La canción de Aquiles (44 page)

Read La canción de Aquiles Online

Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

—Bueno, debes de estar complacido con tus hazañas en Troya. ¿Héroe a los trece? No hay muchos hombres que puedan decir eso.

—No hay ninguno —replica con voz glacial—. ¿Qué quieres?

—Me temo que he venido impulsado por un extraño sentimiento de culpa.

—¿Sí…?

—Zarpamos mañana y dejamos a muchos compañeros muertos detrás. Todos ellos están debidamente enterrados, con un nombre que señala y guarda sus recuerdos, todos salvo uno. No soy un hombre especialmente religioso, pero la idea de un alma vagando entre los vivos no es de mi agrado y me gustaría descansar sin ser molestado por espíritus inquietos.

Neoptólemo le escucha con los labios curvados por su habitual mueca de desagrado.

—No puedo decir que tu padre y yo fuéramos amigos, pero siempre admiré su habilidad y le valoré como soldado. Y en diez años tienes tiempo para conocer a un hombre, da igual que te guste o no. Así que puedo decirte que no creo que él quisiera que el nombre de Patroclo fuera olvidado.

—¿Lo dijo expresamente? —salta Pirro, envarado.

—Tu padre pidió que mezclaran las cenizas de ambos y también que los enterraran como si fueran uno solo, así que, siguiendo el espíritu de todo esto, creo que podemos decir que sí, que era eso lo que deseaba.

Por primera vez me sentí agradecido por la inteligencia de Ulises.

—Yo soy el hijo de Aquiles, y el único que decide los deseos de su espíritu.

—Por eso he venido a ti. No tengo ningún interés en esto. Solo soy un hombre justo al que le gusta hacer lo que es correcto.

—¿Y es correcto que la fama de mi padre se vea mancillada y disminuida por un… plebeyo?

—Patroclo no fue un hombre del común. Nació príncipe y fue exiliado. Sirvió con bravura en nuestro ejército y muchos hombres le admiraron. Mató a Sarpedón, a quien solo superaba Héctor.

—Con la armadura de mi padre. Y gracias al renombre de mi padre. No tenía nada propio.

Ulises inclina la cabeza.

—Eso es cierto, pero la fama sigue cursos extraños: la de unos aumenta al morir y la de otros se desvanece. Lo que admira una generación, la siguiente lo aborrece. —El itacense abre las manazas—. Es imposible decir quién va a sobrevivir al holocausto de la memoria. ¿Quién sabe? —Sonríe—. Tal vez algún día yo sea famoso, incluso más que tú.

—Lo dudo.

Ulises se encoge de hombros.

—Nada podemos decir nosotros, que solo somos hombres, un breve destello de una antorcha. Quienes vengan detrás nos elevarán o nos hundirán a su capricho. Patroclo va a ser de esos que van a crecer en el futuro.

—No.

—Entonces sería un buen gesto, una muestra de caridad y piedad para honrar a tu padre y dar descanso a un muerto.

—Ese hombre es una mancha en el honor de mi padre, y también en el mío. No voy a permitirlo. Coge ese vino agrio y vete.

Las palabras de Pirro suenan como chasquidos de palos al partirse. Ulises se pone en pie, pero no se marcha.

—¿Tienes esposa?

—Por supuesto que no.

—Yo sí, hace diez años que no la veo. No sé si ha muerto o si yo viviré para reunirme con ella. —Siempre había pensado que su esposa era una ficción, una broma, pero ahora su voz no es afable. Pronuncia lentamente cada palabra, como si debiera extraerla desde un gran abismo—. Mi consuelo es saber que estaremos juntos en el inframundo, que nos reuniremos allí en la muerte si no es posible hacerlo en vida. No desearía estar allí sin su compañía.

—Mi padre no tuvo una esposa así —replica Pirro.

Ulises mira el rostro implacable del joven y dice:

—Lo he hecho lo mejor posible. Recuerda que lo intenté.

Lo recuerdo.

Los griegos se hacen a la mar y se llevan mis esperanzas con ellos. No puedo seguirlos, estoy atado a la tierra donde descansan mis cenizas. Me hago un ovillo alrededor del obelisco de piedra de su tumba. Quizá su tacto sea cálido, quizá sea helado. No sabría decirlo. AQUILES, reza la piedra, y no dice más. Se ha ido al inframundo y yo sigo aquí.

La gente acude de visita a su tumba. Algunos retroceden como si temieran que se levantara su espíritu y los desafiara a luchar. Otros se quedan en la base del obelisco a mirar las escenas de su vida talladas en la piedra. Se hicieron con algo de premura, pero son bastante claras. Aquiles mata a Memnón, a Héctor, a Pentesilea. No hay otra cosa que muertes. Así debería ser la tumba de Pirro. ¿De esta manera habrán de recordarlo?

Tetis también viene. Yo la observo. La hierba se marchita donde ella está. Durante mucho tiempo solo he albergado odio hacia ella. Ella formó a Pirro y le amó más que a su hijo Aquiles.

Contempla las escenas de la tumba, una muerte tras otra. Alarga la mano como si quisiera tocarlas. No lo soporto.

—«Tetis» —la llamo. La diosa retira la mano y se desvanece, pero más tarde regresa—. «Tetis». —Ella no reacciona, se limita a quedarse allí, contemplando la tumba de Aquiles—. «Estoy enterrado aquí, en la tumba de tu hijo».

Nada dice, nada hace. No me escucha.

Viene a diario y se sienta en la base del obelisco. Me parece que a través de la tierra soy capaz de oler un punzante olor a sal y también puedo sentir su frío. No puedo hacer que se vaya, pero puedo odiarla.

—«Una vez dijiste que Quirón le había echado a perder. Tú eres una diosa fría y no sabes nada. La única que lo ha echado a perder eres tú. Mira ahora cómo van a recordarle. Por matar a Héctor y a Troilo, por crueldades cometidas en un momento de dolor».

Su rostro parece de piedra. No mueve ni un músculo. Los días pasan.

—«Tal vez esas cosas sean una virtud entre los dioses, pero dime: ¿qué gloria puede haber en arrebatar otra vida? Morimos con demasiada facilidad. ¿Harías de él otro Pirro? Deja que las historias de Aquiles cuenten algo más».

—¿Qué más? —me pregunta ella.

Por una vez no le tengo miedo. Estoy muerto. ¿Qué más puede hacerme?

—«Devolvió el cuerpo de Héctor a Príamo. Deberían recordar eso también».

Ella permanece en silencio durante largo tiempo.

—¿Y…?

—«Era muy habilidoso con la lira y tenía una voz hermosa».

Ella parece estar esperando.

—«Las chicas, él las cogía para evitar que sufrieran a manos de los reyes».

—Ese mérito es tuyo.

—«¿Por qué no estás con Pirro?».

Algo le flamea en los ojos.

—Ha muerto.

Siento una alegría irreprimible.

—«¿Cómo ha ocurrido?» —Es más una orden que una pregunta.

—Le mató Orestes, el hijo de Agamenón.

—«¿Por qué?».

Tetis tarda mucho tiempo en dar una respuesta.

—Raptó y violó a la prometida de Orestes.

«Cualquier cosa que me apetezca», le había dicho a Briseida.

—«¿Y prefieres ese hijo a Aquiles?».

Tetis frunce los labios.

—¿No tienes más recuerdos?

—«Estoy hecho de recuerdos».

—Entonces, habla.

Casi me niego, pero mi sufrimiento por él es mayor que mi ira. Deseo hablar de cosas que no son muerte ni divinidad. Quiero que él viva. Resulta un tanto extraño en un primer momento: estoy acostumbrado a mantenerle lejos de ella, a acapararle para mí, pero luego los recuerdos fluyen como los arroyos en primavera, más deprisa de lo que soy capaz de contenerlos. No vienen en forma de palabras, sino como sueños, surgen como el aroma a mojado de la tierra empapada por la lluvia. Le cuento esto, y lo otro, y lo de más allá. Le hablo del aspecto de su pelo bajo el sol estival, de su rostro al correr, de sus ojos solemnes como los de un búho cuando está en clase. Una cosa, y otra, y otra más. Los momentos de felicidad son tantos que se agolpan.

Tetis cierra los ojos. La piel de sus párpados es del color de la arena en invierno. Ella escucha y también rememora…

Recuerda que está en la playa con su negra melena larga como una cola de caballo. Olas grises como el granito se estrellan contra las rocas de la playa. Y también recuerda las manos del feroz mortal que le llenan de moratones su piel lisa. Se acuerda de cómo la arena le raspa la piel, y del dolor en las entrañas. Después, los dioses la atan al humano.

Ella rememora la sensación de tener en las entrañas al niño, luminoso incluso en la oscuridad de su útero. Tetis repite para sí una y otra vez la profecía de las tres ancianas: «Tu hijo será más grande que su padre».

Los demás dioses se habían espantado al enterarse, sabedores de lo que los hijos poderosos suelen hacer con sus padres: los rayos de Zeus aún huelen a carne chamuscada y parricidio. Ellos la entregaron a un mortal con el propósito de reducir el poder del muchacho, diluirlo en humanidad, disminuirle.

La diosa nota cómo nada dentro de ella cuando pone una mano sobre su vientre. Es su sangre divina lo que va a hacerle fuerte.

Pero no lo suficiente. «Soy un mortal», le grita desaforadamente con el rostro ensangrentado, humedecido, sin gracia.

—«¿Por qué no te has ido con él?».

—No puedo. —La pena de su voz resulta desgarradora—. No puedo ir debajo de la tierra. —Se refiere al inframundo, oscuro como boca de lobo, donde revolotean las almas, por donde únicamente los muertos pueden andar—. Esto es todo lo que queda —resume con la vista fija en el obelisco. Una eternidad de piedra.

Yo conjuro al chico que conocí, su ancha sonrisa con las manos borrosas de tan deprisa que hace los malabares con los higos, sus ojos verdes risueños cuando me dice: «Te pillé», su figura recortada contra el cielo mientras cuelga de una rama por encima del río, la respiración intensa y cálida en mi oreja mientras duerme. «Si tienes que ir, sabes que iré contigo». Mis temores olvidados en el dulce puerto de sus brazos.

Los recuerdos vienen y vienen, y ella me escucha con la mirada puesta en el grano de la piedra. Ahí estamos los tres: la deidad, el mortal y el chico que fue ambas cosas.

El sol se pone sobre el mar, derramando sus colores sobre las aguas. Ella permanece junto a mí, silenciosa mientras la penumbra borrosa se desliza sobre la tierra. Su rostro sigue intacto como el primer día que la vi. Cruza los brazos sobre el pecho, como si se guardara algún pensamiento para sí misma.

Se lo he contado todo, sin reservarme nada de ninguno de nosotros.

El obelisco de la tumba marca el descenso de la luz.

—No logré darle la divinidad —dice Tetis con voz quebrada y llena de pesar.

—Pero le diste la vida.

Ella no me responde durante largo tiempo, se limita a permanecer sentada con los ojos iluminados por los últimos rayos del agonizante día.

—Ya lo he hecho —me informa. Al principio no la entiendo, pero entonces miro la tumba y las marcas que Tetis ha grabado en la piedra. AQUILES, reza la piedra, y junto a esa inscripción hay otra: PATROCLO. La diosa me dice—: Ve, él te espera.

En la oscuridad, dos figuras alargan los brazos a través de una penumbra espesa y penosa. Y cuando las manos se tocan, se derrama la luz de cien urnas doradas, por las que el sol parece salir a borbotones.

Agradecimientos

E
scribir esta novela ha sido una singladura de diez años en el transcurso de la cual tuve la fortuna de encontrarme con deidades bastante más benévolas que los furiosos cíclopes. Resultaría imposible de todo punto dar las gracias a todos cuantos me han animado en este tiempo. Eso requeriría un segundo libro. Aun así, debo adorar a algunas deidades.

Deseo mostrar mi agradecimiento a los primeros lectores por sus reacciones tan atentas y razonadas: Carolyn Bell, Sarah Furlow y Michael Bourret, y a mi sorprendente madrina, Barbara Thornbrough, que me alentó durante todo el camino, y a la familia Drake, por sus amables palabras de aliento y por ser consultores expertos en un amplio abanico de materias. Dedico mi agradecimiento más sincero a mis profesores, en especial a Diane Dubois, Susan Melvoin, Kristin Jaffe, Judith Williams y Jim Miller, y a mis fabulosos y apasionados alumnos, tanto los de teatro shakesperiano como los de latín, pues me enseñaron mucho más que yo a ellos.

He tenido la inmensa fortuna de contar con hasta tres mentores en Clásicas, la enseñanza y la vida: David Rich, Joseph Pucci y Michael C. J. Putnam. Les agradezco más allá de toda medida su amabilidad y su erudición. También debo agradecimiento a todo el Departamento de Clásicas de la Universidad de Brown. Resulta innecesario decir que todos los posibles errores y deslices de este libro son única y exclusivamente míos, y no suyos.

Debo dar gracias en especial a Walter Kasinskas y a la hermosa y perspicaz Nora Pines, que siempre creyó que acabaría siendo escritora a pesar de haber leído un buen número de primeros relatos cortos.

Gracias, gracias y aún más gracias al único, indómito y excepcional Jonah Ramu Cohen, un luchador infatigable que batalló por esta novela durante todo el trayecto. Te agradezco mucho tu amistad.

Un monte Olimpo de gratitud a la maravillosa Julie Barer, la mejor de todas las agentes, por volverse loca y hacer posible este milagro junto al resto de su alucinante equipo.

Por supuesto, también estoy en deuda con Lee Boudreaux y todo el grupo de Ecco, incluidos Abigail Holstein, Michael McKenzie, Heather Drucker y Rachel Bressler, pues todos ellos cuidaron muchísimo de mí y de esta obra. También me gustaría dar las gracias a las estupendas personas de Bloomsbury UK, la excepcional Alexandra Pringle, Katie Bond y David Mann, por su soberbio trabajo a favor de mi libro.

Para finalizar deseo mostrar mi gratitud hacia mi familia, en especial a mi hermano Bud, que ha crecido oyendo mis historias de Aquiles, y a mi estupendo padrastro, Gordon, pero por encima de todo a mi fabulosa madre, que me ha ayudado y apoyado en todos mis afanes y me ha inspirado un amor a la lectura tan grande como el suyo. Ser su hija es toda una bendición.

Por último, pero no menos importante, a Nathaniel, mi deslumbrante constelación de Atenea, cuyo amor, correcciones y paciencia me han traído de vuelta a casa.

Glosario de personajes
Dioses e inmortales

AFRODITA.
Diosa del amor y la belleza, madre de Eneas y adalid de los troyanos. Favorecía particularmente a Paris y en el Libro III de la
Ilíada
intervino para salvarlo de Menelao.

APOLO.
Dios de la luz y de la música y paladín de los troyanos. Fue el responsable de enviar la plaga sobre el ejército griego en el Libro I de la
Ilíada
y jugó un papel decisivo en las muertes de Aquiles y Patroclo.

Other books

(5/10) Sea Change by Parker, Robert B.
Gilded by Christina Farley
Maxwell's Chain by M.J. Trow
City of Thieves by David Benioff
Jacob's Ladder by Z. A. Maxfield
The Broken Curse by Taylor Lavati
Sword of Rome: Standard Bearer by Foreman , Richard