Chatterjee dejó de leer y en el silencio se hizo débilmente audible el lejano carnaval de sonidos callejeros. El señor Gupta se aclaró la garganta y formuló una pregunta respecto a los
copyrights
americanos. Se lo expliqué lo mejor que pude; tanto lo relativo a la oferta de
Harper's
como a la proposición más modesta de
Other Voices
.
Finalmente Gupta se volvió hacia los otros y soltó un torrente de palabras en bengalí. Deseé de nuevo que Amrita me hubiera acompañado. Michael Leonard Chatterjee se dirigió a mí:
—Le agradeceríamos que esperara, sólo un momento, fuera, en el vestíbulo, señor Luczak. El consejo va a votar sobre lo que haya de hacerse con el manuscrito de M. Das.
Me levanté con las piernas entumecidas y seguí a un sirviente portador de una vela hasta el vestíbulo. Había una silla en el rellano y una pequeña mesa redonda sobre la que depositó la vela. A través del hueco de la escalera subía algo de la luz pálida que entraba de las ventanas empañadas que daban a la plaza de Dalhousie, pero el difuso resplandor sólo contribuía a hacer más absoluta la oscuridad en los rincones del rellano y en los pasillos que desembocaban en él.
Llevaría unos diez minutos allí sentado, y estaba ya a punto de quedarme adormilado, cuando advertí un movimiento entre las sombras. Algo se agitaba con cautela exactamente fuera del círculo de luz. Levanté la vela y vi una rata del tamaño de un pequeño
terrier
que al punto se quedó inmóvil en el borde del rellano, mientras su larga cola golpeaba húmeda las tablas del suelo. Unos ojillos me miraban brillantes desde los límites de la luz. Avanzó medio paso y me sentí embargado por una sensación de repugnancia. El movimiento de aquella cosa me recordaba el de un gato acechando a su presa. Me levanté a medias y agarré la endeble silla, dispuesto a arrojársela.
De repente un ruido más fuerte a mis espaldas me hizo dar un respingo. La sombra de la rata se confundió con las sombras del vestíbulo y oí el arañar de numerosas zarpas sobre la madera del suelo. El señor Chatterjee y el señor Gupta salieron de la oscura sala del consejo. Las llamas se reflejaron en las gafas de Chatterjee.
Gupta dio un paso dentro de mi trémulo círculo de luz. Sonreía ávido, mostrando unos dientes largos y amarillos.
—Ya está acordado —dijo—. Mañana recibirá usted el manuscrito. Nos pondremos en comunicación con usted respecto a las condiciones.
No hay paz en Calcuta;
La sangre llama a medianoche...
SUKANTA BHATTACHARJEE
Era demasiado fácil. Ese era el pensamiento que ocupaba mi mente mientras me conducían de nuevo al hotel. Me había imaginado como un arrojado periodista con trinchera —santo cielo, con semejante calor—, rastreando cuidadosamente los indicios a fin de recomponer la misteriosa desaparición y reaparición del fantasmagórico poeta bengalí. Y resultaba que ya en la primera tarde que había pasado en la ciudad habían terminado el rompecabezas por mí. Al día siguiente, sábado, tendría el manuscrito y podría coger a Amrita y la niña y volar de nuevo a casa. ¿Qué clase de artículo podía salir de eso? Era demasiado fácil.
Mi cuerpo insistía en que era media mañana, pero el reloj aseguraba que eran las cinco de la tarde. Los trabajadores emergían de los vetustos edificios de oficinas cercanos al hotel como hormigas blancas saliendo de esqueletos de piedra gris. En las aceras rotas las familias calentaban agua para el té, mientras que hombres con carteras pasaban sorteando chiquillos durmiendo. Un hombre andrajoso se puso en cuclillas para orinar en el arroyo mientras que otro se bañaba en un charco a no más de metro y medio de distancia. Me deslicé entre los piquetes comunistas y entré en el climatizado santuario del hotel.
Krishna esperaba en el vestíbulo. El ayudante del gerente del hotel lo vigilaba como si fuera un conocido terrorista. Y no era de extrañar. Krishna tenía un aspecto todavía más salvaje que el día anterior. Su negro pelo lucía erizado como mil signos de exclamación eléctricos y tenía más desorbitados y blancos que nunca los ojos de sapo bajo sus oscuras cejas... Sonrió ampliamente al verme y avanzó hacia mí con la mano extendida. Se la estaba estrechando cuando advertí que aquel cordial saludo era la forma de Krishna de hacer valer su persona ante los ojos del ayudante del gerente.
—¡Ah, señor Luczak! He venido para ayudarle en su búsqueda del poeta M. Das —exclamó mientras seguía sacudiéndome la mano.
Llevaba la misma camisa sucia de la noche anterior y olía a colonia almizclada y sudor. Sentí cómo el sudor se secaba en mi cuerpo mientras la potencia del aire acondicionado me ponía carne de gallina en los brazos.
—Gracias, señor Krishna, pero ya no es necesario. —Logré soltarme la mano—. He tomado todas las disposiciones necesarias. Mañana dejaré en regla el asunto que me trajo aquí.
Krishna se puso rígido. Se desvaneció la sonrisa y las cejas se unieron todavía más sobre la gran curva de la nariz.
—¡Ahhh, ya veo! Ha estado en el Sindicato de Escritores. ¿Cierto?
—Sí.
—Ah, sí, sí. Habrán tenido una historia muy satisfactoria que contarle sobre nuestro ilustre M. Das. ¿Quedó satisfecho con ella, señor Luczak? —Krishna dijo la última frase casi en un susurro, y su actitud era tan claramente confabuladora que el ayudante del gerente lo observó con el ceño fruncido desde el otro extremo del vestíbulo. Sólo Dios sabe lo que pensaba que me estaba ofreciendo.
Vacilé. No sabía qué diablos tenía que ver Krishna con todo aquel asunto, y en realidad no quería dedicar tiempo a averiguarlo. Maldije mentalmente a Abe Bronstein por haberse inmiscuido en mis asuntos poniéndome en contacto con aquel pelmazo sin avisarme. Al mismo tiempo era plenamente consciente de que Amrita y Victoria me estaban esperando, así como de mi profunda irritación ante el cariz que estaba tomando aquella misión.
Interpretando mi vacilación como incertidumbre, Krishna se inclinó hacia delante y me agarró por el antebrazo.
—Tengo a alguien que debe usted conocer, señor Luczak. Alguien que puede decirle la verdad sobre M. Das.
—¿Qué quiere decir con eso de la verdad? ¿Quién es esa persona?
—Él preferiría que no se lo dijera —musitó Krishna. Tenía las manos húmedas y el blanco de los ojos surcado de venillas amarillas—. Lo comprenderá cuando oiga su historia.
—¿Cuándo? —le interrumpí tajante. Tan sólo la sensación de algo sin concluir que se había apoderado de mí en el coche me impidió decirle a Krishna que se fuera al diablo.
—¡Inmediatamente! —exclamó Krishna con una mueca triunfante—. ¡Podemos reunimos con él ahora mismo!
—¡Imposible! —Me solté con brusquedad de la garra de Krishna—. Voy arriba a tomar una ducha. Prometí a mi mujer que iríamos a cenar.
—Ah, sí, sí. —Krishna asintió con la cabeza y aspiró a través de los dientes inferiores—: Naturalmente. Entonces haré los preparativos para las nueve y media. ¿Le parece bien?
Vacilé.
—¿Quiere su amigo recibir un pago por la información?
—¡Ah, no, no! —Krishna alzó ambas palmas—. Él no permitiría nada semejante. Me ha resultado muy difícil convencerle para que hable con alguien sobre todo esto.
—¿A las nueve y media? —pregunté. La idea de adentrarme en la noche de Calcuta me producía un vago malestar.
—Sí. El café cierra a las once. Nos encontraremos allí con él.
El café. Aquellas palabras tenían una familiaridad inocua. Si hubiera algún enfoque que pudiera utilizar en mi artículo...
—Muy bien —dije.
—Le estaré esperando aquí, señor Luczak.
La mujer que tenía en brazos a mi hija no era Amrita. Me detuve con la mano todavía en el pomo de la puerta. Podría haber seguido allí o retrocedido confuso hasta el recibidor de no haber aparecido en aquel mismo momento Amrita por la puerta del cuarto de baño.
—Ah, Bobby, te presento a Kamakhya Bharati. Kamakhya, éste es mi marido, Robert Luczak.
—Es un placer conocerle, señor Luczak. —Su voz era como la brisa a través de las flores primaverales.
—Encantado de conocerla, señorita... ah... Bharati.
Parpadeé estúpidamente y miré a Amrita. Siempre había pensado que los rasgos de Amrita rayaban en la auténtica belleza, con sus cándidos ojos y los perfectos planos de su rostro, pero frente a aquella joven sólo podía percibir en la cara de Amrita las líneas que revelaban su mediana edad, la ligera barbilla doble y la comba en el puente de la nariz. La imagen de aquella joven quedó grabada en mi retina como el eco óptico de un fogonazo de magnesio.
Su pelo era negro azabache y le caía sobre los hombros. Su rostro era un óvalo perfecto, sobre el que destacaban unos labios suaves, ligeramente trémulos, que parecían diseñados para la risa y la mayor sensualidad. Sus ojos eran asombrosos... inmensos más allá de lo posible, acentuados por la sombra en los párpados y las pesadas pestañas, con unas pupilas tan oscuras y penetrantes que su mirada iluminaba como oscuros faros. En aquellos ojos había algo sutilmente oriental, aunque al mismo tiempo proyectaran una sensación occidental, casi subliminal, de inocencia y mundanalidad al mismo tiempo.
Kamakhya Bharati era joven, en la veintena todo lo más, y llevaba un sari de seda que parecía flotar por encima de su piel, aligerado por una fragante palpitación de femineidad que parecía emanar de ella como una brisa aromática.
Yo siempre había asociado la palabra voluptuoso con las atrayentes carnes que pintara Rubens, pero el cuerpo delgado de aquella joven, apenas insinuado entre ondulantes capas de seda, me dio la impresión de una voluptuosidad tan intensa que me secaba la saliva en la boca y me dejaba vacía la mente.
—Kamakhya es la sobrina de M. Das, Bobby. Ha venido para interesarse por tu artículo y hemos pasado la última hora hablando.
—Ah. —Miré a Amrita y luego volví de nuevo los ojos hacia la joven. No se me ocurrió nada más que decir.
—Sí, señor Luczak. He oído rumores de que mi tío se ha puesto en comunicación con algunos de sus viejos colegas. Deseaba saber si ha visto usted a mi tío... si está bien... —Bajó los ojos y su voz fue extinguiéndose.
Me senté en el borde de una butaca.
—No —contesté—. Quiero decir que no le he visto, pero que está bien. De todas maneras me gustaría. Quiero decir verle. Estoy preparando un artículo...
—Bien. —Kamakhya Bharati sonrió y colocó a Victoria de nuevo en el centro de la cama donde estaban su manta y su osito de peluche. Unos elegantes dedos morenos rozaron la mejilla del bebé con ademán afectuoso—. No les molestaré más. Sólo deseaba preguntar por la salud de mi tío.
—¡Naturalmente! —dije—. Bueno, a nosotros nos encantaría charlar con usted, señorita Bharati. Me refiero a que, si usted conoce bien a su tío... eso sería de gran ayuda para mi artículo. Si pudiera quedarse unos minutos...
—He de irme. Mi padre espera que esté en casa cuando él llegue. —Se volvió y sonrió a Amrita—. Tal vez podamos hablar mañana cuando nos veamos como hemos acordado, ¿no?
—¡Estupendo! —dijo Amrita. Era la primera vez que la veía relajada desde Londres. Se volvió hacia mí—. Kamakhya conoce un buen confeccionador de saris no lejos de aquí, cerca del cine Élite. Me gustaría comprar algunas telas mientras estamos aquí. Eso si mañana no me necesitas, Bobby.
—¡Huumm! No estoy seguro —repuse—. Bien, preparad vuestra salida de compras. Yo no sé a qué hora me citarán.
—Entonces te llamaré mañana —dijo la joven. Sonrió a Amrita y de repente sentí celos, porque hubiera deseado ser el destinatario de aquella bendición. Levantándose, estrechó la mano de Amrita al tiempo que se ajustaba el sari con aquel movimiento elegante de la mano, tan habitual en las mujeres indias.
—Muy bien —contestó Amrita.
Kamakhya Bharati me hizo una ligera inclinación al tiempo que se dirigía a la puerta. Le devolví el saludo y ella desapareció, dejando tras de sí un aroma ligero y enervante.
—¡Por Dios bendito! —exclamé.
—Tranquilízate, Robert —me aconsejó Amrita. En su correcto tono inglés se advertía un matiz divertido—. Sólo tiene veintidós años, pero hace once que está prometida. Se casará el próximo octubre.
—Una verdadera pérdida —dije, dejándome caer en la cama junto a la niña. Victoria volvió la cabeza y agitó los brazos, dispuesta a jugar. La levanté en el aire. La chiquilla emitió ruidos de gusto y agitó los pies—. ¿Es realmente sobrina de Das?
—Solía ayudarle con sus manuscritos. Le afilaba los lápices. Iba a la biblioteca por él. O al menos eso es lo que dice.
—¿Sí? Tendría diez años.
Victoria chilló cuando la alcé en vilo y la lancé luego al aire.
—Tenía trece cuando él desapareció. Es evidente que su padre tuvo una discusión con Das antes de que su padre muriera.
—¿Su padre? Ah, el de Das...
—Sí. De cualquier manera hace años que su nombre no se pronuncia en la casa. Tengo la impresión de que es demasiado tímida para dirigirse a Chatterjee o al Sindicato de Escritores.
—Se puso en contacto con nosotros.
—Eso es diferente —dijo Amrita—. Somos extranjeros. No importamos. ¿Vamos a salir a cenar?
Bajé a Victoria hasta mi estómago. Tenía la cara encendida de placer y estaba considerando si llorar o no. Hundió sus rodillas entre mis muslos y empezó a gatear hacia mi pecho. Con una mano regordeta se aferró con fuerza al cuello de mi camisa.
—¿Adonde iremos a cenar? —pregunté. Le conté lo de la cita a las nueve y media con el «misterioso extranjero» de Krishna—. Es un poco tarde para salir. ¿Pedimos que nos suban la cena o bajamos al Salón del Príncipe? He oído decir que actúa Fátima la Exótica.