La canción de Aquiles (43 page)

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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

Trentaitres

L
as ninfas marinas acuden a por el cuerpo, arrastrando tras de sí sus ropas de espuma. Le lavan con néctares y aceite de rosas y entrelazan flores a sus cabellos dorados. Los mirmidones le construyen una pira y le ponen en ella. Las ninfas lloran cuando las llamas consumen el bello cuerpo, ahora reducido a huesos y ceniza gris.

Pero son muchos los que no sollozan, como Briseida, que se queda a contemplar la hoguera hasta que se apagan los últimos rescoldos, o Tetis, la de espalda erguida y serpenteantes cabellos negros al viento. Y los hombres, tanto los reyes como gentes del común. Se mantienen a distancia, asustados por los fúnebres lamentos espectrales de las ninfas y los ojos furibundos de Tetis. Áyax, aún convaleciente y con la pierna vendada, está al borde de las lágrimas, pero quizá solo piensa en su ascenso tan largamente esperado.

La pira arde hasta extinguirse. El viento dispersará las cenizas si no las recogen pronto, pero ese es el cometido de Tetis, y la diosa no se mueve. Por último, los mortales envían a Ulises para que conferencie con ella. Este se arrodilla antes de hablar.

—Diosa, deseamos conocer tu voluntad. ¿Debemos guardar las cenizas?

La nereida se vuelve y le mira. Tal vez haya dolor en sus ojos, tal vez no. Es imposible saberlo.

—Recogedlas, enterradlas. Yo he hecho cuanto estaba en mi mano.

El itacense inclina la cabeza.

—Poderosa Tetis, tu hijo deseaba que pusiéramos sus cenizas con las de…

—Sé lo que quería. Haced como gustéis. No es de mi incumbencia.

Unas esclavas reciben la orden de recoger las cenizas. Las vierten en la urna dorada donde descanso. ¿Sentiré el roce de sus cenizas cuando caigan sobre las mías? Pienso en los copos de nieve en Pelión, fríos cuando tocaban nuestras mejillas sonrosadas. Mi ansia de Aquiles es como un apetito voraz, me siento hueco. Su alma espera en alguna parte, pero no es un sitio a mi alcance.

«Enterradnos y marcad nuestros nombres encima. Liberadnos». Sus cenizas se asientan entre las mías, pero no noto nada.

Agamenón convoca un concilio a fin de discutir qué tumba van a erigir.

—Deberíamos levantarla en el campo donde cayó —sugiere Néstor.

Macaón niega con la cabeza.

—Quedará más céntrica si lo hacemos en la playa, junto al ágora.

—Eso es lo último que querríamos, tropezar con ella todos los días —refuta Diomedes.

—Mejor en la colina, creo, en la que hay junto al campamento mirmidón —ofrece Ulises.

«Donde sea, donde sea, donde sea».

—He venido a ocupar el lugar de mi padre. —La voz clara cruza la estancia.

Los reyes se vuelven hacia el faldón de la entrada, donde un muchacho permanece de pie. Su pelo es de un rojo brillante, el del color de la madera al arder. Es hermoso, aunque la suya es una belleza fría, la de una mañana invernal. Solo los más obtusos no comprenderían quién era su progenitor. Lo lleva grabado en todos los rasgos de la cara, el parecido es tal que está a punto de desgarrarme. Únicamente es distinto a su padre en el mentón, cuya angulosidad recuerda más al de la madre.

—Soy el hijo de Aquiles.

Los reyes no le quitan la vista de encima. La mayoría ni siquiera sabía que Aquiles tenía un hijo. Solo Ulises tiene los reflejos necesarios para tomar la palabra.

—¿Y podemos saber cómo se llama el hijo de Aquiles?

—Mi nombre es Neoptólemo, pero me llaman Pirro. —«Fuego», pero no hay nada flamígero en él, a excepción de los cabellos—. ¿Cuál era el asiento de mi padre?

Idomeneo lo ha ocupado, pero se levanta y dice:

—Este.

Neoptólemo fulmina con la mirada al rey cretense.

—Disculpo el atrevimiento. No sabías nada de mi llegada. —Pirro toma asiento—. Señor de Micenas, señor de Esparta. —Inclina la cabeza de forma imperceptible—. Ofrezco mis servicios a vuestro ejército.

A juzgar por el semblante, Agamenón está dividido entre el alivio y el disgusto. Daba por concluido todo lo relacionado con Aquiles y el muchacho le causa un efecto extraño, le pone nervioso.

—Pareces muy joven.

«Doce años. Tiene doce años».

—He vivido con los dioses debajo del mar —contesta—. He bebido su néctar y me he alimentado de ambrosía. Ahora vengo a ganar la guerra para vosotros. Las Moiras han predicho que Troya no caerá sin mí.

—¿Qué…? —Agamenón está aterrado.

—Si es así, estamos encantados de tenerte entre nosotros —contesta Menelao—. Precisamente ahora hablábamos de la tumba de tu padre y de dónde levantarla.

—En la colina —insiste Ulises.

Menelao asiente.

—Es un sitio adecuado para ellos.

—¿Ellos?

Se hace una ligera pausa.

—Tu padre y su compañero, Patroclo.

—¿Y por qué debería ese hombre ser enterrado junto al
aristós achaion?

El ambiente se tensa. Todos esperan la respuesta de Menelao.

—Era deseo de tu padre, príncipe Neoptólemo, que se guardaran juntas las cenizas de ambos. No podemos enterrar a uno sin el otro.

Pirro alza el agudo mentón.

—Un esclavo no tiene sitio en la tumba de su amo. Ya no es posible deshacer lo de las cenizas mezcladas, pero no permitiré que la fama de mi padre se vea disminuida. El monumento va a ser para él, solo para él.

«No permitáis que así sea. No me dejéis aquí sin él».

Los reyes intercambian miradas entre sí.

—Muy bien —dice Agamenón—. Hágase como dices.

Soy aire y pensamiento, y nada puedo hacer.

El hombre es más grande cuanto mayor es el monumento. Los griegos extraen unos enormes sillares de piedra blanca para la tumba, que se alza hacia el cielo. AQUILES, reza la piedra. El obelisco va a representarle, dirá a todos cuantos pasen por las inmediaciones: vivió y murió, y vive otra vez en el recuerdo.

 

Los pendones de Pirro llevan el emblema de Esciro, la tierra de su madre, y no el de Ftía. Sus soldados también proceden de la isla. Automedonte alinea diligentemente a los mirmidones y a las mujeres para darle la bienvenida. La tropa le observa subir por la playa con sus guerreros bisoños y sus cabellos de un dorado llameante recortándose contra el azul del cielo.

—Soy el hijo de Aquiles. Os reclamo como herencia por derecho de nacimiento —les dice—. Ahora vuestra lealtad me pertenece.

Neoptólemo clava la mirada en una mujer que permanece con las manos plegadas y baja la mirada. Camina hacia ella y le levanta el mentón con la mano.

—¿Cómo te llamas? —quiere saber.

—Briseida.

—He oído hablar de ti. Mi padre dejó de luchar por tu causa.

Esa noche Neoptólemo envía guardias a por ella. La cogen por los brazos para llevarla a la tienda. Briseida agacha la cabeza en señal de sumisión y no se resiste.

Los guardias abren el faldón de acceso y empujan a la anatolia al interior de la tienda. Pirro está repantigado en una silla, con una pierna suspendida en un lado. Aquiles podría haberse sentado con esa misma postura, pero sus ojos nunca hubieran estado vacíos como las simas insondables de un negro océano, vacíos a excepción de los cuerpos de unos peces inertes.

Briseida se arrodilla.

—Mi señor.

—Mi padre abandonó el ejército por ti. Debes de ser una concubina magnífica.

Los ojos de Briseida son oscuros y velados como nunca.

—Me honráis al decir eso, mi señor, pero no creo que se negara a luchar por mi causa.

—Entonces, en tu opinión de esclava, ¿cuál fue la causa? —Y enarca una ceja con extrema precisión. Verle hablar con Briseida resulta aterrador. Pirro parece una serpiente, nunca sabes dónde va a atacar.

—Yo era un trofeo de guerra y Agamenón le deshonró al cogerme. Eso es todo.

—Entonces, ¿no eras su concubina?

—No, mi señor.

—Basta —replica con voz áspera—. No me mientas de nuevo. Eras la mujer más guapa del campamento y eras de mi padre.

Briseida levanta un poco los hombros.

—No deberíais tenerme en más estima de la que me merezco. Nunca fui tan afortunada.

—¿Por qué? ¿Qué te pasa?

Ella vacila.

—Mi señor, ¿habéis oído hablar del hombre que está enterrado junto a vuestro padre?

No le hace gracia, se le nota en la cara.

—Vuestro padre le amaba y le honraba. Le hubiera complacido mucho saber que iban a estar enterrados juntos. Aquiles no tenía necesidad de mí.

Pirro la mira con fijeza.

—Mi señor…

—Silencio. —La palabra restalla como un latigazo—. Voy a enseñarte lo que significa mentir al
aristós achaion.
—Se pone de pie—. Ven aquí.

Solo tiene doce años, pero no lo aparenta. Su cuerpo es el de un hombre. Briseida abre los ojos con desmesura.

—Lo siento, mi señor, lamento haberos disgustado. Podéis preguntar a cualquiera, a Fénix, a Automedonte. Os dirán que no miento.

—Te he dado una orden.

Ella se pone en pie con las manos escondidas en los pliegues del vestido.

—«Corre» —le susurro—, «no te acerques a él».

Pero ella acude.

—¿Qué queréis de mí, mi señor?

Neoptólemo camina hacia ella con ojos centelleantes.

—Cualquier cosa que me apetezca.

No veo de dónde sale el puñal, pero ahora ella lo tiene en la mano y traza un arco con el brazo para clavárselo. Briseida nunca ha matado a un hombre y no sabe con qué fuerza ni con qué convicción hay que empujar para lograrlo. Y Neoptólemo es realmente rápido. Ya se retuerce para evitar la hoja, que le abre un buen corte en la piel, donde traza una herida picuda, pero no se hunde en la carne. Pirro la tira al suelo de un golpe brutal. Ella le arroja el cuchillo a la cara y echa a correr.

Sale de la tienda en estampida, pasa delante de los centinelas, demasiado lentos, recorre la playa y se zambulle en el mar. Pirro aparece detrás de ella con la túnica rota y sangrando a la altura del estómago. Permanece junto a los guardias perplejos y con calma toma una lanza de manos de uno de ellos.

—Lánzala —le urge un guardia, pues la fugitiva está ahora junto a las rompientes.

—Un momento —murmura Pirro.

Mueve los brazos entre las olas grises con un ritmo constante. Briseida siempre había sido la mejor nadadora de nosotros tres. Solía jurar y perjurar que era capaz de llegar a Ténedos, una isla a dos horas de viaje en bote. Siento una salvaje sensación de triunfo conforme se aleja más y más de la orilla. El único hombre capaz de alcanzarla con una lanza ha muerto. Briseida es libre.

El único hombre, salvo el hijo de ese hombre.

La lanza de Neoptólemo vuela silenciosa y precisa desde lo alto de la playa. La punta la alcanza en la espalda como una piedra lanzada sobre una hoja flotante. Una ola de agua la traga por completo.

Fénix manda a un hombre, un buceador, para recobrar el cuerpo, pero no lo encuentra. Tal vez los dioses de Briseida sean más benévolos que los nuestros y ella encuentre descanso. Volvería a dar mi vida para que así fuera.

La profecía de las Moiras resultó ser cierta: Troya cayó tras la llegada de Pirro. No fue obra exclusivamente suya, claro. Estuvo el ingenio del caballo, el plan de Ulises y todo un ejército en acción, pero fue Neoptólemo quien asesinó a Príamo y quien localizó a Andrómaca, la mujer de Héctor, escondida en una bodega con su hijo. Le arrebató al pequeño de los brazos y lo estampó contra una pared de piedra, abriéndole la cabeza y esparciendo sus sesos como fruta madura al reventar. Incluso Agamenón se quedó lívido cuando se lo contaron.

Los huesos de la ciudad se han agrietado. La han saqueado hasta dejarla seca. Los reyes griegos pusieron sus cosas junto a los montones de oro y a las princesas capturadas. Recogieron el campamento más deprisa de lo que habría podido imaginar. Desmontaron y recogieron las tiendas, mataron al ganado y conservaron la carne. La playa ha quedado completamente limpia, como los huesos mondos de un cadáver bien roído.

Y yo les acecho en sueños.

—«No os vayáis —les imploro—, no hasta que me hayáis concedido la paz».

Ignoro si me escuchan, pero ninguno me contesta.

Pirro desea oficiar un sacrificio postrero en honor a su padre antes de hacerse a la mar. Los monarcas se congregan en torno a la tumba en una ceremonia presidida por Neoptólemo con sus prisioneras de sangre regia postradas a sus pies, Andrómaca, la reina Hécuba y la joven princesa Políxene. Las lleva detrás adondequiera que vaya como señal permanente de victoria.

Calcante conduce a un novillo blanco hasta la base de la tumba. Alza el cuchillo para sacrificarlo, pero el hijo de Aquiles le detiene.

—Una sola res. ¿Eso es todo? Eso es lo que haríais por cualquier hombre. Mi padre fue el
aristós achaion,
el mejor de todos vosotros, y su hijo ha demostrado ser aún mejor. ¿Aún vais a seguir escatimándonos lo que nos corresponde?

Neoptólemo aferra el vestido sin forma de Políxene, hinchado por el viento, y la arrastra hacia el altar.

—Esto es lo que se merece el alma de mi padre.

«No lo hará. No se atreverá».

Pirro sonríe como si respondiera a mis palabras.

—Aquiles está complacido —dice mientras le abre el cuello a la muchacha.

Aún puedo apreciar el olor a metal y salitre del borbotón de sangre: se filtra a través de la hierba hasta donde estamos enterrados y me asfixia. Se supone que los muertos tienen sed de sangre, pero no así, no así.

Los griegos zarpan mañana y yo estoy desesperado.

—«Ulises».

El itacense tiene el sueño ligero; mueve los párpados.

—«Escúchame, Ulises. —Se remueve en el lecho. No se siente tranquilo ni en sueños—. Cuando tú viniste a él en busca de ayuda, yo te respondí. ¿No vas a contestarme ahora? Tú sabes lo que él significaba para mí. Lo viste, antes incluso de que nos trajeras aquí. Nuestra paz depende de ti».

—Te pido disculpas por molestarte tan tarde, príncipe Pirro. —Y le ofrece la más natural de sus sonrisas.

—Yo no duermo nunca —responde Neoptólemo.

—Qué práctico. No me maravilla que hayas hecho mucho más que todos nosotros.

Pirro entrecierra los ojos y le observa, sin saber a ciencia cierta si se burla o no de él.

—¿Vino? —Ulises alza un pellejo con bebida.

—¿Por qué no? —Pirro señala con el mentón dos copas y se vuelve hacia Andrómaca—. Déjanos.

Ulises escancia el vino mientras ella recoge sus ropas.

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