La cara del miedo (20 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

Todo por el maldito silencio de Griswold.

Mientras camina de bar en bar y bebe un tazón lavamanos tras otro, llenos de oporto, escucha rumores de que ya está gravemente enfermo y de que lo han internado en un manicomio. Al parecer, algunas damas de los salones literarios han hecho una excursión al «manicomio que lo admitió por compasión».

El verdadero Edgar Allan Poe está demasiado loco como para vivir.

Deberían decapitarlo pronto. Deberían sepultar la cabeza separada de la cola. Bueno. De todos modos hace ya mucho que fue enterrado. Ha estado muerto hasta donde le alcanza la memoria. La sangre se derrama fresca de las mangas de su abrigo, es un signo de que está en sus mejores condiciones de salud. Cada hueso del cuerpo está ya roto, eso es una ventaja; eso, porque así por lo menos no puede quebrarse nada. Se desliza suavemente, repta bajo la cama, lame un poco del oporto que forma un charco en el suelo. Ahí, debajo de la cama, se esconde; ahí dentro, en la oscuridad, puede divertirse escribiendo algunas semblanzas mínimas.

Se esconde y escribe. Nadie, ni siquiera él, puede detener la producción de esas semblanzas para
Escritores de Nueva York
. Los textos son soberanos, son su señor y su maestro.

«¿He estado loco todo el tiempo, sin saberlo?», piensa.

El rostro es gris como la ceniza, la piel cuelga en bolsas gruesas bajo los ojos, parecen llenas de cobre en polvo. Los ojos se ven miserables y la piel está enferma. El pecho gorgotea. Todo el tiempo está sediento, pero se maldice cada vez que bebe un trago. Sissy tose y esconde la cara bajo la alfombra. Estará muerta dentro de poco, pobre pequeña. Muddy llora. Prepara bebidas calientes para su amada hija. Llora un poco más. Escribe una carta mendicante. Sissy tose. Más bebidas calientes. Muddy derrama todavía otra lágrima. Así pasan los días.

—Sí, sí. Por suerte «yo» estoy en mi mejor forma. Yo mismo estoy también muriendo —dice Edgar ante la reflexión algo difusa del escritor que percibe en el espejo sobre el escritorio—. O no, más bien: yo ya «estoy» muerto, y voy a estar así en esta distinguida forma de muerto durante mucho tiempo, mucho después de que ella muera de una forma real. «Eso» es lo que es tan extraño.

Desde el dormitorio le llega el ruido de Muddy, que solloza silenciosamente.

Algo de lo que de todos modos puede alegrarse es de que ahora tiene una nueva oportunidad para mudarse.

Por fin deberá salir de Nueva York. Para siempre.

Afortunadamente todavía puede tener suerte; tropezar con algo de buena fortuna es bastante increíble. En primavera alquila una pequeña casa en Turtle Bay, cerca del río East, pero sólo unos meses después se mudan aún más lejos, al borde de un pueblecito que se llama Fordham. Allí alquilan una casita sencilla por poco dinero. A pesar de que Fordham está unido a la ciudad a través del ferrocarril, es como haberse mudado al campo. La casa está sola en la cima de una cuesta. Puede sentarse en la terraza durante todo el día mirando las colinas sin ver una sola persona. Muddy y Sissy se muestran de inmediato complacidas. Se calman. Las mejillas de Sissy se colorean algo.

Por la mañana, él se sienta en la pequeña terraza y mira hacia los suaves cerros. Puede sentarse así, casi sin moverse, todo el tiempo hasta que la luz del sol cae a sus pies.

Ama el silencio.

Entonces recibe otro sobre con su nombre escrito en letras inseguras. La nota está titulada «Tercera carta para el maestro».

Samuel

Tercera carta al maestro

El periodista

D
urante varias semanas la gente en la ciudad habla de los asesinatos en la calle Chrystie. «Una vez más se ha cometido en la ciudad de Nueva York un crimen que parece demasiado increíble para ser verdad». Amaba las oraciones amaba escuchar a los charlatanes del mercado hablaban del criminal del misterio terror en sus caras. Cómo entró cómo salió que sería lo próximo que haría. Oh hubiese podido calmar su miedo tan fácilmente pero amaba ver cómo se esparcía como una fiebre blanca en las caras. Les podría haber dicho que un hilo de coser atado a la falleba de la ventana era lo único que se necesitaba para lograr un misterio un hombre pequeño desciende despacio de una ventana en el cuarto piso. Pero a mí me gustaba ver cómo el misterio les brillaba en los ojos.

Una obra de arte.

La novela del maestro se ha vuelto una nueva obra de arte.

Nuestra obra de arte.

Desilusión. El periodista que escribió sobre el fantástico crimen hizo una entrevista con usted una entrevista idiota eso fue peligroso. Durante muchos días fue como si yo pudiese oír la voz del reportero que gritaba señor Poe señor Poe ha hecho usted algo de lo que deba arrepentirse.

Mi corazón sangra por usted maestro.

Compartimos un secreto somos más grandes que el miedo.

Evan Olsen es el maleducado imbécil de los nuevos tiempos. Todo es un juego para tipos como él no tienen respeto por los grandes pensamientos los mezquinos manejan el mundo. Olsen añora la grandeza pero no sabe lo que es la mezquindad ha cavado una tumba en él.

Ya hace muchos años desde que escribiste sobre lo que llamaste mejoramiento recuerdas. No crees en los nuevos tiempos. Las ciudades se levantan en las praderas pero producen sólo avaricia y muerte. Mercados buques dinero los pensamientos abstractos un mundo invivible. El rostro de la naturaleza se deforma bajo los ataques hasta devenir en abominable enfermedad escribiste. Recuerdo las frases. Hemos inventado nuestra propia destrucción a raíz de un gusto perverso eso escribiste.

Renaceremos. Primero la muerte. Luego: la nueva vida.

Me mostrarás el futuro. Tú ves cómo se desarrollará. En errores. En malentendidos. Al final todas las personas estarán solas. La vida en la plantación no fue la última sino la primera en una larga fila de humillaciones opresiones no solamente para los negros sino para todos. Tú me mostraste eso. El tiempo nuevo. El miedo. La falta de libertad. Pronto llegará el presidente del miedo. Todos temerán al miedo él gobernará no el gobierno no los propietarios no los esclavistas. Nadie puede escapar del nuevo miedo. Nadie puede cortarle la cabeza. Está dentro de la cabeza bien atado a los vasos sanguíneos. Nadie puede concentrarse en otra cosa que no sea él nadie puede leer más libros. Sólo unas pocas personas obstinadamente trabajadoras se han aprendido los libros de memoria. Ellos son la posibilidad para lo nuevo. Deben permanecer unidos. Deben introducir la muerte. Nadie nacerá otra vez antes de que la muerte gobierne. Los viejos mueren. Los nuevos comienzan. El cambio del mundo.

El bien nace del mal.

El periodista es un muerto viviente.

He seguido a Evan Olsen durante varios días. Ya sé dónde vive.

Has vuelto a sorprenderme.

¡El maestro ha escrito una nueva obra maestra!

Se llama
Los hechos en el caso de M. Valdemar
.

Cuando el hipnotizador P. cuenta que condujo un experimento en un amigo moribundo M. Valdemar me puse tan contento ésta es una novela que me hace muy feliz. P. quiere ver si es posible mantener el instante de la muerte. Valdemar queda en trance durante siete meses.

«¿Duermes?»

Él no respondió, pero yo percibí un temblor en los labios, y eso me animó a repetir la pregunta, una y otra vez. Con la tercera repetición, todo su cuerpo se sacudió con un movimiento bastante débil, los párpados se abrieron lo suficiente como para mostrar una línea blanca del globo, los labios se movieron flácidos, y de entre ellos, como un murmullo apenas perceptible, salieron las palabras: «Sí, duermo ahora. No me despiertes. ¡Déjame morir así!».

Su cuerpo se desarma lentamente la descomposición comienza mientras Valdemar está vivo habla a través de la boca muerta. «Por el amor de Dios, déjame dormir o despiértame rápido te digo que estoy de veras muerto».

Cuando la leí supe que no me habías olvidado que piensas en mí todo el tiempo y que nunca me abandonarás.

El interrogante sobre el señor Evan Olsen está solucionado ahora sé lo que debo hacer.

Te alegrará escuchar que me has inspirado otra vez.

Cuando trabajé para el dentista Flagger conocí los secretos del ramo y los peligros sin ir más lejos el envenenamiento es un problema para los hombres del oficio. Tintura de morfina cocaína éter todos presentan un peligro pero más tramposo más lentamente destructor es el efecto del mercurio. Yo mismo he visto un colega mayor del doctor Flagger que estaba enfermo con envenenamiento de mercurio torpe con las manos temblorosas me miraba con ojos como si se hubiera olvidado de quién era y cómo se llamaba al final cayó en un sueño raro el viejo dentista estaba frío como esmalte pero no muerto durante muchos meses estuvo así tendido y respiraba y suspiraba.

Sustraje un recipiente con clorato de mercurio de la oficina del doctor Flagger.

El envenenamiento más efectivo serán pequeñas dosis diarias.

Descubrí cómo hacerlo en el mismo artículo del señor Evan Olsen.

En él escribe varias veces acerca de su esposa Mary Ann escribe que ella le sirvió té y galletitas tiene unas galletitas favoritas de un panadero alemán. Una mañana la seguí hasta el panadero y cuando ella salió del negocio entré y compré dos paquetes con las galletitas favoritas del señor Olsen. Salpiqué clorato de mercurio sobre las galletas y la noche siguiente cambié su paquete por el mío.

Durante varias noches me detuve frente a su ventana y observé cómo daba vueltas en la cama al lado de su esposa. Una vez se despertó y me miró, pero fue como si no me viese como si ya no supiese dónde estaba.

Poe

La visita

Fordham

E
l catalejo está empañado, pero de todos modos ve con claridad la figura de Griswold entre dos moteados troncos de abedul al fondo de la cuesta. La cara del editor tiene aún esa expresión abierta y confiada. Los ojos son curiosos. Hay una tensión infantil en los labios. El editor se ve impresionantemente joven. Algunos rizos platinados cuelgan sobre el cuello del abrigo, eso destruye la inocencia de la primera impresión y hace que el caminante aparezca en desacuerdo consigo mismo. Mientras Griswold camina, Edgar trata de enfocar su boca con el catalejo. Se mueve formando arrugas leves, un poco nervioso. Impaciente, piensa: «Habla consigo mismo, pero no entiendo lo que dice».

El visitante sube la cuesta hacia la casa con pasos largos. Cuando se detiene y se quita el sombrero, la luz cae sobre él de entre las nubes. Edgar ve por el catalejo la cara inflamada. Ahora ve por qué Griswold ha venido: para ver la ruptura con sus propios ojos. Ha escuchado los rumores de locura y muerte casi inminentes, y ha salido porque la curiosidad es más fuerte que la sensación de vergüenza. Aunque nunca supo cómo reaccionó Griswold ante lo que escribió en
Escritores de Nueva York
, Edgar está seguro que la necesidad de revancha es creciente.

Al cabo de unos minutos, el redactor está inmóvil y mira hacia la casa. Entonces empieza a marchar de nuevo con grandes zancadas y es, piensa Edgar, como si con los pasos midiese la distancia hacia la salvación. Sigue a Griswold a través del catalejo hasta que éste llega frente a la puerta, entonces deja el artefacto y se para frente a la columna que tiene un clavo para colgar sombreros.

Rufus Griswold está sobre el césped. Se detiene al fondo del jardín y levanta la vista hacia un cerezo. Racimos de cerezas resplandecen brillantes entre las hojas.

—No tengo escalera. Por eso cuelgan así —dice Edgar—. Las cerezas.

Griswold se interrumpe y le mira entrecerrando los ojos. ¿Ha comenzado a perder la vista?

Edgar desciende al césped. Griswold se sorprenderá. Va a recibir una bienvenida cordial. Radiante de alegría, le dice:

—Griswold, amigo mío.

Toma las manos de Griswold y las estrecha.

—¡Me encontraste!

Una sonrisa rápida en la cara del huésped.

—Fue tan raro —dice Griswold algo falto de aliento—. Cuando crucé las colinas aquí y me detuve y miré alrededor, recordé mi terruño, en Vermont, pese a que Fordham no se le parece especialmente. Creo que tiene que ver con las «formas» en el paisaje, si me comprendes. Es un paisaje armónico. Me hizo añorar mi casa… Cuán absurdo debe oírse ahora eso.

La mirada del redactor va y viene sobre la cara de Edgar.

—Yo estaba tan enfermo en Nueva York, al final —dice Edgar, en tono de confidencia—. Es una de las cosas más inteligentes que he hecho nunca, venir aquí.

—Todos se enferman al final en Nueva York —dice Griswold con calma—. La única cosa satisfactoria que una persona puede hacer allí es ser médico o sacerdote.

Griswold se pasa la mano por el mentón. Su perilla ha crecido.

—¿No vas a invitarme a pasar?

—Sí, sí, por supuesto —dice Edgar, que se hace a un lado.

Se sientan en el sencillo salón y hablan. Mientras Edgar le refiere sus planes para
Stylus
, la mejor revista norteamericana, Griswold observa los ralos estantes de libros, el retrato de un viejo general Poe que cuelga de un clavo sobre la cómoda. Seguramente busca con la mirada signos de decadencia. Frente a él, Sissy borda sentada en la mecedora, a sus pies el gato está enroscado formando un bulto. Griswold observa sus dedos frágiles, las uñas y las puntas de los dedos, el hilo y la aguja, los movimientos delicados. Sissy deja de mecerse abruptamente y durante unos segundos se sienta y razona inquieta un problema del bordado. En cuanto cesa el movimiento, el gato levanta la cabeza del suelo y mira en torno con expresión confundida en los ojos. Algo se detuvo, el mundo no se balancea más con el mismo ritmo sedante, y lo único que evita que el gato salga como una flecha es la esperanza de que Sissy halle pronto una solución. Una pequeña inclinación de la cabeza indica que el problema de bordado está solucionado; entonces ella comienza a mecerse de nuevo y la cabeza del gato cae pesada al suelo y el placer en los ojos es inequívoco, es el brillo de la gracia.

Griswold se libera del estudio de Sissy y del gato y se vuelve hacia Edgar.

—¿Dónde estábamos?

—¿Nosotros?

—¿Está todo bien, Poe? ¿Estáis tú y tu esposa… con buena salud?

Edgar sonríe a su huésped tan ampliamente como puede. Se siente seguro y tiene ganas de ser completamente sincero, de mostrarle a Griswold cuán sano está. Tiene ganas de «contarle algo».

—Cuando tenía diecisiete años, estaba seguro de que lo único que me podía hacer feliz era viajar a la gran ciudad, a Nueva York, y convertirme en un escritor conocido —dice Edgar, que ha cruzado las manos sobre el estómago.

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