Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (48 page)

—Ha sido un duro revés —comentó Agamenón interrumpiendo el silencio—. ¡Muy duro, Ulises!

—¡Como él había previsto! —intervino Diomedes en mi defensa.

Néstor movió la cabeza afirmativamente. ¡Pobre viejo! Por vez primera representaba su edad y no era para sorprenderse. Había perdido dos hijos en el campo de batalla.

—No desesperes aún, Agamenón —dijo con voz estridente—. Llegará nuestra hora y será más dulce por todos los reveses que hoy sufrimos.

—¡Lo sé, lo sé! — exclamó Agamenón.

—Alguien tendría que informar a Aquiles —dijo Néstor con voz apenas audible sólo para aquellos que estábamos al corriente de la situación—. Está con nosotros, pero si no lo mantenemos al corriente acaso actúe de modo prematuro.

Agamenón me miró malévolo.

—Ha sido idea tuya, Ulises. Ve tú a verlo.

Marché con pasos cansinos. Enviarme hasta el extremo de la hilera de casas era el modo que tenía Agamenón de vengarse de mí. Sin embargo, a medida que avanzaba, en paz y sin ser molestado por nadie, advertí que volvía a recuperar las fuerzas. Me sentía más descansado por aquel pequeño esfuerzo adicional que tras disfrutar de una noche de sueño. Puesto que cualquiera que me viese supondría que, tras los reveses de la jornada, Agamenón me enviaba a suplicarle a Aquiles, crucé abiertamente la entrada de los mirmidones y me encontré con ellos y con otros tesalios sentados con aire lastimero, pues se sentían impotentes y ávidos de combatir.

Aquiles estaba en su casa y se calentaba las manos ante un trípode de fuego. Se veía tan agotado y nervioso como cualquiera de los que llevábamos dos días de lucha. Patroclo se hallaba frente a él con expresión glacial. Supongo que en realidad no me sorprendió, teniendo en cuenta la existencia de Briseida. La relación entre Diomedes y yo era tan amistosa como sensual, una especie de conveniencia que a ambos nos resultaba sumamente agradable. Pero si a cualquiera de nosotros le apetecía una mujer, no había problemas. No representaba ningún desastre ni creaba sentimientos de traición. Patroclo amaba y se había creído a salvo, permanentemente libre de rivales. Mientras que Aquiles, como todos los hombres a quienes apasionan cosas diferentes a la carne, no se había comprometido por completo. Patroclo era exclusivamente un hombre que amaba a los hombres y se creía cruelmente engañado. ¡Pobre individuo, él sí que amaba!

—¿Qué te trae aquí? —inquirió Aquiles con acritud—. ¡Sírvele vino y comida al rey, Patroclo!

Con un suspiro de agradecimiento me senté en un sillón y aguardé a que Patroclo partiera.

—Parece que las cosas han ido muy mal —dijo entonces Aquiles.

—Como se esperaba, no debes olvidarlo —le respondí—. Héctor ha sido inexorable con sus troyanos, pero Agamenón no ha podido obrar de igual modo con nuestros hombres. La retirada comenzó casi en el mismo momento que las quejas: los auspicios nos eran adversos, el cielo estaba cubierto de águilas que volaban desde la izquierda, una luz de oro bañaba la ciudadela troyana, etcétera. Los comentarios sobre presagios son siempre fatales. De modo que retrocedimos hasta que Agamenón tuvo que meternos en las fortificaciones para pasar la noche.

—Me he enterado de que ayer Áyax se enfrentó a Héctor.

—Sí, se batieron en duelo durante la octava parte de la tarde sin llegar a conclusión alguna. No tienes por qué preocuparte a ese respecto, amigo mío. Héctor te pertenece.

—¡Pero los hombres mueren de manera innecesaria, Ulises! ¡Déjame salir mañana, por favor!

—No —repuse con dureza—. No hasta que el ejército se halle en inmediato peligro de aniquilación o las naves comiencen a arder porque Héctor irrumpa en nuestro campamento. Incluso entonces le ordenarás a Patroclo que conduzca tus tropas, no debes dirigirlas tú mismo. — Lo miré con severidad—. Así se lo juraste a Agamenón, Aquiles.

—Tranquilízate, Ulises, no quebrantaré ningún juramento.

Inclinó la cabeza y se quedó en silencio. Cuando Patroclo regresó, seguíamos en tal situación, Aquiles encorvado y yo mirando pensativo su dorada cabeza. Patroclo ordenó a los sirvientes que depositaran la comida y el vino en la mesa y luego permaneció como una columna de hielo. Aquiles lo miró brevemente y luego me miró a mí.

—Dile a Agamenón que me niego a retractarme —me dijo en tono convencional—. Dile que busque a otra persona que lo saque de este enredo o que me devuelva a Briseida.

Me di una palmada en el muslo como si estuviera exasperado.

—¡Como gustes!

—Quédate y come, Ulises. Patroclo, acuéstate.

Patroclo salió por la puerta. ¡No haría tal cosa en aquella casa!

Tal vez más tarde dormiría, pero en el camino de regreso me encontraba tan despierto que ansiaba hacer travesuras; por lo que fui a la zanja donde aún se encontraba el cuartel general de mi colonia de espías. La mayoría de mis agentes que no residían en Troya estaban sentados ante los restos de la cena. Tersites y Sinón me saludaron afectuosamente.

—¿Alguna noticia? — pregunté al tiempo que me sentaba.

—Una cuestión —dijo Tersites—. Me proponía ir en tu busca.

—¡Ah! Explícame de qué se trata.

—Esta noche, cuando concluía la batalla, llegó un aliado… un primo lejano de Príamo llamado Resos.

—¿Cuántas tropas trae consigo?

Sinón rió quedamente.

—Ninguna. Resos es un bocazas vanidoso, Ulises. Se autocalifica de aliado, pero sería más acertado considerarlo un refugiado. Su propio pueblo lo ha expulsado.

—¡Bien, bien! —dije, y aguardé.

—Resos conduce un tronco de tres magníficos caballos blancos que son objeto de un oráculo troyano —prosiguió Tersites—. Se dice que son los hijos inmortales del alado Pegaso, tan rápidos como Boreas y tan salvajes como Perséfone antes de que la tomara Hades, y que una vez hayan bebido de las aguas del Escamandro y pastado la hierba troyana, Troya no sucumbirá. Según el oráculo se trata de una promesa hecha por Poseidón, que se suponía que estaba de nuestra parte.

—Y, puesto que Poseidón está de nuestra parte, ¿han bebido ya en el Escamandro y han pastado la hierba troyana?

—Han pastado, pero no han bebido en el Escamandro.

—¿Quién puede censurárselo? —repuse sonriente—. Yo tampoco bebería allí.

—Príamo ha enviado a por algunos cubos corriente arriba —dijo Sinón, que sonreía a su vez—. Ha decidido efectuar una ceremonia pública con tal fin mañana al amanecer. Entretanto los corceles están sedientos.

—Muy interesante. —Me levanté y me desperecé—. Tendré que ver en persona esas fabulosas criaturas. Añadiría cierta… elegancia a mi imagen conducir un tronco de caballos blancos.

—Podrías hacerlo con algo más de elegancia —me zahirió Sinón.

—Con mucha más elegancia —apostilló Tersites.

—Gracias por todo esto, señores. ¿Dónde puedo encontrar esos caballos inmortales?

—Eso aún no hemos podido descubrirlo —repuso Tersites frunciendo el entrecejo—. Lo único que sabemos es que han sido alojados en la llanura con el ejército troyano.

Diomedes, Agamenón y Menelao aguardaban ante mi casa. Llegué paseando junto a ellos como si hubiera disfrutado de un ejercicio saludable y sonreí a Diomedes, a quien le destellaron los ojos al comprender la intención de mi mirada.

—Aquiles está de acuerdo —le dije a Agamenón.

—¡Gracias sean dadas a los dioses! Ya puedo dormir.

En el instante en que Menelao y él se alejaron entré en mi casa con Diomedes y di unas palmadas para que acudiese un criado.

—Tráeme un traje ligero de cuero y dos dagas —le ordené.

—Supongo que debo equiparme de modo semejante —dijo Diomedes.

—Nos reuniremos en el camino del Simois.

—¿Dormiremos esta noche?

—¡Más tarde, más tarde!

Con su delgado traje de cuero negro y dos dagas en el cinto, Diomedes se reunió conmigo en el lugar fijado. Nos internamos en silencio de sombra a sombra hasta que nos encontramos en el extremo más lejano del puente, donde se unían las zanjas con la empalizada.

—¿Qué vamos a buscar? —me susurró entonces mi compañero.

—Me hace ilusión conducir un tronco de caballos blancos inmortales.

—Sin duda eso mejoraría tu imagen.

Le dirigí una mirada suspicaz.

—¿Has hablado con Sinón y Tersites?

—No —repuso con aire inocente—. ¿Dónde se encuentran esos caballos?

—No tengo ni idea. En algún lugar en la oscuridad.

—De modo que buscamos una aguja en un pajar.

—Sssst —le susurré apretándole el brazo—. Alguien viene.

Saludé mentalmente a mi protectora, la diosa lechuza. Mi querida Palas Atenea siempre deparaba la fortuna en mi camino. Nos sumergimos en la zanja que discurría junto a la carretera y aguardamos.

De repente un hombre surgió de la oscuridad, acompañado del tintineo de su armadura; sin duda se trataba de un espía aficionado para husmear con tal vestimenta. Tampoco tuvo la precaución de esquivar un trozo de terreno iluminado por la luna, cuyos rayos lo bañaron por un instante y descubrimos que se trataba de un individuo pequeño y rollizo, lujosamente ataviado y en cuyo casco ondeaba el penacho morado de los troyanos. Aguardamos a tenerlo muy próximo para saltar sobre él. Diomedes se situó a mi izquierda de modo que quedó entre nosotros. Le cubrí la boca con la mano para sofocar su grito, mi compañero le sujetó los brazos a la espalda y lo derribamos bruscamente sobre la hierba. El hombre nos miraba con ojos desorbitados y se estremecía como una medusa. No era uno de los hombres de Polidamante, probablemente se trataba de un comerciante.

—¿Quién eres? — gruñí en voz baja pero con ferocidad.

—Dolón —logró articular.

—¿Qué haces aquí, Dolón?

—El príncipe Héctor pidió voluntarios para entrar en vuestro campamento y descubrir si Agamenón se propone salir mañana.

¡Cuan necio era Héctor! ¿Por qué no dejaba el espionaje para los profesionales como Polidamante?

—Esta noche ha llegado un hombre, un tal Resos. ¿Dónde se encuentra? —le pregunté mientras pasaba amorosamente los dedos por la hoja de mi daga.

Tragó saliva y se estremeció.

—¡No lo sé! —gimoteó.

Diomedes se inclinó sobre él, le cortó una oreja y la agitó ante su rostro mientras yo le apretaba la boca con la mano hasta que desapareció su expresión horrorizada y comprendió.

—¡Habla, serpiente! —siseé.

Habló. Al finalizar le rompimos el cuello.

—¡Fíjate en sus joyas, Ulises!

—Era un hombre muy rico, probablemente carroñero. No es digno de que Héctor repare en él. Despójalo de sus lindas baratijas, amigo mío, ocúltalas y las recogeremos cuando regresemos. Será tu participación en el botín puesto que yo debo quedarme con los corceles.

Tomó una esmeralda enorme en su mano.

—Mis caballos son bastante buenos. Sólo con esta joya compraré medio centenar de cabezas de ganado para abastecer la llanura de Argos.

Encontramos el campamento de Resos exactamente donde Dolón nos había indicado y nos ocultamos en un altozano próximo para planear nuestra estrategia.

—¡Qué necio! —murmuró Diomedes—. ¿Por qué estarán tan aislados?

—Supongo que por distinguirse. ¿A cuántos divisas?

—A doce, aunque no logro adivinar quién es Resos.

—Yo cuento los mismos. Primero mataremos a los hombres y luego nos llevaremos a los animales. Sin ruidos.

Asimos los cuchillos con los dientes y nos deslizamos sigilosamente; él con el propósito de dominar la parte próxima del fuego, y yo para encargarme de la zona más alejada. En tales cuestiones la práctica es muy útil; encontraron la muerte mientras dormían y los caballos, vagas sombras blancas al fondo, no se asustaron.

El tal Resos resultó fácil de distinguir. También él era coleccionista de joyas. Dormitaba muy cerca del fuego y éste las hacía brillar.

—¡Fíjate en esta perla! —susurró Diomedes.

Y la levantó para compararla con la luna.

—¡Equivale a mil cabezas de ganado! —respondí en voz muy baja.

No sabíamos si se presentaría alguien inesperadamente.

Los caballos habían sido amordazados para evitar que se dirigieran al Simois a saciar su sed si rompían sus ataduras. Algo muy favorable para nosotros, pues de ese modo no relincharían. Mientras buscaba los ronzales y saludaba a mi nuevo equipo de corceles, Diomedes recogió todo cuanto valía la pena del campamento y lo cargó en una mula. Luego, por el trayecto previsto durante el camino de llegada, regresamos al paso elevado del Simois, donde mi amigo argivo recogió el alijo de Dolón.

A Agamenón no le agradó que lo despertásemos hasta que le expliqué lo sucedido con Resos y sus caballos, en cuyo momento se echó a reír.

—Comprendo que debas conservar a esos hijos del alado Pegaso, Ulises, ¿pero qué quedará para el pobre Diomedes?

—Estoy satisfecho —repuso mi astuto compañero con aire inocente.

Sí, había sido una respuesta política. ¿Por qué explicarle a un hombre dispuesto a llenar un cofre de combate que en una pequeña fracción de la noche se ha acumulado una fortuna formidable?

La historia de los caballos de Resos ya se había difundido por doquier entre nuestras tropas cuando desayunaban al amanecer. Estuvieron todos encantados y me aclamaron mientras conducía de nuevo mi flamante tronco de corceles sobre el paso elevado del Simois, anticipándome incluso a Agamenón, que deseaba que Troya lo viese. Troya lo vio y no le pareció divertido. La batalla fue sangrienta, despiadada. Agamenón comprendió que tenía una oportunidad y abrió una profunda brecha en las líneas troyanas y los obligó a retroceder. Nuestros hombres estaban absolutamente dispuestos a acabar con ellos y los hicieron retroceder hasta los amenazadores muros de Troya. Pero una vez allí, el enemigo, que aún seguía superándonos en número, se recuperó y nuestra suerte mudó. Los reyes comenzaron a caer.

Primero fue Agamenón, que aquel día estaba en plena forma. Mientras recorría la línea hacia nosotros ensartó con su lanza a un hombre que trataba de detenerlo, pero no reparó en que lo seguía otro que le hundió la suya profundamente en el muslo. La punta del arma tenía púas y la herida sangró abundantemente, por lo que se vio obligado a abandonar el campo de batalla.

A continuación le llegó el turno a Diomedes. Mi amigo logró acertarle a Héctor en el casco con una lanza y lo aturdió momentáneamente. Diomedes gritó alborozado y se precipitó a rematarlo mientras yo me concentraba en los caballos y el auriga de Héctor con la intención de inutilizar su carro. Ninguno de nosotros vimos aparecer a otro soldado que se ocultaba detras de él hasta que se levantó tras poner una flecha en su arco, que disparó con amplia sonrisa.

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