La canción de Aquiles (24 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Acerté a ver el atisbo de una sonrisa en la comisura de su boca. Aquiles disfrutaba de todo aquello, saboreaba la adoración rendida por la multitud. Más tarde me confió que él no sabía qué había pasado, pero cuando yo le comenté mi hipótesis, él no la cuestionó ni le extrañó.

La tropa le abrió un camino entre sus filas para dejarle pasar hasta el corazón de la muchedumbre, donde le esperaban los reyes. Cada nuevo príncipe debía presentarse ante sus pares y el nuevo comandante. Ahora le tocaba a Aquiles. Descendió por la pasarela en cuatro zancadas y pasó entre las filas de hombres, deteniéndose a diez pies de los monarcas. Yo estaba unos metros por detrás de él.

A pie firme nos estaba esperando Agamenón, el de la nariz curva y puntiaguda como el pico de un águila. Los ojos reflejaban su inteligencia y chispeaban de codicia. Era de pecho amplio y constitución robusta. Tenía aspecto de ser un veterano curtido, pero también más viejo de la cuenta, aparentaba más edad que los cuarenta que sabíamos que tenía. A su izquierda se hallaba Menelao, rey de Esparta y causa de la guerra. Había mechones grises enhebrados a los cabellos de intenso color rojo que yo recordaba. Se parecía a su hermano: era alto y ancho de hombros, fuerte como una yunta de bueyes. Tenía los ojos negros de su familia, pero tenía una nariz menos curva. Era un hombre sonriente y de facciones agraciadas, cosa que no podía decirse de su pariente.

El único otro rey a quien pude identificar con seguridad era Néstor, el anciano de ojos agudos, mentón cubierto por una rala barba de pelo blanco y rostro consumido por la edad. Era el más anciano de los mortales vivos, según se decía, un astuto superviviente de mil escándalos, batallas y levantamientos. Gobernaba el arenoso dominio de Pilos, a cuyo trono aún se aferraba con tenacidad para decepción de las docenas de hijos que habían envejecido más y más, mientras que él, en vez de morirse, seguía engendrando hijos de sus bien afamadas entrañas. Dos de esos descendientes le sostenían por los brazos para mantenerle firme, apartando a empellones a otros soberanos para hacerle un sitio en la parte delantera de la playa. Se quedó boquiabierto y perdió el aliento de entusiasmo cuando nos vio. Le encantaban las conmociones.

Agamenón se adelantó un paso, abrió los brazos en ademán de bienvenida y permaneció con gesto majestuoso a la espera de venias, reverencias y juramentos de lealtad como los que él había hecho. Ahora le correspondía a Aquiles ponerse de rodillas y ofrecerlas.

Pero el recién llegado no se arrodilló ni saludó a voz en grito al gran rey, tampoco inclinó la cabeza ni le ofreció un regalo. No hizo nada, salvo permanecer erguido delante de todos con el mentón alzado con orgullo.

Agamenón apretó los dientes. Parecía un idiota, allí, con los brazos extendidos, y él lo sabía. Mi vista recayó sobre Ulises y Diomedes, que echaban chispas por los ojos. A nuestro alrededor se extendió un silencio de lo más incómodo y los hombres intercambiaron miradas.

Puse los brazos a la espalda y entrelacé las manos mientras observaba la jugada de Aquiles. Su semblante parecía tallado en piedra mientras enviaba su mensaje al rey de Micenas. «No me das órdenes». El silencio se prolongó más y más, doloroso, expectante, como un cantante que alarga demasiado el final de una frase.

Aquiles rompió a hablar justo cuando Ulises se adelantaba para intervenir.

—Soy Aquiles, hijo de Peleo, hijo de dioses, el mejor de los griegos. He venido a traeros la victoria.

La sorpresa silenció a los hombres durante unos instantes, pero luego rugieron en señal de aprobación, y a todos nos invadió el orgullo. Nuestros héroes nunca eran modestos.

—Agamenón, líder de hombres, hemos traído al príncipe Aquiles para que se comprometa a ayudar —dijo Ulises, cuya mirada advirtió a Aquiles. «No es demasiado tarde», venía a decir, pero el príncipe de Ftía se limitó a sonreír y se adelantó un paso para zafarse de la mano del itacense.

—He venido por voluntad propia para ofrecer mi ayuda a tu casa —anunció a grito pelado. Después, se volvió hacia el gentío circundante, y siguió—: Me honra luchar junto a tantos nobles guerreros de nuestros reinos.

Eso levantó otra ovación, prolongada y ruidosa, que tardó varios minutos en apagarse. Finalmente, el comandante en jefe habló desde el paraje pétreo de su semblante con la paciencia del veterano que ha peleado duro para ganar.

—Desde luego, tengo el mejor ejército del mundo, y te doy la bienvenida a él, príncipe de Ftía. —Esbozó una abrupta sonrisa—. Lástima que hayas tardado tanto en venir. —Había una acusación implícita en esas palabras, pero Aquiles eligió no responder, y Agamenón empezó a hablar de nuevo, alzando la voz para hacerse oír por todos—. Ya nos hemos demorado bastante, hombres de Hélade. Mañana zarpamos hacia Troya. Retiraos a vuestras tiendas y preparaos.

Entonces, se volvió con determinación y se dirigió hacia la orilla caminando a grandes trancos.

Los reyes pertenecientes al círculo íntimo de Agamenón le siguieron, dispersándose en dirección a sus barcos. Figuraban entre ellos Ulises, Diomedes, Néstor, Menelao, y algunos más. No obstante, otros se demoraron para tener ocasión de saludar al nuevo héroe: el tesalio Eurípilo, Antíloco de Pilos, el cretense Meríones y el médico Podalirio.

Hombres de los más lejanos países de la Hélade habían acudido allí atraídos por la promesa de gloria u obligados por un juramento; muchos de ellos estaban allí desde hacía meses a la espera de que los rezagados del ejército se fueran incorporando y, según dijeron, mirando a Aquiles furtivamente, tras ese tedio agradecían cualquier distracción inofensiva, en especial si era a costa de…

—Disculpa la intrusión, príncipe Aquiles —interrumpió Fénix—, pensé que te gustaría saber que nuestro campamento está preparado. —Hablaba envarado a causa de la desaprobación, pero allí, delante de todos los demás, no iba a pronunciar censura alguna.

—Gracias, honorable Fénix —repuso Aquiles—. ¿Me disculpáis si…?

Todos le disculparon, por supuesto, se verían más tarde o al día siguiente. Vendrían con su mejor vino para brindar juntos. Aquiles prodigó apretones de manos, prometiendo que así sería.

De vuelta al campamento, los mirmidones pululaban a nuestro alrededor con fardos de equipaje, vituallas, postes y tiendas. Un hombre con los colores de Menelao se aproximó a nosotros e hizo una reverencia.

—El rey no puede venir —se disculpó, pero había enviado al heraldo para darnos la bienvenida. Aquiles y yo intercambiamos una mirada elocuente. Era una inteligente jugada diplomática. No venía él en persona porque no nos habíamos hecho amigos de su hermano, pero, aun así, daba la bienvenida al mejor de los griegos.

—Un hombre que juega a dos bandas —le susurré a Aquiles.

—Y que no puede permitirse el lujo de ofenderme si quiere recuperar a su esposa —replicó él, también en voz baja.

El acantonamiento principal era un caos vertiginoso, una locura en acción: el tremolar de las enseñas, las ropas tendidas en cuerdas y los laterales de las tiendas se entremezclaban con el movimiento apresurado de miles y miles de hombres. Detrás del campamento se hallaba el río, donde podía verse la marca que indicaba el máximo nivel del caudal de agua alcanzado al principio, cuando las tropas acababan de llegar; y luego estaba el ágora, el centro del mercado, con un altar y un podio improvisado; y al final del todo estaban las letrinas, unas largas zanjas a cielo abierto siempre repletas de hombres.

Nos observaban allá donde fuéramos; yo también vigilaba estrechamente a Aquiles, a la espera de ver si Tetis volvía a hacer que su pelo brillara más o le hinchaba los músculos. Si lo hizo, no me percaté; toda la gracia que vi era suya: sencilla, sin adornos, gloriosa. Saludaba con la mano a los hombres que no le quitaban la vista de encima; les sonreía y los saludaba al pasar. Yo escuchaba las palabras pronunciadas desde detrás de las barbas desgreñadas, los dientes rotos y las manos encallecidas.


Aristós achaion.

¿Era tal y como habían prometido Ulises y Diomedes? ¿Creían que esos miembros finos podrían repeler a un ejército troyano? ¿Podría ser un muchacho de diecisiete veranos el más grande de nuestros guerreros? Y mirara donde mirase, al mismo tiempo que veía esas preguntas, veía también las respuestas. «Sí», se decían unos a otros, «sí, sí».

Dieciocho

A
quella noche me desperté con la respiración entrecortada. La sudación me había empapado y dentro de la tienda reinaba un calor opresivo. Aquiles dormía junto a mí con la piel tan húmeda como la mía.

Salí al exterior en busca de un soplo de brisa marina, pero allí el aire también era pesado y húmedo. Reinaba una quietud de lo más anómala. No escuchaba el flamear de las lonas de las tiendas ni el cascabeleo de algún arnés mal sujeto. Incluso el mar permanecía en silencio, como si las olas hubieran dejado de golpear contra la orilla. Más allá de los rompientes, estaba tan liso como un espejo de bronce pulido.

«No hay viento», comprendí. Eso era de lo más extraño. A mi alrededor no se movía el aire, no soplaba ni un atisbo de brisa. Recuerdo que pensé: «Mañana no podremos zarpar si esto sigue así».

Agradecí el frescor del agua cuando me lavé la cara; regresé junto a Aquiles e intenté conciliar otra vez un sueño intranquilo.

A la mañana siguiente ocurrió lo mismo. Me desperté bañado en sudor, con la piel rugosa y cuarteada. Bebí de muy buen grado el agua que nos trajo Automedonte. Aquiles se despertó, se pasó una mano sobre la frente empapada y torció el gesto. Se marchó fuera de la tienda para regresar enseguida.

—No hay viento.

Yo asentí.

—Hoy no vamos a irnos.

Nuestros remeros eran hombres vigorosos, pero ni siquiera ellos tenían fuerza para remar todo el día. Necesitábamos viento favorable para ir a Troya.

Y no sopló durante esa mañana, ni aquella noche, ni al día siguiente, ni al otro. Agamenón se vio obligado a comparecer en el ágora para anunciar un nuevo retraso.

—Nos iremos en cuanto sople el viento —prometió.

Pero el aire no regresó. Estábamos acalorados todo el tiempo y el aire era tan abrasador como el roce de las llamas, por lo que teníamos los pulmones en carne viva. Hasta entonces no había sabido lo achicharrante que podía ser la arena ni la aspereza de las mantas. Enseguida se caldearon los ánimos y estallaron las primeras peleas.

Empezamos a preocuparnos con el correr de los días: dos semanas sin viento era algo antinatural, pero Agamenón seguía sin hacer nada.

—Voy a hablar con mi madre —acabó por decir Aquiles.

Me senté en la tienda a sudar y esperarle mientras se entrevistaba con ella. A su regreso, me informó:

—Me dice que es cosa de los dioses.

Pero Tetis no supo, o no quiso, decirle de qué numen en concreto se trataba.

Nos fuimos a ver al jefe de las tropas. Tenía la piel roja de tantos sarpullidos como le habían salido por culpa de la canícula y estaba enfadado todo el tiempo y contra todo, el viento, sus tropas inquietas y cualquiera que le diera la menor excusa.

—Mi madre es una diosa, como sabes. —Agamenón casi le bufó, pero Ulises le puso una mano sobre el hombro para refrenarle—. Ella dice que esta calma chicha no es natural. Es un mensaje de los dioses.

Agamenón no quedó nada complacido al oírlo, nos fulminó con la mirada y nos despidió de su tienda.

Transcurrió un mes, un mes agotador de sueño febril por las noches y días sofocantes. La ira crispaba el semblante de los hombres, pero no estallaron más peleas, pues hacía demasiado calor. Los soldados se tumbaban a la sombra y se odiaban unos a otros.

Al cabo de otro mes todos empezamos a volvernos locos, creo, sofocados bajo el peso de aquel aire inmóvil. ¿Cuánto tiempo más iba a prolongarse aquel suplicio? Eran terribles tanto el cielo resplandeciente que inmovilizaba a nuestra hueste como el calor sofocante que se nos metía en el cuerpo con cada inspiración. Incluso Aquiles y yo, a la sombra de la tienda y con los muchos juegos disponibles, nos sentíamos desnudos y vapuleados. ¿Cuándo iba a terminarse todo aquello?

Por último, corrió la voz de que Agamenón había hablado con Calcante, el sumo sacerdote. Le conocíamos bien, era un tipo menudo y feo, ocultaba su anguloso rostro de comadreja detrás de una barba irregular de color castaño, y tenía el hábito de sacar la lengua y humedecerse los labios antes de hablar. Lo menos agraciado de todo eran sus ojos, de un azul brillante. La gente se estremecía al verlos. Había algo anormal en ello. Había tenido mucha suerte de que no le mataran nada más nacer.

Calcante sostenía que habíamos ofendido a la diosa Artemisa, aun cuando no era capaz de explicar la causa, y daba la receta habitual: un sacrificio enorme. Se decidió reunir ganado y vino endulzado con miel a la mayor brevedad posible. Agamenón anunció en el transcurso de la siguiente reunión de las tropas que había invitado a venir a su hija con el fin de que le ayudara a realizar los ritos, pues era sacerdotisa de Artemisa y la más joven de cuantas se habían ungido. Tal vez ella lograra aplacar la ira de los dioses.

Luego nos enteramos de algo más: esa hija venía desde Micenas para algo más que una ceremonia, la traían para desposarse con uno de los reyes allí reunidos. Las bodas eran de lo más propiciatorio y complacían a los dioses, tal vez eso ayudara.

El comandante en jefe nos convocó a Aquiles y a mí a su tienda. Tenía la cara arrugada e hinchada, como suele suceder con quienes no duermen bien. La nariz aún seguía colorada y llena de sarpullidos. A su lado se sentaba Ulises, tan sereno como de costumbre.

—Te he hecho llamar para hacerte una proposición, príncipe Aquiles. —Agamenón se aclaró la garganta—. Tal vez hayas oído… que tengo una hija, Ifigenia. Me gustaría que se convirtiera en tu esposa.

Nos miramos fijamente. Aquiles se quedó boquiabierto, pero logró cerrar la boca.

—Agamenón te ofrece un gran honor, príncipe de Ftía —terció Ulises.

—Sí, y s-se l-lo a-gradezco —tartamudeó con una falta de labia inhabitual en él.

Miró al rey itacense y supe lo que le pasaba por la mente. ¿Y qué pasaba con Deidamia? Aquiles ya estaba casado, como Ulises sabía perfectamente.

Pero el rey itacense asintió de forma imperceptible con el fin de que Agamenón no le viera. Estaba claro. Íbamos a fingir que la princesa de Esciro no existía.

—Me siento muy honrado de que hayas pensado en mí —repuso Aquiles, todavía vacilante. Posó en mí sus ojos con una pregunta escrita en las pupilas.

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