La canción de Aquiles (20 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Hizo un gesto brusco a un criado, que dio media vuelta y se marchó corriendo del salón. Yo mantuve la vista fija en el plato a fin de evitar que se advirtiera el pánico de mis facciones.

La llamada había sorprendido a las mujeres y seguían haciendo pequeños ajustes en los peinados y las ropas cuando se adentraron en el salón real. Aquiles se hallaba entre ellas, con la cabeza cuidadosamente cubierta y los ojos entornados con modestia. Los ojos se me iban con ansiedad a los semblantes de Ulises y Diomedes, pero ninguno de los dos le dedicó una mirada siquiera.

La música empezó en cuanto las muchachas ocuparon sus posiciones y nosotros observamos cómo iniciaban una compleja secuencia de pasos. La ausencia de Deidamia aminoraba la calidad del espectáculo, pues era la mejor bailarina de todas, pero el baile era muy hermoso.

—¿Cuál de ellas es tu hija? —quiso saber Diomedes.

—No se encuentra aquí, rey de Argos. Está de visita con su familia.

—Qué lástima —repuso el monarca argivo—, esperaba que fuera esa de ahí. —Señaló a una chica situada al fondo, una menuda y de tez oscura. No se parecía en nada a Deidamia y sus tobillos resultaban especialmente adorables cada vez que se hacían visibles debajo del ondulante dobladillo del vestido.

Licomedes se aclaró la garganta.

—¿Estás casado, mi señor?

Diomedes esbozó una media sonrisa.

—Por ahora —contestó sin apartar la vista de las mujeres.

Ulises se incorporó cuando la danza hubo terminado y alzó la voz para que todos le oyeran.

—Vuestro número nos ha honrado de verdad. Muy pocos mortales pueden alardear de haber visto a las bailarinas de Esciro. Os hemos traído regalos para vosotras y vuestro rey como muestra de admiración.

Un murmullo de entusiasmo recorrió las filas de comensales. Esciro no era un destino frecuente para los objetos de lujo, pues nadie tenía dinero para pagarlos.

—Eres demasiado amable —respondió Licomedes con las mejillas arreboladas por sincero gozo, pues no había esperado semejante generosidad.

A una señal de Ulises, los criados trajeron unas arquetas y depositaron su contenido sobre las largas mesas. Atisbé el destello de la plata y el fulgor del vidrio y las gemas. Todos nosotros, hombres y mujeres, nos inclinamos hacia delante, ávidos por verlas.

—Por favor, tomad lo que queráis —invitó el príncipe itacense.

Las muchachas se dirigieron a toda prisa hacia los regalos. Las observé toquetear las relucientes chucherías: perfumes dentro de delicadas botellas de cristal tapadas con cera, espejos con asas de marfil, sinuosas ajorcas de oro, cintas teñidas de púrpura y rojo. Entre los presentes había unas cuantas cosas destinadas a Licomedes y sus consejeros, pensé: escudos con correas de cuero, astas de lanza talladas y espadas plateadas con finas y flexibles fundas hechas con piel de cabrito. Al señor de Esciro le centellearon los ojos al ver uno de esos aceros, similar a un pez que ha mordido el anzuelo. Ulises permanecía cerca, dominando la escena con aire benevolente.

Aquiles se mantuvo en retaguardia, merodeando lentamente entre las mesas. Se detuvo para verter unas gotas de perfume sobre sus finas muñecas y acariciar la suave asa de un espejo. Se entretuvo otro momento para juguetear con un par de pendientes de gemas blancas engarzadas en un hilo de plata.

Un movimiento atrajo mi atención hacia el extremo final del salón: Diomedes había atravesado la estancia y conversaba con uno de sus servidores, que asintió y franqueó la gran puerta doble de la entrada. Fuera lo que fuese, no podía ser nada importante: el monarca argivo parecía medio dormido, con los ojos entrecerrados y con aspecto aburrido.

Miré otra vez a Aquiles; se había puesto los pendientes y los giraba mientras soltaba una risilla tonta, haciéndose pasar por chica. Aquello le divertía, lo supe al ver la comisura de sus labios fruncida hacia arriba. Recorrió el salón con la mirada y entonces, por un momento, reparó en mi semblante. No pude contenerme y sonreí.

Alguien hizo sonar un cuerno con fuerza aterradora. El sonido procedía del exterior, fue una nota sostenida seguida de tres toques cortos: nuestra señal para el peligro más grave e inminente. Licomedes se apresuró a levantarse mientras los guardias se volvían hacia esa puerta. Las chicas gritaron y se aferraron unas a otras y soltaron sus tesoros, que quedaron esparcidos sobre el suelo entre cristales rotos.

Todas, salvo una.

Aquiles había echado mano a uno de los aceros plateados y lo había sacado de su funda de piel de cabrito antes de que hubiera terminado de sonar el último toque. La mesa impedía su avance hacia la puerta, así que la salvó de un salto en un abrir y cerrar de ojos mientras echaba mano a una lanza al pasar. Cayó sobre el suelo con las armas ya en alto y adoptando una letal pose que no encajaba con una chica ni con ningún otro hombre, sino con «el guerrero más grande de su generación».

Me volví de inmediato hacia Ulises y Diomedes. Me horroricé al verles sonreír.

—Muy buenas, príncipe Aquiles —saludó el príncipe de Ítaca—. Te estábamos buscando.

Permanecí allí de pie, impotente, mientras la corte de Esciro asimilaba las palabras de Ulises, que se había girado hacia Aquiles sin quitarle la vista de encima; este no se movió durante unos instantes, pero luego, muy despacio, bajó las armas.

—Mi señor Ulises —contestó con una voz sorprendentemente tranquila—, mi señor Diomedes. —Inclinó la cabeza con amabilidad, como se hacía entre príncipes—. Me honra ser el centro de tanto esfuerzo. —Fue una respuesta excelente, llena de dignidad y un leve toque burlón. En ese momento les hubiera resultado más duro humillarle—. Debo asumir que deseáis hablar conmigo, ¿no? Esperad un momento y enseguida me reuniré con vosotros.

Depositó la espada y la lanza con todo cuidado sobre la mesa y con agilidad se desanudó el pañuelo y se lo quitó. Su cabello expuesto refulgió como el bronce pulido. Los hombres y mujeres de la corte de Licomedes susurraban entre sí, escandalizados, y no apartaban los ojos de Aquiles.

—Tal vez esto sea de ayuda. —Ulises había sacado una túnica de una caja o una bolsa.

Se la lanzó a Aquiles, que la cogió al vuelo, y dijo:

—Gracias.

Los cortesanos observaron hipnotizados cómo se desvestía hasta la cintura y se ponía la nueva prenda.

Ulises se volvió hacia la parte frontal de la habitación.

—Licomedes, ¿harías el favor de permitirnos usar unas dependencias? Tenemos mucho que discutir con el príncipe de Ftía.

El semblante del rey de Esciro era una máscara helada. Supe que estaba pensando en Tetis y su castigo. No contestó.

—Licomedes. —La voz de Diomedes fue brusca, chasqueó como un vendaval.

—Sí —respondió el interpelado con voz ronca. Le compadecí. Me compadecí de todos nosotros—. Sí. Tenéis una justo ahí. —La señaló con la mano.

—Gracias —contestó Ulises, y asintió para luego dirigirse hacia la puerta con aire confiado, como si no le pasara por la imaginación que Aquiles pudiera hacer otra cosa que seguirle.

—Después de ti —invitó Diomedes con una sonrisa de suficiencia. Aquiles vaciló y me miró de refilón unos segundos.

—Oh, claro —dijo Ulises a voz en grito Aquiles, hablando de espaldas—, te invitamos a traer a Patroclo contigo si así lo prefieres. También tenemos asuntos pendientes con él.

Quince

L
a estancia tenía varios tapices raídos y cuatro sillas. Me obligué a sentarme erguido, con la espalda pegada al respaldo de madera, como haría un príncipe. El semblante de Aquiles reflejaba la tensión de lo vivido y el cuello se le había puesto colorado.

—Fue una trampa —acusó.

Ulises permaneció imperturbable.

—Fuiste listo a la hora de esconderte; debíamos serlo aún más para encontrarte.

Aquiles enarcó una ceja con altivez principesca.

—¿Y bien? Ya me habéis encontrado. ¿Qué queréis?

—Que nos acompañes a Troya —contestó el itacense.

—¿Y si no deseo ir?

—En tal caso, haremos saber todo esto. —Diomedes alzó el atavío tirado que había usado Aquiles.

Aquiles se sonrojó como si le hubieran abofeteado. Una cosa era llevar un vestido, impelido por la necesidad, y otra muy distinta que todos lo supieran. Nuestro pueblo reservaba los más feos apelativos para los hombres que actuaban como mujeres; semejantes insultos habían provocado la pérdida de muchas vidas.

Ulises alzó una mano, pidiendo contención.

—Todos los aquí presentes somos nobles y no debería ser preciso llegar a tomar tales medidas. Espero que seamos capaces de ofrecerte otras razones que te hagan aceptar de buen grado…, como la fama, por ejemplo. La ganarás a raudales si luchas a nuestro lado.

—Habrá otras guerras.

—No como esta —refutó Diomedes—. Va a ser la mayor contienda de nuestro pueblo, será recordada en leyendas y cantada durante generaciones. Serías un bobo si te la perdieras.

—No veo otra cosa que un marido cornudo y la ambición de Agamenón.

—En tal caso, estás ciego. ¿Hay algo más heroico que luchar por el honor de la mujer más hermosa del mundo contra la ciudad más poderosa de oriente? Perseo no puede presumir de tanto, ni Jasón. Heracles mataría a su mujer de nuevo a cambio de tener la ocasión de acompañarnos. Dominaremos Anatolia y todo el camino hacia Arabia. Grabaremos nuestros nombres en las historias de todas las edades venideras…

—Pensé que habías dicho que iba a ser pan comido y que íbamos a estar en casa para el próximo otoño —conseguí decir. Debía hacer algo para poner freno a ese torrente de palabras.

—Mentí. —El príncipe de Ítaca se encogió de hombros—. No tengo la menor idea de cuánto tiempo va a durar. Será más breve si contamos contigo —apostilló, mirando a Aquiles. Sus ojos oscuros te arrastraban como la resaca y daba igual que nadases contra ella—. Los hijos de Troya son conocidos por su habilidad en el combate y escribirás tu nombre en las estrellas con sus muertes. Si te pierdes la guerra, dejarás pasar tu posibilidad de ser inmortal. Te quedarás atrás, serás un desconocido. Sumarás más y más años, envejecerás en la oscuridad del anonimato.

Aquiles crispó el gesto.

—No puedes saber eso.

—En realidad, sí. —Ulises se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Tengo la fortuna de conocer algo a los dioses. Y ellos me han considerado lo bastante adecuado para compartir conmigo una profecía sobre ti.

Debía haberlo imaginado: Ulises no iba a venir con un escabroso chantaje como único recurso. En las historias le llamaban
polutropos
[9]
, el de los ardides. El miedo se removió en mí como la ceniza.

—¿Qué profecía? —quiso saber Aquiles.

—Tu divinidad se consumirá sin usar y tus fuerzas menguarán si no vienes a Troya. Como mucho, acabarás como nuestro anfitrión, el rey Licomedes, enmoheciendo en una isla olvidada y sin sucesores varones. Cualquier Estado cercano conquistará Esciro a no mucho tardar, y eso lo sabes tan bien como yo. Pero no le matarán, ¿por qué iban a hacerlo? Puede consumir sus años en algún rincón, senil, solo, comiendo el pan blando que le tiren. La gente preguntará quién era a su muerte. —Las palabras llenaron la habitación, consumiendo el aire hasta que no fuimos capaces de respirar. Esa vida era horrible, pero Ulises era incansable—: Ahora es conocido porque se cruzan su historia y la tuya. Tu fama será tan grande si vas a Troya que cualquier hombre pasará a la leyenda eterna solo por haberte dado una copa. Serás…

Las puertas se abrieron de sopetón en medio de una lluvia de astillas y Tetis se personó en el quicio de la puerta, flamígera como una llama viva. Todos sentimos su condición de diosa: nos chamuscó los ojos y calcinó los extremos rotos de la puerta.

Finos fragmentos de la puerta destruida cubrían la barba oscura de Ulises, que se puso en pie.

—Te saludo, Tetis.

La mirada flamígera de la diosa fue a por el mortal como una serpiente se lanza a por su presa. La tez de Tetis refulgió. El aire tembló ligeramente alrededor de Ulises, como si lo consumiera el calor o soplara una brisa. Diomedes, que había caído al suelo, se alejó poco a poco. Yo cerré los ojos para no ver el estallido de llamas.

Abrí los ojos durante el silencio sepulcral que se hizo a continuación. El itacense seguía ileso y los puños apretados de la nereida se estaban volviendo blancos. Mirarla ya no quemaba los ojos.

—La doncella de ojos grises siempre ha sido muy amable conmigo —le explicó el itacense, casi a modo de disculpa—. Ella sabe por qué estoy aquí, bendice y protege mi propósito.

Tuve la impresión de que me había perdido una parte de la conversación y ahora me esforcé para reconstruirla. La doncella de ojos grises debía de ser… la diosa de la guerra y sus artes. Se decía que premiaba la inteligencia por encima de todas las cosas.

—Atenea no tiene hijos que perder. —Las palabras chirriaron mientras salían de su boca y flotaron en el aire.

Ulises no hizo intento alguno de contestar, solo se volvió hacia el príncipe de Ftía y le instó:

—Pregúntale a ella, pregunta a tu madre qué es lo que sabe.

El interpelado tragó saliva. El sonido se oyó en toda la habitación. Los ojos de Aquiles se encontraron con las pupilas negras de su madre.

—¿Es cierto lo que dice?

—Lo es, pero hay más; él no te ha contado la peor parte —repuso con voz monocorde, como si las palabras fueran pronunciadas por una estatua—. Jamás regresarás si vas a Troya. Morirás joven allí.

Aquiles empalideció.

—¿Es eso cierto?

Eso es lo primero que preguntaban todos los mortales con incredulidad, miedo y sorpresa. «¿No soy yo una excepción?».

—Lo es.

Yo me habría venido abajo si Aquiles me hubiera mirado en ese momento, me habría echado a llorar y jamás me habría detenido, pero no apartaba los ojos de su madre.

—¿Qué debo hacer? —inquirió con un hilo de voz.

Un temblor alteró las aguas tranquilas del semblante de Tetis.

—No me pidas que yo elija —contestó antes de desvanecerse.

No consigo recordar qué dijimos a esos dos hombres, ni cómo nos fuimos de su lado ni cómo llegamos a nuestros dormitorios. Recuerdo su semblante: la piel tensa de las mejillas y la palidez apagada de su frente. Tenía hundidos los hombros, por lo general tan erguidos y perfectos. La pena creció en mi interior hasta que estuvo a punto de ahogarme. «Su muerte». Solo de pensarlo me sentía morir, caía en picado a través de un cielo absolutamente negro.

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