La cara del miedo (15 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

—¿Qué quieres que haga? ¿Caroline? ¿Ángel mío?

La puerta se abre y él oye pasos que entran a la capilla. No quiere abrir los ojos. Rufus se aferra al cuerpo de ella, no lo suelta. Una persona, un hombre, le habla con calma. Su cuñado, Randolph, está allí y trata de soltar su mano del cuello de Caroline.

—No me lleves —solloza.

—Es hora de dejarla, Rufus —dice su cuñado.

—No me lleves antes de que ella me conteste. ¡No me ha contestado! —grita él.

Pero al final lo levantan el encargado del cementerio y Randolph. Más tarde le dan láudano y lo acuestan en una cama.

Cuando se despierta está congelado, todo el cuerpo le tiembla, murmura algo acerca de que no siente más voces. Le dan más láudano y duerme de nuevo, bajo tres colchas.

Cuando se despierta, Randolph está sentado al borde de la cama.

—Rufus —dice su voz tranquila—. Debes levantarte de la cama.

—¿Por qué?

—No puedes quedarte así.

—¿Qué haré?

Randolph lo sacude.

—Eres uno de nosotros, Rufus. Tienes dos hijas ahí abajo.

—Sí —murmura él.

Randolph se inclina sobre él.

—Carol querría que comenzaras a trabajar de nuevo —dice controlándose.

—¿Cómo lo sabes?

—Conozco a mi hermana. Ella te comprendía. No hay muchos que lo hayan hecho. Yo no te entiendo ni un poco, pero Caroline lo hacía. Sabía todo sobre ti, hasta lo que tú ignoras.

Rufus escrutina a su cuñado, luego comienza a asentir con la cabeza.

A la mañana siguiente retoma el trabajo con la nueva antología.

Prosistas norteamericanos
.

Sentado frente al escritorio, se le ocurre pensar en el gato que tuvo una vez, cuando niño, en Vermont. Cuando era pequeño sentía un enorme cariño por los animales. Conejos, pájaros, ardillas… Se adentraba durante horas en el bosque para ver si encontraba animales, y trataba de llamarlos. Las pieles de animales que colgaban en la curtiduría lo asustaban y se negaba a poner los pies allí, para gran enojo de su padre. La visión de los cueros que colgaban bajo el techo lo llevaba a fantasear que las pieles se convertían nuevamente en animales vivos, que se descolgaban de los ganchos y corrían por docenas hacia su casa. Una mañana encontró en el bosque un gato con tres patas. Lo llevó a casa y logró obtener permiso para quedárselo, después de pedírselo a su madre durante varios días. Adoraba a este gato blanco más que a nada en el mundo. Henrykt lo bautizó
Hildegard
, como la imagen de una santa que encontró una noche en uno de los libros religiosos de su madre, y el nombre quedó con el animal, aunque luego descubrió que era un macho.

Cada noche, el accidentado y mimado gato cojeaba entre las camas del dormitorio de los niños y trepaba bajo sus sábanas.
Hildegard
ronroneaba y apretaba la espalda contra su barriga. Mientras Rufus miraba en la oscuridad, por encima de las camas y los cuerpos dormidos hacia la ventana y los robles, y las hojas que se batían despacio contra el vidrio, deslizaba el dedo en uno y otro sentido por el pecho del gato; oía el débil ronroneo bajo la colcha.

«Seré un buen, buen cristiano», pensaba, mientras acariciaba el pecho del gato hasta quedarse dormido.

Desde que era pequeño, Rufus tuvo la sensación de que un día haría algo imperdonable. Y cada día esperaba a que sucediese. No sabía exactamente qué sería esa cosa terrible, pero sabía que el corazón de su madre se detendría apenas lo oyese. Cuando cerraba los ojos, veía ante sí a Dios, un rostro enorme de luz en el cielo y una voz que le lastimaba en los oídos: «¡Mira lo que has hecho ahora!».

Aún no había hecho lo terrible. Pero cada mañana se preparaba como si lo fuese a hacer ese día. Quizá por eso mentía todo el tiempo, se le ocurrió, porque sabía que era una persona que en cualquier momento haría algo horripilante.

Sustrajo un libro de la mesa de noche de su madre, era
El paraíso perdido
, de Milton. Deborah había dicho que el autor escribía los versos más elegantes del mundo, y mientras hurtaba el libro, pensó en esas palabras. Cavó un hoyo en el suelo dentro de una cueva y cubrió con tierra el libro encuadernado en piel. Mientras apisonaba la «tumba» vio ante sí la cara confundida de su madre, y enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas. Corrió hacia ella y sollozó en sus brazos:

—Perdón, perdón.

—¿Qué sucede, Rufus? —preguntó ella acariciándole la cabeza—. Ya eres mayor como para estar así llorando.

Estuvo durante varios minutos así, prendido de su delantal, hasta que la soltó.

Las lágrimas le corrían por la cara.

Ahora su madre se enojó.

—¿Por qué lloras?

—Otra vez he hecho algo malo, mamá —chilló él.

—¿Qué es ahora?

—He robado.

Su madre puso los ojos en blanco.

—No quiero nada de tonterías.

—Es cierto, mamá. He robado un libro.

—¿Del colegio?

—No. Tuyo, mamá. Lo siento tanto.

—¿Qué es lo que robaste?

—Un libro. De tu mesa de noche.

—¿Qué libro, Rufus?

—Está encuadernado en piel.

Deborah fue al dormitorio y descubrió que el libro ya no estaba allí.

Él se quedó quieto en el dintel detrás de ella y sintió la maravillosa sensación de ser juzgado y culpable.

—¿No es lo que te dije, mamá? Ya no está —dijo con voz triunfante.

Despacio, su madre tomó aliento.

—No entiendo lo que dices —dijo volviéndose hacia él—. Aquí no falta nada.

—Pero ¿es que no lo ves?

—No veo nada, Rufus. Ahora vete fuera. Tengo cosas que hacer.

Hundido, regresó al «sepulcro». Desenterró el libro y lo abrió. Las hojas estaban llenas de tierra. La quitó con paciencia y empezó a leer sobre Satanás, que se rebela contra Dios y es arrojado al caos.

Regresó a la casa en la oscuridad.

Su madre estaba sentada en los escalones y leía de la Biblia para los otros niños. Rufus se le acercó y le alcanzó el libro. Ella lo tomó sin decir una palabra. Entonces continuó leyendo, del Libro de Job, capítulo cuarenta, donde el Señor le contesta a Job desde una tormenta y dice: «¿Por ventura desharás mi juicio, me culparás a mí, para justificarte a ti?». Rufus se acercó más a ella, su cara brillaba y exclamó con una velada acusación en la voz:

—¿Tienes tú un brazo tan fuerte como el de Dios, es tu rugido como su voz?

La madre le hizo callar con un siseo, le apoyó la mano en el pecho y lo empujó hacia los demás niños.

A la mañana siguiente, Rufus salió al jardín y vio a su gato,
Hildegard
, colgando de un árbol. La cuerda daba tres vueltas al cogote del animal y los ojos brillaban como piedras pálidas. La boca estaba abierta. La lengua de un rojo claro colgaba hacia afuera. Indignado, quebró una rama de un arbusto en el jardín y corrió hacia su madre en la cocina. Con toda su fuerza le descargó un golpe en la cara con la rama. Un hilillo de sangre corrió del ojo derecho de su madre.

—¡Asesino! —gritó ella—. ¡Arderás en el Infierno!

Pasó toda la noche sentado en la curtiduría, llorando y pensando en el gato.

A la mañana siguiente vino su madre a buscarlo y le dijo que lo enviarían a otro lugar.

—No eres un buen cristiano, Rufus.

Él la miró y asintió con la cabeza.

—No, mamá. Tienes razón.

—Debes aprender esto. No volveré a verte hasta que te hagas un buen cristiano. ¿Comprendes?

Asintió otra vez.

—Por supuesto, mamá.

Esa misma noche, mientras cenaban, su hermano Silas confesó. Él fue quien colgó al gato, dijo que le molestaba. El padre levantó la cabeza y dijo que, de todos modos, el gato estaba enfermo. Mientras hacía esa observación, miró a Rufus por encima de la mesa. Su mirada rebosaba de enojo y humillación. Rufus, avergonzado, fijó la mirada en su plato.

Unos días más tarde lo enviaron a vivir con su hermano mayor Herman, en Troy. Hacía varios años que Rufus no lo veía. Sin embargo, sentado en el coche, mientras salía de Hubbardton, se sentía extrañamente satisfecho. Levantó el brazo y saludó sonriendo con superioridad a su madre y a sus hermanos: allí fuera, en la gran Norteamérica, se volvería famoso y respetado, y sería feliz.

Tras la muerte de Caroline comienza a recordar episodios similares de su pasado con sorpresivo ímpetu. Es, piensa, como si algo en él tratase de revocar el tiempo y protestase ante su muerte repentina con la emoción más intensa posible.

Hace unos años viajé desde Charleston, S. C., a la ciudad de Nueva York, en el buque de pasajeros
Independence
, capitaneado por el capitán Hardy. La idea era zarpar el quince (junio) si el tiempo lo permitía, y embarqué el catorce para ordenar algunas cuestiones prácticas en mi camarote.

Así comienza la novela
La caja alargada
, de Edgar Allan Poe.

Rufus está sentado en un banco en Niblo’s Garden y lee. Aún es verano y las hojas de la revista están calientes por la luz del sol.

En la lista de pasajeros encontré a varios conocidos y me alegré al ver el nombre de Cornelius Wyatt, un artista joven por quien guardaba cálidos sentimientos de amistad. Habíamos estudiado en la misma época en la universidad de C…, donde pasamos mucho tiempo juntos. Tenía el temperamento común de los genios y era una combinación de misantropía, sentimentalismo y entusiasmo. Además de estas cualidades estaba en posesión del corazón más cálido y sincero que alguna vez haya latido en el cuerpo de una persona.

Mientras Rufus lee la novela lo ataca una sed tremenda, pero no tiene consigo nada para beber.

La simpática pero algo inquietante introducción es el comienzo de una novela que tratará sólo acerca de una cosa: ¿qué es lo que Cornelius Wyatt esconde en la caja alargada que tiene en su camarote?

Wyatt embarcó con sus dos hermanas y su nueva novia, que el protagonista no ha tenido aún el placer de conocer. Wyatt llega al buque de muy mal talante, pero esto no es inusual. Su humor suele variar de un extremo a otro. La sorpresa crece de repente cuando quien relata saluda a la novia y logra ver su rostro detrás del velo, porque lo que observa no se parece al tipo de mujer por quien Cornelius Wyatt se siente por lo habitual atraído. Es exageradamente tímida y dice sólo una o dos palabras antes de cubrirse de nuevo. El narrador piensa que quizás esta novia taciturna esconde una gran belleza interior y regresa a su camarote. Más entrada la noche camina hasta el camarote de Wyatt para saludar, pero se le comunica que el artista no desea ser molestado. Desde dentro del camarote oye un gemido apagado que lo persigue durante toda la noche.

Ahora Rufus siente como si la luz del sol entrase en su boca, cierra la revista y se pone de pie. El plan era que se sentaría en el banco y leería toda la novela de una vez, pero la maldita sed lo ha sorprendido. No puede esperar un segundo más. Tiene que beber algo.

Rufus cruza la calle y entra en una taberna.

En el mostrador no sabe qué pedir.

Pide cerveza en vez de limonada y bebe todo el vaso de una sola vez. Antes de apoyar el vaso en el mostrador, piensa: «Esto es raro. Yo nunca bebo cerveza».

Él es abstemio —aborrece el alcohol y sus efectos— y aquí está ahora sediento de cerveza. Con un movimiento súbito empuja el vaso sobre el mostrador lejos de sí. El camarero lo mira.

—¿Otro, sir?

—Sí, gracias.

Al mismo tiempo que el vaso toca el mostrador, lo toma y bebe otro largo trago de cerveza. Cuando regresa a la calle, se siente mareado, pero de muy buen humor.

Regresa a Niblo’s Garden, se sienta en el mismo banco de antes y retoma su lectura.

Las letras tiemblan en la hoja, parecen animalitos que, recostados de espaldas, mueven sus piernas bajo la luz del sol. La luz cae sobre él a través de las copas de los árboles. Se mueve en el banco hacia la media sombra. Ahora las letras se calman. Sigue leyendo.

Cornelius Wyatt está en la caja y gime.

El buque atraviesa una tormenta. Los pasajeros deben abandonarlo.

Están sentados en los botes, pero Wyatt insiste en que debe regresar al camarote para buscar la caja.

El capitán Hardy le grita que está loco.

Wyatt se arroja a las aguas y nada hacia el barco. Trepa a bordo y al rato lo ven al lado de la barandilla con la caja sobre el hombro. La ha amarrado a su cuerpo con una cuerda y ahora salta sobre la borda.

Al cabo de un momento, la caja y el cuerpo desaparecieron en el mar, de inmediato y para siempre.

—¿Se fijó cuán rápido se hundieron, capitán?

—Emergerán dentro de poco —replicó el capitán—, pero no antes de que la sal se derrita.

Un mes más tarde, el protagonista se encuentra en la calle con el capitán Hardy, en Nueva York. Ahora se le aclara la historia.

La mujer de Wyatt falleció inesperadamente el día antes del viaje. El joven marido estaba transido de pena, pero quería llegar a Nueva York con la mayor prisa para enterrar a su esposa. Algo poco dispuesto, el capitán insistió en que no quería que nadie supiese de la presencia de una persona muerta en el pasaje, por lo que acordaron que con toda discreción la embarcase hasta Nueva York en una caja apropiada. En la caja estaba su esposa, a medio embalsamar, envuelta en sal.

Para no levantar sospechas, una mujer del servicio se ofreció a pasar por la esposa de Wyatt.

Por la noche, Cornelius Wyatt gemía acostado en la caja.

Rufus arrojó la novela sobre el banco.

—Poe —susurró con el llanto en la garganta.

Descartes escribió que los hombres manifiestan su conciencia a través del pensamiento. La lectura es una forma de pensar, naturalmente, pero de pensar a través de otro. A través del pensamiento de otro hombre u otra mujer. Rufus lee y piensa como Edgar Allan Poe. ¿Se manifestará su conciencia por este pensamiento a través de Edgar Allan Poe, o se destruirá?

¿Es quizá que el pensamiento no sólo confirma la conciencia humana, sino que también puede demolerla y hacer que las personas tomen distancia entre sí?

—¿Es «ésa» la intención de la novela de Poe? —musita resignado—. La novela no debe guiar ni consolar. La intención es, evidentemente, sacudir al lector. La novela no está para curar una herida, sino para abrirla. Ésta es la belleza de Edgar Allan Poe. La belleza de derribar al lector. La alegría de envenenarle el pensamiento. La alegría de liquidarlo.

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