos con la trompeta, la señal convenida para el inicio del ágape. Por lo general, se necesitaban varios minutos para que los hombres se reunieran, entretenidos como estaban en los campos de entrenamiento, y terminaran sus quehaceres, pero en esta ocasión acudieron como el torrente desbordado de un río en primavera cuando se inicia el deshielo. No tardaron en abarrotar la estancia; forcejearon por las sillas y no dejaron de cuchichear. Advertí un entusiasmo creciente en el tono de sus voces. Ninguno se molestaba en hacer chasquear los dedos para llamar a los criados ni en apartar de un puntapié a un perro en busca de comida. Solo tenían una cosa en la mente: el hombre procedente de Micenas y las noticias que había traído.

Tetis también se había sentado, pero no había platos ni cuchillo para ella, pues los dioses vivían de néctar y ambrosía, saboreaban los holocaustos y los vinos que vertíamos en sus altares. Resultaba extraño, pero allí dentro tenía un aspecto menos visible y resplandeciente que en el exterior. Aquel mobiliario tosco y grande parecía disminuirla en cierto modo.

Se hizo un silencio sepulcral en la sala, incluso en los asientos más lejanos, cuando Peleo se puso en pie y alzó la copa.

—He recibido una misiva de Micenas, de los hijos de Atreo, Agamenón y Menelao. —Los últimos murmullos y movimientos cesaron de forma abrupta. Se quedaron inmóviles incluso los criados. Contuve la respiración. Aquiles apretaba su pierna contra la mía—. Se ha cometido un delito. —El monarca hizo otra pausa, como si estuviera sopesando lo que iba a decir—. La esposa de Menelao, la reina Helena, ha sido raptada de su palacio en Esparta.

—¡Helena! —susurraron los hombres entre sí.

Las historias sobre su belleza no habían dejado de crecer desde su matrimonio. Menelao había construido alrededor de su palacio muros con una doble capa de piedra y había entrenado desde la cuna a sus soldados para defenderlo. Pero la habían raptado a pesar de todas aquellas precauciones adoptadas. «¿Quién lo ha hecho?».

—Menelao había recibido una embajada del rey de Troya, encabezada por el hijo de Príamo, el príncipe Paris, el responsable de todo esto: él raptó a la reina de Esparta de su cámara mientras el rey dormía. —Se levantó un murmullo de indignación. Solo un oriental sería capaz de deshonrar la gentileza de su anfitrión, pero era normal; era de todos sabido que se echaban perfumes y estaban corrompidos por culpa de esa vida muelle suya. Un verdadero héroe se la habría llevado de frente, a punta de espada—. Agamenón y Micenas instan a los hombres de toda Hélade para que naveguen hasta el reino de Príamo en rescate de Helena. Troya es próspera y fácil de conquistar, según se dice. Todos cuantos participen volverán a casa cargados de riqueza y renombre. —Esa coletilla era de lo más oportuno. Nuestra gente siempre había matado por la riqueza y la reputación—. Me han pedido que envíe un grupo de Ftía y he accedido. —Peleo aguardó a que cesaran los murmullos antes de añadir—: Aunque no tengo intención de enviar a nadie que no desee ir y no seré yo quien mande las tropas.

—¿Y quién lo hará? —preguntó alguien a voz en grito.

—Eso está aún por decidir —contestó Peleo, pero vi cómo volvía la mirada hacia su hijo.

«No», pensé, y cerré el puño sobre el borde de la silla. «Aún no». Tetis permanecía en el otro extremo de la mesa con la mirada perdida y el rostro frío e inmóvil. «Estaba al corriente», comprendí. «Quiere que Aquiles vaya». Ahora, Quirón y la cueva de paredes rosadas se me antojaban increíblemente lejos, un idilio infantil. De pronto comprendí el peso de las palabras del centauro: todos decían que Aquiles había nacido para la guerra, que sus manos y pies parecían formados para ese solo propósito. Iban a mandarle entre miles de lanzas troyanas y esperaban verle triunfar mientras se teñía las manos de sangre.

Peleo señaló con un gesto a Fénix, su más viejo amigo, sentado en una de las primeras mesas.

—El noble Fénix anotará el nombre de todos cuantos deseen acudir a la lucha.

Se produjo un revuelo entre los bancos y los hombres empezaron a levantarse, pero Peleo alzó la mano.

—Aún hay más. —El soberano alzó un trozo de lino oscurecido por una profusión de garabatos—. Helena tuvo muchos pretendientes antes de casarse con el rey Menelao. Al parecer, esos hombres hicieron un juramento de protegerla con independencia de quién lograra desposarla. Agamenón y Menelao exigen a esos hombres el cumplimiento de su promesa y que la traigan de vuelta junto a su legítimo esposo.

Yo le miré fijamente. «Un juramento». Entonces, de pronto, me vino a la mente la imagen de un brasero y la sangre derramada de una cabra blanca, y un salón suntuoso abarrotado de hombres imponentes.

Las paredes de la sala parecieron moverse y no fui capaz de mirar nada cuando el heraldo alzó la lista y empezó a leerla.

«Antenor».

«Eurípilo».

«Macaón».

Reconocí muchos de esos nombres, todos lo hicimos. Eran los de los héroes y reyes de nuestra época, pero para mí eran algo más que eso. Yo les había visto a todos en una cámara de piedra saturada con el humo de un fuego.

«Agamenón».

«Ulises». Recordé la cicatriz de su pantorrilla, rosada como una encía.

«Áyax». Era dos veces más grande que cualquier otro hombre de la estancia y llevaba a la espalda aquel enorme escudo.

«Filoctetes», el arquero.

«Menoitiades».

El heraldo se detuvo unos instantes y eso me permitió oír el murmullo:

—¿Quién?

Mi padre no había destacado demasiado durante los años de mi exilio, su fama había menguado, su nombre se había olvidado, e incluso quienes le conocían jamás habían oído hablar de un hijo. Yo me quedé helado, temía moverme para no venirme abajo. «Estoy obligado a ir a esa guerra».

El heraldo se aclaró la garganta.

«Idomeneo».

«Diomedes».

—¿Eres tú? ¿Estuviste ahí? —Aquiles se había girado para orientarse hacia mí. Hablaba con un hilo de voz y apenas podía oírsele, pero aun así yo temía que alguien pudiera escucharle.

Asentí en silencio; tenía la garganta demasiado seca como para pronunciar palabras. Solo había pensado en el peligro que corría Aquiles y en cómo podía intentar retenerle allí, si podía, pero ni siquiera había pensado en mí mismo.

—Escucha y no digas nada. Ese ya no es tu nombre. Ya se nos ocurrirá qué hacer. Se lo preguntaremos a Quirón.

Aquiles jamás había hablado de ese modo: cada palabra atropellaba a la siguiente de tan deprisa como las pronunciaba. La urgencia de su discurso me hizo recobrarme un poco y tomé conciencia de sus ojos fijos en los míos. Asentí una vez más.

Conforme se sucedieron los nombres vinieron los recuerdos: las tres mujeres del estrado, una de las cuales era Helena, los tesoros apilados en el centro, el gesto crispado de mi rostro, las rodillas sobre el enlosado de piedra. Había llegado a pensar que se trataba de un sueño. Pero no.

El rey ordenó retirarse a los hombres en cuanto hubo terminado el heraldo. Se pusieron en pie todos a la vez, arrastrando los bancos al levantarse, deseosos de presentarse ante Fénix para alistarse.

—Venid —nos pidió Peleo, volviéndose hacia nosotros—, me gustaría hablar con vosotros.

Busqué a Tetis con la mirada para ver si ella también iba a venir, pero ya se había marchado.

Nos sentamos junto al hogar de Peleo, que nos ofreció vino casi sin aguar. Aquiles rehusó y yo acepté la copa, pero no la probé. El rey se hallaba en su vieja silla de respaldo alto y llena de cojines, la más próxima al fuego. Contempló a su hijo.

—Te he hecho venir con la idea de que tal vez te gustara encabezar este ejército.

Ya estaba dicho. El fuego crepitaba, pues la leña estaba verde.

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