La canción de Aquiles (37 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Fénix se levantó después de habernos contado las nuevas y se apoyó en el brazo de Automedonte para regresar a su tienda. Aquiles se volvió hacia mí con la respiración acelerada y las puntas de las orejas sonrosadas por la emoción. Me tomó de la mano y alardeó de que al final de la jornada su nombre estaba en boca de todos, el puro poder de su ausencia, grande como un cíclope que caminara pesadamente entre los soldados. El entusiasmo del día prendió en él como las llamas en la hierba seca. Y por vez primera soñó con la matanza, con asestar el golpe de gloria, el lanzazo ineludible que atravesara el corazón de Héctor. Se me puso la carne de gallina al oírselo contar.

—¿Lo ves? ¡Y es solo el principio!

No pude evitar la sensación de que algo se resquebrajaba bajo la superficie.

A primera hora de la mañana siguiente sonó una trompeta. Nos levantamos y subimos a la colina para ver una tropa de jinetes dirigirse a Troya desde el este. Montaban a lomos de caballos enormes que se movían a una velocidad casi antinatural, tirando de unos carros ligeros. A la cabeza del ejército iba un hombre más grande aún que Áyax. Llevaba flotando al viento su largo pelo negro ungido con aceite, al modo espartano. Enarbolaba un estandarte con forma de cabeza de caballo.

—Son licios, un pueblo anatolio aliado de Troya desde tiempo inmemorial —nos explicó Fénix, que se había reunido con nosotros—. Ha extrañado mucho que no se hubieran unido todavía a la guerra, pero bueno, aquí están, como si los hubiera convocado el propio Zeus.

—¿Y quién es ese? —Aquiles señaló al líder de los recién llegados.

—Sarpedón, uno de los hijos de Zeus. —El sol arrancaba destellos a los hombros del gigantón, humedecidos por el sudor de la cabalgada. Su piel era de color oro oscuro.

Las puertas de la ciudad se abrieron y los troyanos salieron en tropel para recibir a sus aliados. Héctor y Sarpedón se estrecharon las manos y luego guiaron a sus respectivas tropas hasta el escenario del combate. Las armas licias eran extrañas: jabalinas de punta dentada y objetos similares a enormes ganchos de pesca. Durante todo el día se oyeron sus extraños gritos de guerra y los cascos de su caballería. Hubo un flujo continuo de heridos hacia el pabellón de Macaón.

Fénix acudió a la reunión de la tarde en su condición de único miembro de nuestro campamento que no había caído en desgracia. Al regresar, miró con dureza a su príncipe.

—Idomeneo ha sido herido y los licios han roto el flanco izquierdo. Entre Sarpedón y Héctor van a aplastarnos.

Aquiles no se percató de la desaprobación de Fénix y se volvió hacia mí con aire triunfal.

—¿Has oído eso?

—Sí.

Transcurrió un día, y otro, y un tercero. Las habladurías cundían más que las nubes de mosquitos, y a juzgar por ellas, el ejército troyano empezaba a tomar ventaja, audaz e incontenible en ausencia de Aquiles. También se hablaba de los frenéticos concilios, donde nuestros reyes discutían a la desesperada sobre estrategia: razias nocturnas, espías, emboscadas. Y aún se rumoreaba más, Héctor en combate resplandecía ígneo, a su paso quemaba las filas griegas como si fueran arbustos, las diezmaba, y cada jornada había más bajas que la anterior. Por último, mensajeros asustados trajeron noticias de retiradas y heridas entre los reyes.

Aquiles interpretaba esos rumores a su manera.

—Esto no va durar mucho más.

Las piras funerarias ardían durante toda la noche; sus columnas de humo grasiento emborronaban el círculo de la luna en el cielo. Hice lo posible por no pensar en cada uno de los caídos como en alguien a quien conocía. Bueno, a quien había conocido.

Aquiles tocaba la lira cuando llegaron los tres hombres: primero Fénix, y detrás de él Ulises y Áyax.

Yo estaba sentado junto a él y un poco más lejos se hallaba Automedonte, afanado en cortar la carne de la cena. Aquiles alzó la cabeza mientras cantaba con voz dulce y clara. Yo me envaré y retiré la mano de su bota, donde la había apoyado hasta ese momento.

El terceto se aproximó hasta nuestra posición y permaneció al otro lado del fuego, a la espera de que Aquiles terminara. Este depositó la lira en el suelo y se levantó.

—Sed bienvenidos. Espero que os quedéis a cenar —invitó, y les estrechó las manos con calidez, sonriendo ante la sorpresa que se llevaban por semejante recibimiento.

Yo sabía la razón de su presencia.

—Debo echar un vistazo a la comida —murmuré, y me fui, y al hacerlo sentí los ojos de Ulises clavados en mi espalda.

La carne rezumaba jugo al quemarse en la parrilla del brasero. Les vigilé a través del humo: se sentaban en torno al fuego como si fueran amigos. No logré escuchar la conversación, pero Aquiles, aún sonriente, había logrado dispersar el aura funesta de sus invitados, simulando no verla. Entonces me llamó y ya no pude demorarme por más tiempo. Acudí diligentemente con las fuentes y tomé asiento junto a él.

El príncipe de Ftía inició una conversación poco entusiasta sobre batallas y cascos de combate. Entretanto, servía la carne y como anfitrión atentísimo volvió a repartir una segunda vez a todos y una tercera solo a Áyax. Los invitados comieron y le dejaron hablar. Al término del ágape, se limpiaron los labios y apartaron los platos. Todo el mundo parecía saber que había llegado el momento. Ulises fue quien inició la conversación.

En primer lugar habló de objetos. Iba dejando caer las palabras con despreocupación, una cada vez. Doce caballos veloces, siete trípodes de bronce, otras tantas chicas preciosas, diez lingotes de oro, veinte calderos, y todavía más: cuencos, copas, una armadura, y al final nos puso la perla: el regreso de Briseida. El itacense sonrió y extendió las manos en un gesto jovial de candidez que había visto antes: en Esciro, en Áulide y ahora en Troya.

Luego empezó otra segunda lista, el interminable parte de bajas. Aquiles torció cada vez más el gesto mientras Ulises leía nombre tras nombre de un rollo que llegaba hasta la arena, donde yacía diseminado hasta las inmediaciones del fuego. Áyax permaneció con la mirada fija en las manos llenas de heridas causadas por esquirlas de escudos y lanzas.

Entonces, Ulises nos contó las nuevas que aún ignorábamos: los troyanos estaban a menos de mil pasos de nuestra empalizada, acampados en la recién recuperada planicie, de la que no habíamos sido capaces de expulsarlos antes de la caída de la noche. Bastaba con asomarse desde la colina situada detrás de nuestro campamento para comprobarlo si nos cabía alguna duda. Iban a atacar al alba.

Hubo un largo momento de silencio antes de que Aquiles hablara:

—No.

Lo dijo con un tono de voz claro: rechazaba los tesoros y la culpa. Su honor no era una bagatela susceptible de ser recuperada por una embajada nocturna mientras nos apiñábamos junto a un fuego de campamento, no cuando la humillación se había cometido delante de toda la hueste, la había presenciado hasta el último hombre.

El príncipe de Ítaca atizó el fuego situado entre ellos.

—Ella no ha sufrido daño alguno. Me refiero a Briseida. Solo los dioses saben de dónde ha sacado Agamenón la contención, pero está intacta y bien protegida. Y ella y tu honor solo esperan a que los reclames.

—Dicho así parece como si alguna vez hubiera descuidado o abandonado mi honor —replicó Aquiles con voz ácida como el vino peleón—. ¿Es esa vuestra versión? ¿Eres la araña de Agamenón y cazas moscas incautas con ese cuento?

—Muy poético —convino Ulises—, pero la jornada de mañana no va a ser ningún poema. Mañana los troyanos abrirán una brecha en la empalizada y quemarán las naves. ¿Vas a quedarte aquí sin hacer nada?

—Eso depende de Agamenón.

—Dime una cosa, ¿por qué no ha muerto Héctor todavía? —quiso saber el itacense, y alzó una mano—. No busco una respuesta. Me limito a repetir lo que todos quisieran saber. Has tenido ocasión de matarle mil veces en los últimos diez años y no lo has hecho. Llama la atención y sorprende.

Pero nos hablaba en un tono en el que no había cabida para la sorpresa. El astuto príncipe de Ítaca estaba al tanto de la profecía. Me alegraba que hubiera traído como único acompañante a Áyax, que no comprendía el intercambio de frases.

—Has prolongado tu vida durante diez años, y me alegro por ti, pero en cuanto al resto de nosotros… —Ulises frunció los labios—. Bueno, hemos de esperar a que te venga bien. Nos estás deteniendo aquí, Aquiles. Se te ha dado una alternativa y has elegido. Ahora debes vivir con ello. —Los dos le fulminamos con la mirada, pero no había terminado—. Lo has hecho realmente bien a la hora de bloquear el camino al destino, pero no vas a poder prolongarlo para siempre. Los dioses no van a permitírtelo. —Hizo una pausa a fin de que pudiéramos oír con claridad todo cuanto decía—. El hilo va a hacerse cada vez más fino, lo elijas tú o no. Voy a decirte una cosa como amigo, será mejor que busques el destino en tus propios términos para poder irte en paz y no dejar que sea en los suyos.

—Eso es lo que estoy haciendo.

—Muy bien —repuso el itacense—, eso es cuanto he venido a decir.

Aquiles se levantó.

—En tal caso, es hora de que te vayas.

—Aún no —terció Fénix—. También yo deseo decir algo.

Aquiles se sentó lentamente, cautivo entre su orgullo y el respeto profesado al anciano.

—Tu padre te confió a mí cuando eras niño para que te criase. Tu madre se había ido hace tiempo y yo fui la única niñera que tuviste. Yo mismo te preparaba la comida y te enseñaba. Ahora eres un hombre y aún velo por ti para que estés a salvo de espadas, lanzas y locuras.

Miré a Aquiles; estaba en tensión y se mostraba cauto. Comprendí su temor a que la gentileza del anciano le venciera y sus palabras le empujaran a ceder. Y aún peor, de pronto le asaltó el miedo a que, si el fiel Fénix estaba de acuerdo con aquellos dos invitados, tal vez era él quien se equivocaba. El anciano alzó una mano, como si quisiera detener aquella espiral de pensamientos.

—Hagas lo que hagas, estaré a tu lado, tal y como siempre he hecho, pero deberías oír una historia antes de que decidas tu camino. —Y se lanzó a contarla sin dar tiempo a Aquiles de negarse—. En los tiempos del padre de tu padre hubo un joven héroe, Meleagro, cuya ciudad, Calidón, sufría el asedio de un pueblo feroz, los curetes.

Yo conocía aquella historia. Se la había oído contar a Peleo hacía mucho tiempo mientras Aquiles me sonreía desde las sombras. Por aquel entonces no tenía las manos manchadas de sangre ni una sentencia de muerte pendía sobre su cabeza. Eso fue en otra vida.

—Los curetes empezaron perdiendo la guerra por culpa de las habilidades guerreras de Meleagro —prosiguió Fénix—. Entonces, un día, el héroe sufrió un insulto, algo no muy grave, por parte de su propia gente, y a partir de entonces se negó a luchar de nuevo en favor de su ciudad. El pueblo le ofreció regalos y disculpas, pero él no las aceptó. Se encerró en su dormitorio para yacer con su esposa, Cleopatra, y recibir consuelo de ella. —Fénix me miró cuando pronunció el nombre de la esposa. Torcí un poco el gesto—. Al final, cuando la ciudad estaba a punto de caer y sus amigos morían, Cleopatra ya no pudo aguantarlo más e imploró a su esposo que volviera a luchar. Meleagro la amaba por encima de todas las cosas y se avino a ello, dispuesto a obtener una gran victoria para los suyos, pero aunque les salvó, también llegó demasiado tarde: muchas vidas se habían perdido como precio por su orgullo y, por ello, los habitantes de Calidón no le dieron regalos ni gratitud, solo odio por no haber acudido antes en su ayuda.

En el silencio subsiguiente pude oír la respiración de Fénix, fatigosa después del esfuerzo de haber hablado durante tanto tiempo. No me atreví a hablar ni a moverme. Temía que alguien apreciara en mi rostro una idea evidente: Meleagro no había vuelto a la lucha por el honor, los amigos, la victoria o la venganza, ni siquiera por su propia vida. Fue Cleopatra de rodillas delante de él con el rostro bañado en lágrimas. He ahí la habilidad de Fénix: Cleopatra, Patroclo
[15]
. Los nombres estaban hechos con las mismas sílabas, aunque ordenadas de forma diferente.

Si Aquiles se percató, no lo demostró. Habló con amabilidad en deferencia al anciano, pero siguió negándose.

—No hasta que Agamenón me devuelva el honor que me quitó.

Ulises no se sorprendió, pude verlo incluso en la oscuridad. Casi podía oír cómo iba a informar a los demás. «Lo intenté», diría al tiempo que extendía los brazos con pesar. Todo habría sido estupendo si Aquiles hubiera aceptado, pero como no lo había hecho, su negativa a los regalos y a las disculpas solo se interpretaría como una locura, furia u orgullo más allá de lo razonable. Iban a odiarle tal y como habían hecho con Meleagro.

El pecho se me llenó de miedo y sentí el deseo urgente de arrodillarme delante de él y suplicar, pero no lo hice. Ya me había decidido, al igual que Fénix. Yo no iba a marcar el rumbo de la nave, me limitaría a ir en ella hacia la oscuridad, y más allá, si Aquiles llevaba solo el timón.

Áyax no era tan ecuánime como Ulises y le lanzó una mirada furibunda con el rostro alterado por la ira. Le había costado mucho acudir allí y pedir su propia degradación. Él era el
aristós achaion
si no combatía el príncipe de Ftía.

Una vez que los visitantes se hubieron ido, me puse de pie y ofrecí el brazo a Fénix. Aquella noche estaba muy cansado, según pude ver, y sus pasos eran lentos. Para cuando le dejé —sus viejos huesos suspiraban por tumbarse en su camastro— y regresé a nuestra tienda, Aquiles ya se había dormido.

Me llevé una decepción. Había esperado, tal vez, tener una conversación, estar juntos en la cama, asegurarme de que había otro Aquiles diferente al que había visto durante la cena, pero no le desperté. Me deslicé fuera de la tienda y le dejé dormir.

Me agazapé en la arena suelta a la sombra de la pequeña tienda y llamé en voz baja:

—¡Briseida!

—¿Patroclo? —oí al cabo de unos instantes de silencio.

—Sí.

Levantó un lateral de la tienda y se apresuró a tirar de mí hacia el interior. Tenía el rostro tenso a causa del pánico.

—Es muy peligroso que estés aquí. Agamenón está colérico. Te matará —me susurró de forma atropellada.

—¿Porque Aquiles le ha dicho que no a su embajada? —le contesté también en voz baja.

Ella asintió y con un rápido movimiento apagó la única candela encendida.

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