La canción de Aquiles (16 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

El salón era estrecho y estaba en penumbra. Un olor a comidas pasadas saturaba el aire. En el extremo opuesto había dos sitiales vacíos. Varios guardias haraganeaban en las mesas, donde jugaban a los dados. Alzaron la vista.

—¿Qué quieres? —me interpeló uno de ellos.

—He venido a ver al rey Licomedes —respondí, y levanté el mentón con el fin de hacerles saber que era un hombre de cierta importancia. Por eso me había puesto la mejor túnica disponible, una de Aquiles.

—Iré yo —dijo uno de aquellos tipos; soltó los dados, que repiquetearon al caer, y se marchó del salón.

Peleo jamás habría tolerado semejante desafección; trataba bien a sus hombres y a cambio esperaba de ellos mucho más. Todo cuanto había en aquella estancia parecía raído y gris.

El tipo reapareció poco después y me llamó.

—Ven.

Le seguí de buen ánimo. Había pensado largo y tendido lo que iba a decir. Estaba preparado.

—Por aquí. —Señaló una puerta abierta con un ademán y luego volvió a la partida de dados.

Traspuse el umbral y me encontré en el interior con una joven sentada junto a los rescoldos del fuego.

—Soy la princesa Deidamia —se presentó con voz clara y tan alta que parecía un tanto infantil. Llamaba la atención después de la grisura de la entrada. Tenía una nariz puntiaguda y un rostro afilado, con un punto zorruno. Era muy guapa, y ella lo sabía.

Recobré mis modales y le hice una reverencia.

—Soy un extranjero y he venido a solicitar un favor a vuestro padre.

—¿Y por qué no a mí? —La mujer ladeó la cabeza y sonrió. Era sorprendentemente pequeña. Supuse que si se ponía de pie apenas me llegaría al pecho—. Mi padre es viejo y está enfermo. Puedes formularme tu petición y yo la responderé.

Adoptó una pose regia, posicionada con sumo cuidado a fin de que la luz de la ventana la iluminara desde detrás.

—He venido en busca de un amigo.

—¿Sí…? —Alzó una ceja—. ¿Y quién es tu amigo?

—Un joven —contesté con prudencia.

—Ya veo. Tenemos algunos por aquí, sí —respondió con suma picardía. La melena oscura le caía en densos rizos sobre la espalda. La muchacha llevó la cabeza a un lado y luego la giró. Después me sonrió de nuevo—. Quizá deberías empezar por decirme cómo te llamas, ¿no?

—Quirónides —respondí. «Quirónides, hijo de Quirón».

La princesa arrugó la nariz e hizo un mohín al oír un nombre tan raro.

—Quirónides, ¿eh? ¿Y qué te trae por aquí?

—Busco a un amigo mío. Llegó aquí hará cosa de un mes. Es natural de Ftía.

Algo iluminó sus ojos durante unos instantes, o quizá fue cosa de mi imaginación.

—¿Y por qué le buscas? —inquirió con menos despreocupación que antes.

—Le traigo un mensaje. —Habría preferido tratar con un rey viejo y achacoso antes que con la princesa, cuyo rostro era como el azogue, siempre en busca de algo nuevo. Me sacaba de quicio.

—Hum, ya. Un mensaje. —Deidamia sonrió con coquetería y empezó a darse golpecitos en la barbilla con una yema pintada—. Traes un mensaje para un amigo. ¿Y por qué debería yo decirte si conozco o no a ese joven?

—Porque tú eres una poderosa princesa y yo un humilde peticionario. —Me arrodillé.

Aquella salida mía fue de su agrado.

—Bueno, tal vez le conozca y tal vez no. Voy a tener que pensármelo. Te quedarás a cenar y esperarás a que tome una decisión. Si tienes suerte, tal vez baile para ti con mis mujeres. —La joven ladeó la cabeza de repente—. ¿Has oído hablar de las mujeres de Deidamia?

—Lamento mucho reconocer que no.

Ella hizo un mohín de disgusto.

—Todos los reyes envían aquí a sus hijas en acogida…, como sabe todo el mundo, excepto tú.

Agaché la cabeza con abatimiento.

—He pasado toda mi vida en las montañas y no he visto mucho mundo.

La princesa torció un poco el gesto e indicó la puerta mediante un gesto.

—Te veo en la cena, Quirónides.

Me pasé la tarde en los polvorientos patios de palacio, erigido en el punto más alto de la isla; su silueta se recortaba contra el azul del cielo y desde el mismo se gozaba de unas vistas preciosas a pesar de estar muy venido a menos. Tras sentarme, intenté recordar todo cuanto había oído acerca de Licomedes. Se le conocía por ser un rey bastante benévolo, pero débil y de recursos limitados. Eubea, al oeste, y Jonia, al este, hacía mucho que le habían puesto el ojo a sus tierras. Pronto, eubeos o jonios iniciarían la guerra a pesar de la inhóspita costa. Y eso sucedería aún más pronto si llegaban a enterarse de que allí gobernaba una mujer.

Regresé al gran salón al ponerse el sol. Habían encendido teas, pero las mismas solo parecían servir para acrecentar la oscuridad. Deidamia lucía un aro dorado en el pelo cuando condujo a un anciano al interior de la habitación. Iba encorvado y estaba tan cubierto de pieles que rozaba lo imposible determinar los límites de su cuerpo. La princesa sentó al rey en su trono y llamó al criado con un gesto grandioso. Yo me hallaba al fondo, entre los guardias y un puñado de hombres cuya función era imposible de determinar al primer golpe de vista. ¿Consejeros? ¿Primos? Tenían la misma apariencia gastada que todo lo demás en la habitación. Únicamente Deidamia parecía escapar a ello, con sus mejillas encendidas y su pelo brillante.

Un criado avanzó hacia las mesas y bancos agrietados y yo me senté. El monarca y la princesa no se unieron a nosotros, permanecieron en sus tronos al otro lado de la estancia. Empezaron a servir una comida bastante apetitosa, pero los ojos se me iban al frente del salón. No podía decidir si debía hacerme notar. ¿Se había olvidado de mí?

Pero entonces se puso en pie y volvió el rostro en dirección a nuestras mesas.

—Extranjero de Pelión —clamó ella—, nunca más vas a poder decir que no has oído hablar de las mujeres de Deidamia.

Y dicho esto, hizo un ademán con una mano adornada por un brazalete y entró un grupo de mujeres. Algo más de una veintena de bailarinas cuchicheando entre sí en voz baja. Permanecieron en el área central vacía que ahora identifiqué como un círculo de baile. Un grupo reducido de hombres tocaba la flauta, los tambores y una lira. Deidamia no parecía esperar respuesta alguna por mi parte, ni siquiera daba la impresión de que le importara que la hubiera oído o no. Bajó de la tarima del trono y se dirigió hacia la posición ocupada por las mujeres, reclamando a una de ellas como compañera.

Empezó a sonar la música. Los pasos del baile eran intrincados y las muchachas los ejecutaron a la perfección. Muy a mi pesar, quedé impresionado. Los vestidos giraban y las joyas se bamboleaban en torno a sus muñecas y tobillos cada vez que giraban. Las bailarinas echaban hacia atrás las cabezas como corceles briosos.

Deidamia era la más hermosa, por descontado. Atraía las miradas de todos con la diadema dorada, la melena suelta y las centelleantes ajorcas de las muñecas en alto. Estaba sonrojada de placer y, cuando la miré con detalle, la vi cada vez más reluciente. Saludaba a su pareja de baile, casi flirteaba. Tan pronto le rehuía la mirada como se acercaba hasta tocarla con gesto burlón. La curiosidad me incitó a alzar la cabeza para ver a la otra danzarina, pero el cúmulo de vestidos albos la ocultaba.

Las bailarinas se detuvieron cuando la pieza llegó a su final. Deidamia las condujo hacia delante, donde se alinearon para recibir nuestra ovación. Su pareja de baile permaneció junto a ella con la cabeza gacha. Hizo una reverencia con todas las demás y alzó la vista.

En ese momento todo el aliento se me agolpó en la garganta y proferí un sonido no muy alto, pero bastó para que los ojos de la joven se posaran en mí.

Entonces sucedieron a la vez varias cosas: Aquiles, pues se trataba de él, soltó la mano de Deidamia y se lanzó jubilosamente hacia mí, abrazándome con tal fuerza que tuve que retroceder.

—¡Pirra! —gritó la princesa, y prorrumpió a llorar.

Y Licomedes, que distaba mucho de ser el viejo chocho que me había hecho creer su hija, se levantó:

—¿Qué significa todo esto, Pirra?

Yo apenas oí nada. Aquiles y yo nos estrechamos el uno al otro, delirantes de puro alivio.

—Mi madre —susurró—, mi madre, ella me…

—¡Pirra! —La voz de Licomedes se oyó por todo el salón, haciéndose oír incluso por encima de los escandalosos sollozos de su hija. Me di cuenta en ese momento de que se estaba dirigiendo a Aquiles. «Pirra». Pelo de color del fuego
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Aquiles le ignoró y Deidamia lloró con más fuerza aún. El rey mostró un buen juicio que me sorprendió al mirar a sus cortesanos, tanto a hombres como a mujeres, y ordenar:

—Fuera.

Ellos le obedecieron a regañadientes y se marcharon mirando continuamente hacia atrás.

—Y ahora… —El rey se inclinó hacia delante y pude verle el semblante por vez primera; tenía la piel amarillenta y su barba agrisada parecía un sucio vellón de lana. Pese a todo, sus ojos eran de lo más perspicaces—. ¿Quién es este hombre, Pirra?

—¡Nadie! —chilló Deidamia.

La princesa agarró a Aquiles por el brazo y empezó a tirar de él, pero Aquiles respondió con frialdad:

—Mi marido.

Me apresuré a cerrar la boca para no quedarme boquiabierto como un pez.

—¡Mentira, no lo es! —Deidamia alzó aún más la voz, asustando a los pájaros posados en las vigas del techo.

Licomedes se volvió hacia mí como si buscara refugio en una conversación hombre a hombre.

—¿Es eso cierto, señor?

Aquiles me apretó los dedos.

—Sí —respondí.

—¡No! —chilló la princesa.

Aquiles hizo caso omiso a los tirones de Deidamia y con gran elegancia le dedicó una reverencia a Licomedes.

—Mi esposo ha venido a por mí y ahora debo abandonar tu corte. Agradezco tu hospitalidad.

El soberano alzó una mano con ademán conminatorio.

—Primero debo consultar a tu madre. Fue ella quien te entregó a mí en acogida. ¿Tiene ella noticia de este marido tuyo?

—¡No! —volvió a gritar Deidamia.

—¡Hija! —estalló el rey, crispando el gesto de un modo muy diferente al de su hija—. Deja de montar una escena. Suelta a Pirra.

—No. —La princesa se encaró con Aquiles. Tenía el rostro lleno de manchas e hinchado a causa del llanto—. Embustero, me has traicionado. Monstruo.
¡Apathes!
—«Sin corazón».

El rey se quedó petrificado y Aquiles me estrechó los dedos entre los suyos con más fuerza. La princesa se había dirigido a él usando el género masculino.

—¿Qué has dicho? —preguntó Licomedes lentamente.

Deidamia empalideció, pero alzó la barbilla con gesto desafiante y su voz no vaciló.

—Es un hombre —dijo ella, y luego añadió—: Nos hemos desposado.

—¿Qué…? —clamó Licomedes, llevándose las manos a la garganta.

Yo no dije nada. La mano de Aquiles era lo único que me mantenía con los pies en el suelo.

—No lo hagas, por favor —pidió Aquiles a la joven.

Pero aquello pareció enrabietarla.

—Lo haré —aseguró, y se volvió hacia su padre—. Eres un idiota. Yo era la única que lo sabía. ¡Lo sabía! —Se palmeó el pecho para dar énfasis a sus palabras—. Y ahora voy a decírselo a todos. ¡Aquiles! —se puso a vociferar. Chillaba como si quisiera que el nombre atravesara los gruesos muros de piedra y fuera oído por los mismísimos dioses—. ¡Aquiles, Aquiles, voy a decírselo a todos!

—No lo harás.

Las palabras frías y cortantes detuvieron con facilidad el griterío de la princesa.

«Yo conozco esa voz», pensé mientras me volvía.

Tetis se hallaba en la entrada. La luz azulada del hogar le iluminaba el rostro. Sus ojos eran dos tajos negros practicados en la piel. Nunca me había parecido tan alta como en aquella ocasión. Tenía el pelo tan lacio y brillante como de costumbre y lucía un atavío espléndido, pero había algo salvaje en ella, como si un viento invisible soplara a su alrededor. Parecía una furia, los demonios que acuden al reclamo de la sangre de los hombres. Se me erizaron los cabellos de tal modo que casi me arrancan la cabeza. Incluso Deidamia permaneció en silencio.

Nos quedamos allí delante de ella durante unos instantes. Después, Aquiles alzó la mano y se quitó el velo; rasgó el escote y desgarró la parte delantera del vestido, dejando a la vista el torso desnudo. La luz del fuego se extendió sobre su piel y la bañó hasta conferirle un tono áureo.

—Ya basta, madre.

Algo parecido a un espasmo pareció removerse por debajo de sus facciones. Por un momento casi llegué a temer que le golpeara, pero se limitó a observar a su hijo con esos tormentosos ojos negros.

Aquiles se volvió hacia Licomedes.

—Mi madre y yo te hemos engañado, y te pido disculpas por ello. Soy el príncipe Aquiles, hijo de Peleo. Ella no desea que vaya a la guerra y me ha ocultado aquí como una de tus hijas adoptivas. —Licomedes tragó saliva y no dijo nada—. Nos iremos ahora mismo —añadió con el mayor tacto posible.

Esas palabras sacaron a Deidamia de su trance.

—No —dijo, alzando otra vez la voz—. No puedes. Tu madre pronunció unas palabras sobre nosotros y ahora estamos casados. Eres mi esposo.

El resuello de Licomedes resonó de forma audible por toda la estancia. El rey fijó la mirada en Tetis y preguntó:

—¿Es eso cierto?

—Lo es —respondió la diosa.

Sentí en el pecho el vértigo de una caída desde una gran altura. Aquiles se volvió hacia mí como si tuviera intención de decir algo, pero su madre fue más rápida.

—Ahora estás ligado a nosotros, rey Licomedes. Vas a continuar dando refugio a Aquiles en tu isla y no revelarás su identidad. A cambio, un día tu hija podrá reclamar a un marido famoso. —Los ojos de Tetis se fijaron en un punto por encima de la cabeza de Deidamia; luego, añadió—: Es más de lo que habría conseguido.

Licomedes se frotó la frente como si pretendiera alisar las arrugas.

—No tengo elección, como bien sabes —contestó el monarca.

—¿Y qué ocurriría si no guardo silencio? —Deidamia tenía las mejillas encendidas—. Tú y tu hijo me habéis echado a perder. He yacido con él, como tú me dijiste, y he perdido la honra. Pienso reclamarle ante los jueces como recompensa.

«He yacido con él».

—Eres una chiquilla estúpida —dijo Tetis. Cada palabra resonó como la hoja de un hacha, aguda y cortante—. Pobre, vulgar, un simple recurso. No te mereces a mi hijo. O te callas o yo me encargaré de que no hables.

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