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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (52 page)

—Os recuerdo a todos que jurasteis adheriros al plan de Ulises. En aquellos momentos Aquiles sabía lo que hacía y también yo —intervino Agamenón, que se había levantado para tomar la palabra—. Todos lo sabíamos. No fuimos coaccionados, hechizados ni engañados. Decidimos asumir el proyecto de Ulises porque no teníamos mejor alternativa y tampoco era probable que se nos ocurriese. ¿Habéis olvidado cómo nos irritábamos y maldecíamos al ver a Héctor a buen recaudo tras las murallas de Troya? ¿Habéis olvidado que es Príamo quien gobierna Troya y no Héctor? Todo esto fue ideado para enfrentarnos a Príamo, no a Héctor. Sabíamos lo que representaría y decidimos asumirlo. No hay más que decir.

Me miró gravemente.

—Estad dispuestos para la batalla mañana al amanecer. Convocaré una asamblea pública y te devolveré a Briseida frente a nuestros oficiales. También juro que no he mantenido relaciones sexuales con ella. ¿Está claro?

¡Cuan viejo se veía y cuan cansado! Los cabellos que apenas estaban salpicados de canas hacía diez años ahora mostraban amplias franjas plateadas entre su negrura y a ambos lados de su barba se extendían dos blanquísimas franjas. Apoyado en Antíloco, aún tembloroso, regresé fatigado al lado de Patroclo.

Me senté sobre el polvo, junto a las andas, y cogí la rígida mano que aún sostenía Automedonte. La tarde transcurrió gota a gota en el pozo del tiempo. Mi pesar se iba disipando pero mi sensación de culpabilidad jamás desaparecería. La pena es algo natural; la culpabilidad se la inflige uno mismo.

El tiempo cura el dolor pero sólo la muerte puede sanar la culpabilidad. Tales eran las cosas en las que yo pensaba.

El sol se ponía, líquido, suave y rosado por la lejana playa del Helesponto cuando alguien acudió a interrumpirme. Era Ulises, con el rostro oscurecido por las sombras, hundidos los ojos y las manos colgando a los costados. Con un profundo suspiro se agachó en el polvo junto a mí, enlazó las manos sobre las rodillas y se apoyó en los talones. Durante largo rato no cruzamos palabra, sus cabellos eran como llamaradas entre los restos del sol, su perfil estaba ribeteado de puro ámbar contra el polvo. Pensé que tenía un aire divino.

—¿Qué armadura llevarás mañana, Aquiles? —me preguntó.

—La de bronce ribeteada de oro.

—Me parece excelente. Pero quisiera obsequiarte con una mejor.

Se volvió y me miró con gravedad.

—¿Qué piensas de mí? Cuando aquel muchacho habló en el consejo deseabas partirme el cuello, pero luego cambiaste de idea.

—Opino igual que siempre: que sólo alguna generación futura será capaz de juzgarte. Tú no perteneces a nuestros tiempos.

Inclinó la cabeza y jugueteó con el polvo.

—Por mi culpa has perdido una preciosa armadura que Héctor exhibirá muy complacido confiando en eclipsarte en todos los terrenos. Pero tengo otra de oro que te irá perfectamente y que perteneció a Minos. ¿La aceptarás?

Lo miré con curiosidad.

—¿Cómo llegó a tu poder?

Trazaba garabatos en el suelo. Sobre uno de ellos dibujó una casa; en otro, un caballo; en el tercero, un hombre.

—Listas de tenderos. Néstor tiene símbolos propios de tenderos.

Frunció el entrecejo y borró sus dibujos con la palma de la mano.

—No, los símbolos no bastan. Necesitamos algo más, algo con lo que podamos transmitir ideas, pensamientos informes, alas en la mente… ¿Has oído murmurar de mí a los chismosos? Dicen que no soy un verdadero hijo de Laertes; que fui concebido en su esposa, mi madre, por Sísifo.

—Sí, los he oído.

—Es cierto, Aquiles. ¡Y algo estupendo por añadidura! Si Laertes hubiera sido mi padre, Grecia hubiera sido más pobre. Yo no he reconocido abiertamente tal paternidad porque mis nobles me habrían despojado del trono en un abrir y cerrar de ojos. Pero me desvío de la cuestión. Sólo deseaba hacerte comprender que la armadura fue conseguida por medios deshonestos. Sísifo se la robó a Deucalión de Creta y se la entregó a mi madre como muestra de su amor. ¿Llevarás algo conseguido de forma poco honrada?

—Gustosamente.

—Entonces te la entregaré al amanecer. Algo más…

—¿Qué?

—No digas que yo te la he dado. Explícales a todos que es un regalo de los dioses. Que tu madre le pidió a Hefestos que la forjara por la noche en su fragua eterna para que pudieras salir a la palestra como corresponde al hijo de una diosa.

—Así lo haré si tú lo deseas.

Dormí un poco; caí de rodillas, apoyé la cabeza en las andas y me sumergí en un sueño inquieto y aturdido. Ulises me despertó poco antes de despuntar el alba y me condujo a su casa, donde, sobre la mesa, se encontraba un gran bulto envuelto en un paño de hilo. Lo descubrí con escaso entusiasmo, imaginando que se trataría de un excelente equipo de artesanía, sin duda de oro, pero en modo alguno comparable con el que Héctor ahora vestía. Mi padre y yo siempre habíamos supuesto que era la mejor armadura que Minos poseía.

Tal vez así fuera, pero el equipo que Ulises me regalaba era mejor. Di unos golpecitos con los nudillos en el impecable material y advertí que producía un sonido sordo, consistente, totalmente distinto del tintineo producido por múltiples capas de material. Volví el escudo enormemente pesado con curiosidad y descubrí que no era como otros, gruesos y con múltiples capas. Parecía formado tan sólo por dos, una placa exterior de oro que cubría otra de un material gris oscuro que no despedía ningún reflejo ni destello a la luz de la lámpara.

Yo había oído hablar de ello pero sólo lo había visto en la empuñadura de mi lanza Viejo Pelión. Lo llamaban hierro reforzado. Mas no suponía que existiera en cantidad suficiente para fabricar una armadura completa de aquellas dimensiones. Cada elemento estaba formado del mismo metal, y a su vez chapado en oro.

—Dédalo lo fabricó hace trescientos años —dijo Ulises—. Es el único hombre en la historia que sabía cómo endurecer el hierro, convertirlo en el crisol con arena para que la absorbiera en parte y se endureciera más que el bronce. Recogió fragmentos de hierro en bruto hasta que tuvo suficiente material para fundir este equipo e incorporó el oro posteriormente. Si una lanza rasga la superficie, el oro puede ser alisado. ¡Fíjate! Las figuras están fundidas en el hierro, no formadas en el oro.

—¿Perteneció a Minos?

—Sí, al Minos que con su hermano Radamanto y tu abuelo Eaco residen en el Hades para juzgar a los muertos cuando se reúnen en las playas del Aqueronte.

—Te lo agradezco enormemente. Cuando concluyan mis días y deba presentarme ante aquellos jueces, recupera la armadura y entrégasela a tu hijo.

Ulises se echó a reír.

—¿A Telémaco? No, siempre le quedará grande. Dásela al tuyo.

—Querrán enterrarme con ella. Tú debes preocuparte de que Neoptólemo la reciba. Enterradme con una túnica.

—Como desees, Aquiles.

Automedonte me ayudó a vestirme para la guerra mientras las mujeres de la casa se volvían contra un muro y murmuraban rezos y hechizos para protegerme del mal e infundirle fuerzas a la armadura. Cuando me movía despedía reflejos tan brillantes como el propio Helio.

Agamenón habló ante la asamblea de oficiales de nuestro ejército, que permanecían con rostros impasibles. Luego me llegó el turno de aceptar la parte de humillación imperial. Tras lo cual Néstor me devolvió a Briseida; no se veía ni rastro de Criseida, pero no creí que la hubieran enviado a Troya. Por fin nos dispersamos para ir a comer, lo que me pareció una pérdida de tiempo precioso.

Briseida marchaba junto a mí en silencio, erguida la cabeza. Parecía enferma y agotada, más trastornada que cuando ambos salimos de las calcinadas ruinas de Lirneso. Al entrar en el recinto de los mirmidones pasamos junto a las andas donde reposaba Patroclo, que había sido trasladado allí por causa de la asamblea. Briseida se estremeció al verlo.

—Vamonos, Briseida.

—¿Salió a luchar en tu puesto?

—Sí, lo mató Héctor.

La miré al rostro buscando una señal de indulgencia. Me sonrió con profundo amor.

—¡Queridísimo Aquiles, estás tan cansado! Sé cuánto significaba para ti, pero te afliges demasiado.

—Murió despreciándome. Despreció nuestra amistad.

—Entonces no te conocía realmente.

—Tampoco a ti puedo explicarte nada.

—No es necesario. Hagas lo que hagas estará bien, Aquiles.

Marchamos a lo largo de los pasos elevados y formamos filas en la llanura entre la húmeda y naciente luz solar. El aire era suave, corría una brisa similar a la caricia de la lana cardada antes de hilarla. Ellos se encontraban enfrente, hilera tras hilera, como debían de vernos a nosotros. La emoción me formaba un nudo en la garganta. Apretaba con fuerza los nudillos sobre el gastado mango negro de Viejo Pelión. Había entregado a Patroclo mi armadura, pero no mi lanza.

Héctor apareció majestuoso por el ala derecha en un carro tirado por tres sementales negros, balanceándose ligeramente con el movimiento del vehículo y luciendo de manera excelente mi armadura. Advertí que había añadido el color escarlata al dorado que formaba el penacho del casco. Se detuvo frente a mí y nos miramos con avidez en un desafío implícito. Ulises había ganado su apuesta: sólo uno de los dos saldría con vida del campo y ambos lo sabíamos.

El silencio era singular. No se percibía un solo sonido, ni el resoplido de un caballo ni el tintineo de un escudo, mientras aguardábamos a que comenzase el redoble de tambores y el estrépito de los cuernos. La nueva armadura me resultaba muy pesada, tardaría algún tiempo en acostumbrarme a ella, en aprender el mejor modo de maniobrar llevándola. Héctor debería esperar.

Sonaron los tambores, los cuernos retumbaron y la hija del destino hundió sus tijeras en la franja de terreno desnudo que nos separaba a Héctor y a mí. Cuando lancé mi grito de guerra Automedonte ya lanzaba al galope mi carro, pero Héctor viró bruscamente y se alejó entre sus líneas antes de que pudiéramos encontrarnos. Comprendí que no tenía ninguna esperanza de seguirlo, aunque lo deseara tras quedarme bloqueado por una bullente masa de soldados de infantería. Lancé mandobles a diestro y siniestro y vertí la sangre de los troyanos sin sentir nada más que la fascinación de matar. Ni siquiera importaba el juramento que le hice a Patroclo.

Distinguí el familiar grito de guerra y divisé otro carro que se abría camino entre la muchedumbre. Eneas se abalanzaba fríamente, conteniendo su furia al encontrarse frente a los mirmidones que esquivaba claramente. Proferí mi grito característico, que él oyó y me devolvió apeándose al punto para el duelo. La primera lanza que me arrojó la detuve con mi escudo y sus vibraciones me agitaron hasta la médula, pero aquel metal mágico desvió por completo la lanza, que cayó a tierra con la punta aplastada. Viejo Pelión voló, alto y certero, formando un hermoso arco sobre las cabezas de los hombres que nos separaban. Eneas advirtió que la punta se aproximaba a su garganta, alzó el escudo y se agachó. Mi querida lanza atravesó limpiamente el cuero y el metal por encima de su cabeza, derribó el escudo e inmovilizó a Eneas debajo. Desenvainé la espada y me abrí paso entre mis hombres, empeñado en alcanzarlo antes de que pudiera escabullirse. Sus dárdanos habían retrocedido ante nuestra carga y yo ya sonreía de triunfo cuando fui víctima de una oleada, de ese frustrante y enloquecedor fenómeno que sucede de modo ocasional cuando una masa humana se apiña densamente. Fue como si de repente se hubiera levantado una poderosa ola en un mar de menudas ondas y barriera toda la hilera, de uno a otro extremo; los hombres chocaban entre sí como una fila de ladrillos que se derriban sucesivamente.

Al verme casi arrastrado en volandas, transportado como los restos de un naufragio entre aquella marejada humana, grité desesperado porque había perdido a Eneas. Cuando logré liberarme, él había desaparecido y yo estaba cien pasos más abajo de la línea. Convoqué a los mirmidones para que formasen filas, desanduve el camino y cuando llegué al lugar me encontré con que Viejo Pelión aún sujetaba su escudo en el suelo, tal como lo había dejado. Arranqué la lanza y tiré el escudo a uno de mis acompañantes no combatientes.

Poco después desterraba a Automedonte y al carro hacia la retaguardia confiando a Viejo Pelión a su cuidado, pues aquélla era tarea del hacha. ¡Ah, una arma excelente en una aglomeración! Los mirmidones seguían mi ritmo y eran invencibles. Pero por muy frenética que fuera la acción, yo buscaba sin cesar a Héctor; al que encontré tras dar muerte a un hombre que lucía la insignia de los hijos de Príamo. Héctor observaba no lejos de allí con el rostro contraído ante el destino sufrido por su hermano. Nuestras miradas se encontraron y el campo de batalla pareció no existir. Advertí una expresión satisfecha en su sombría contemplación mientras nos mirábamos por vez primera cara a cara. Nos acercamos cada vez más derribando a nuestros enemigos, impulsados por un solo pensamiento: encontrarnos, hallarnos lo bastante próximos para tocarnos. Entonces me arrastró otra oleada. Algo me empujó en el costado y estuve a punto de perder el equilibrio mientras me veía proyectado hacia atrás entre las filas. Los hombres caían y eran aplastados, pero yo lloraba por haber perdido a Héctor. Del dolor pasé a la ira y a un exterminio frenético de mis enemigos.

El rojo entusiasmo se evaporó cuando descubrí que sólo se me enfrentaban un puñado de penachos morados, entre cuyos pies era visible la hierba pisoteada. Los troyanos habían desaparecido y me enfrentaba con los rezagados. El enemigo retrocedía de un modo ordenado, sus jefes montaban una vez más en sus carros y Agamenón los dejaba marchar, satisfecho por el momento con reformar sus propias líneas. Mi carro surgió de improviso y monté en él junto a Automedonte.

—¡Busca a Agamenón! —le ordené jadeante.

Dejé caer el escudo en los montantes del suelo con un suspiro de alivio. Como protección era magnífico, pero demasiado pesado.

Todos los jefes habían llegado. Nos detuvimos entre Diomedes e Idomeneo. Agamenón, que saboreaba la victoria, volvía a ser el rey de reyes. Llevaba el antebrazo vendado con un paño que desprendía menudas gotas de sangre en el suelo, pero no parecía advertirlo.

—Están en franca retirada —decía Ulises—. Sin embargo, no se ven indicios de que pretendan refugiarse dentro de la ciudad, por lo menos todavía. Héctor cree que aún existen posibilidades de vencer. No es necesario apresurarse.

Miró a Agamenón como quien acaba de tener una brillante idea.

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