La canción de Kali (7 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror

—Victoria armará una de las suyas —repuso Amrita—. Pero me imagino que preferirá a Fátima al servicio de habitaciones.

—Muy bien, entonces.

—Estaré lista en un segundo.

Fátima la Danzarina Exótica era una mujer india, de mediana edad y con exceso de kilos, que podría muy bien haber bailado ante una audiencia del Club de Exploradores de Exeter sin temor al escándalo. Sin embargo, las numerosas parejas, predominantemente masculinas, de mediana edad y un tanto obesas, que presenciaban el espectáculo se mostraban bastante estimuladas por su actuación. No así Victoria. Empezó a llorar y los tres tuvimos que retirarnos durante la segunda ronda de giros de Fátima.

En lugar de volver a la habitación, Amrita y yo nos dirigimos al patio en sombras del hotel. Había estado lloviendo casi toda la tarde, pero ya podían verse algunas estrellas entre las nubes bajas y sulfúreas. La mayoría de las ventanas que daban al patio tenían corridas unas pesadas cortinas y sólo eran visibles algunas bandas de luz. Nos turnamos para cargar con la niña, que seguía llorando, hasta que el gimoteo aminoró y paró de repente. Nos detuvimos junto a la piscina y tomamos asiento en un banco bajo, cerca del café a oscuras. Los focos bajo el agua despedían rizos de luz que danzaban atravesando el denso follaje y las cortinas de bambú bajadas. Advertí que en la parte menos profunda de la piscina flotaba algo oscuro y descubrí que se trataba de una rata ahogada.

—Victoria está dormida —comentó Amrita. La miré y vi que la niña tenía los puñitos apretados y los ojos cerrados, en aquella especie de sueño intenso, en cierto modo satisfecho, en el que a menudo caía después de un intenso llanto.

Estiré las piernas y eché hacia atrás la cabeza. Me di cuenta de que estaba muy cansado. Tal vez se debiera al jet lag. Me incorporé y miré a Amrita. Acunaba suavemente al bebé, con aquella mirada perdida y meditativa que adquiría con frecuencia cuando trabajaba en un largo problema matemático.

—¿Cómo te sientes al estar de vuelta? —le pregunté.

Amrita se quedó mirándome y parpadeó.

—¿A qué te refieres, Bobby?

—En India —le aclaré—. ¿Cómo te sientes al estar de vuelta?

Alisó el pelo, suave como el plumón, de la niña y me la alargó. Instalé a Victoria en el hueco de mi hombro y observé a Amrita acercarse al borde de la piscina y alisarse la falda tostada. La luz de la piscina iluminaba desde abajo sus prominentes pómulos. «Mi mujer es bella», me dije por enésima vez desde nuestra boda.

—Tengo una cierta sensación de
deja vu
—dijo Amrita en voz muy queda—. No, no es exactamente eso. En realidad es como si volviera a sumergirme en un sueño reiterativo. El calor, el ruido, las lenguas, el olor... todo me es familiar y ajeno a un tiempo.

—Lo lamento si eso te aflige —dije.

Amrita negó con la cabeza.

—No me aflige, Bobby. Me atemoriza pero no me aflige. Lo encuentro muy seductor.

—¿Seductor? —Me quedé mirándola—. ¿Qué hemos podido encontrar aquí que sea seductor? —No era propio de Amrita utilizar las palabras a la buena de Dios. Su precisión con el lenguaje excedía en ocasiones a la mía.

Sonrió.

—¿Quieres decir aparte de Kamakhya Bharati? —Se quitó la sandalia y agitó con el pie el agua azul. Eso me impidió seguir viendo la rata ahogada en el otro extremo de la piscina—. En serio, Bobby, lo encuentro todo muy seductor, de una manera extraña. Es como si durante todos estos años hubiera estado utilizando tan sólo parte de mi mente y ahora le tocase el turno a otra parte.

—¿Te gustaría quedarte más tiempo? —le pregunté—. Es decir, una vez que haya terminado el trabajo. —Yo estaba confundido.

—No —contestó Amrita, y su tono fue tajante.

Sacudí la cabeza.

—Siento haberte dejado toda la tarde sola y haber aceptado esa cita para esta noche —dije—. Creo que fue una equivocación el que viniéramos los tres. No me di cuenta de lo difícil que podría resultar para ti y Victoria.

Desde las alturas, en alguna parte, se oyó una severa retahíla de órdenes en lo que parecía árabe, seguidas de un torrente en gangoso bengalí. Se cerró una puerta de golpe.

Amrita se acercó para sentarse de nuevo junto a mí. Cogiendo a Victoria la recostó sobre la falda.

—Todo va bien, Bobby —dijo—. Sabía cómo iba a ser. Supuse que lo más probable sería que no me necesitaras como traductora hasta que hubieras obtenido el manuscrito.

—Lo siento —repetí.

Amrita volvió la mirada de nuevo a la piscina.

—Cuando tenía siete años, durante el verano anterior a nuestro traslado a Londres, vi un fantasma.

Me quedé mirándola. No me hubiera sentido más sorprendido o incrédulo si Amrita me hubiera dicho que se había enamorado del viejo botones y que me abandonaba por él. Amrita era, o había sido hasta aquel instante, la persona más intransigentemente racional que yo jamás conociera. Su creencia e interés por lo sobrenatural habían parecido hasta entonces inexistentes. Jamás había logrado que se interesara por las novelas baladíes de Stephen King que solía llevar a la playa en verano.

—¿Un fantasma? —pregunté finalmente.

—Viajábamos en tren desde nuestra casa en Nueva Delhi hacia la de nuestro tío en Bombay —continuó—. Siempre resultaba excitante el ir con mis hermanas y mi madre a Bombay cada junio. Pero aquel año mi hermana Santha cayó enferma. Bajamos del tren al oeste de Bhopal y nos alojamos en una casa de huéspedes de la compañía de ferrocarriles durante dos días, mientras la atendía un médico local.

—¿Se puso bien? —inquirí.

—Sí, sólo era sarampión —dijo Amrita—. Pero como yo era la única de las niñas que aún no lo había tenido, me hicieron dormir fuera de nuestra habitación del hotel, en una pequeña terraza que daba al bosque. La única forma de acceder a la terraza era a través de la habitación donde dormían mi madre y mis hermanas. Aquel verano aún no habían llegado las lluvias y el ambiente era muy bochornoso.

—¿Y viste un fantasma?

Amrita sonrió levemente.

—Me desperté a medianoche al escuchar el sonido de un llanto. Al principio pensé que era mi hermana o mi madre y luego me di cuenta de que había una anciana sentada en el borde de mi cama, sollozando. Recuerdo que no sentí miedo alguno, sólo extrañeza de que mi madre hubiera permitido que aquella persona atravesara su habitación para venir junto a mí en la terraza.

»Su llanto era muy quedo, pero en cierto modo terrible. Alargué la mano para consolarla, pero antes de que la tocara dejó de sollozar y me miró. Entonces me di cuenta de que en realidad no era anciana, sino que un terrible dolor la había hecho envejecer.

—Y luego ¿qué? —la incité a seguir—. ¿Cómo supiste que era un fantasma? ¿Se esfumó, desapareció en el aire, se fundió, quedando tan sólo un montón de harapos y grasa? ¿Qué pasó?

Amrita hizo un ademán negativo con la cabeza.

—Durante unos segundos la luna se ocultó tras las nubes y cuando volvió a asomarse la anciana había desaparecido. Grité y cuando acudieron a la terraza mi madre y mis hermanas me aseguraron que por su habitación no había pasado nadie.

—Hum —dije—. A mí me parece algo absurdo. Tenías siete años y probablemente soñaste. O incluso habiendo estado despierta, ¿cómo sabes que no se trataba de alguna camarera que hubiera llegado por alguna salida de incendios o algo semejante?

Amrita levantó a Victoria apoyándola sobre su hombro.

—Estoy de acuerdo en que no se trata de una aterradora historia de fantasmas. Pero a mí me ha tenido atemorizada durante años. Verás, durante aquel segundo antes de que la luna quedase oscurecida, miré cara a cara a la mujer y supe muy bien quién era. —Amrita dio unas suaves palmadas a la niña en la espalda—. Era yo.

—¿Tú? —dije.

—Y entonces decidí que quería vivir en un país donde no pudiera ver fantasmas.

—Me fastidia desengañarte, pequeña —bromeé—, pero tanto Gran Bretaña como Nueva Inglaterra son famosas por su cuota de fantasmas.

—Tal vez —dijo Amrita, al tiempo que se levantaba sujetando firmemente a Victoria entre sus brazos—. Pero yo no puedo verlos.

A las nueve y media de la noche me encontraba sentado en el vestíbulo, sufriendo un dolor de cabeza creciente a causa del calor y la fatiga, sintiendo náuseas por culpa del mal vino de la cena e imaginando diversas excusas que ofrecer a Krishna cuando apareciera. A las nueve cincuenta había decidido decirle que Amrita o la niña no se encontraba bien. A las diez comprendí que no tenía por qué justificarme y ya me había levantado para subir a la habitación cuando de súbito apareció Krishna desgreñado y aturdido. Tenía los ojos enrojecidos e inflamados, y parecía que hubiera estado llorando. Acercándose a mí me estrechó con toda solemnidad la mano como si nos encontráramos en el vestíbulo de una funeraria y yo fuera un familiar cercano del difunto.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Es muy, muy triste —y su voz estridente se quebró—. Noticias muy terribles.

—¿Su amigo? —pregunté.

Tuve una sensación de alivio ante la súbita idea de que su misteriosa fuente pudiera haberse roto la pierna, la hubiera atropellado un tranvía o tal vez sufrido un ataque al corazón.

—No, no, no. Tiene que haberse enterado. El señor Nabokov ha fallecido. Una gran tragedia.

—¿Quién? —A causa del dialecto sólo había oído otro incomprensible nombre bengalí.

—¡Nabokov! ¡Nabokov!
Pálido fuego, Ada o el ardor
. El mejor estilista de prosa en lengua inglesa. Una pérdida realmente muy grande para todos nosotros. Para todos los hombres de letras.

—¡Ah! —exclamé. Nunca logré terminar de leer
Lolita
. Para cuando recordé mi decisión de no acompañar a Krishna, nos encontrábamos ya fuera, en la húmeda oscuridad, y él me conducía hacia un
rickshaw
donde un pequeño
coolie
flaco y arrugado dormitaba en un asiento rojo. Retrocedí. Algo en mí se rebeló ante la idea de ser transportado por calles asquerosas por aquel espantapájaros humano.

—Tomemos un taxi —dije.

—No, no. Está reservado para nosotros. Es un trayecto corto. Nuestro amigo está esperando.

El asiento estaba húmedo a causa de las lluvias nocturnas, pero no resultaba incómodo. El hombrecillo bajó de un salto con un palmetazo de sus pies descalzos, agarró las varas gemelas, saltó en el aire con experimentada agilidad descendió luego con los brazos extendidos, equilibrando a la perfección nuestro peso. El
rickshaw
no llevaba luces, tan sólo una linterna de petróleo que colgaba de un gancho de metal. No me tranquilizaba lo más mínimo el hecho de que los camiones y coches que giraban alrededor nuestro haciendo sonar sus bocinas viajaran también sin luces. Los tranvías todavía funcionaban y la macilenta luz amarilla de sus bombillas interiores mostraba rostros sudorosos agolpados tras las ventanillas de malla metálica.

A pesar de lo avanzado de la hora todos los vehículos públicos iban sobrecargados, los autobuses se inclinaban por el peso de la gente colgada de las barras de las ventanillas y de los asideros exteriores, los trenes pasaban mostrando incontables cabezas y torsos asomando de los negros vagones.

En la calle las farolas eran escasas, pero las bocacalles y los patios apenas avistados brillaban con esa fosforescencia pálida y decadente que ya viera desde el aire. La oscuridad no había aliviado en modo alguno el calor. Quizás incluso hacía más que durante el día. Podían verse densas nubes asomando por encima de los edificios, y su peso húmedo parecía proyectar de vuelta hacia nosotros el bochorno de las calles de la ciudad.

Nuevamente me asaltó la ansiedad. Incluso ahora me resulta difícil describir la naturaleza de aquella tensión. No tenía nada que ver con una sensación de peligro físico, aun cuando me sintiera absurdamente expuesto mientras traqueteábamos sobre los adoquines sueltos del pavimento, los montones de basura y los raíles de los tranvías. Me di cuenta de que todavía llevaba en la cartera doscientos dólares en cheques de viaje. Pero no era ésa la fuente real de aquel nerviosismo que me subía a la garganta como bilis.

Algo de la noche de Calcuta influía directamente sobre las regiones más oscuras de mi mente. Breves zarpazos de un miedo casi infantil asaltaban mi conciencia mientras la mente adulta los obligaba a retroceder. Los ruidos de la calle no presentaban amenaza alguna: gritos lejanos, pasos sibilantes, retazos ocasionales de conversaciones ahogadas cuando pasábamos junto a las figuras ensabanadas, pero producían el mismo efecto de nudo en el estómago, de sensación de alerta que el oír a alguien respirar debajo de la cama.

—Kaliksetra —dijo Krishna. El tono de su voz era suave, apenas audible por encima del jadeo del
coolie
y el palmoteo de sus pies descalzos sobre el pavimento.

—¿Perdón?

—Kaliksetra. Quiere decir «el lugar de Kali». Naturalmente, no ignorará usted que ése es el origen del nombre de nuestra ciudad.

—Aah, no. Bueno, es posible que lo supiera. Debo de haberlo olvidado.

Krishna se volvió hacia mí. En la oscuridad no podía ver bien su cara, pero pude sentir todo el peso de su mirada.

—Debe saber usted esto —dijo con una voz sin inflexiones—. Kaliksetra se convirtió en la aldea de Kalikata. Kalikata era el emplazamiento del gran Kalighat, el templo más importante dedicado a Kali. Aún sigue en pie. A menos de tres kilómetros de su hotel. Tiene usted que verlo.

—Humm —repuse. Un tranvía había doblado la esquina a gran velocidad. Nuestro
coolie
se apartó bruscamente de los raíles, evitando el tranvía por menos de un metro. Voces furiosas nos siguieron hasta una calle más espaciosa y vacía—. Kali era una diosa, ¿no? —dije—. Una de las consortes de Siva.

Pese al interés que me inspiraba Tagore, hacía muchos años que no leía nada de los vedas.

Krishna emitió un ruido inverosímil. En un principio pensé que se trataba de una risotada burlona, pero me volví para mirarlo. Se hurgaba con un dedo una de las ventanillas de la nariz y expulsaba ruidosamente mocos sobre la palma de la mano izquierda.

—Sí, sí —contestó—. Kali es la
sakti
sagrada de Siva. —Examinó el contenido de su palma, hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza como si se sintiera satisfecho, y sacudió los dedos por encima del costado del
rickshaw
—. Usted conoce su aspecto, naturalmente. —Desde uno de los ruidosos edificios en sombras por los que pasábamos nos llegaron los gritos con que se increpaban varias mujeres.

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