La carta esférica (21 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

—Ojalá fueran sólo un par de cosas —suspiró Tánger.

Gamboa, que fumaba un cigarrillo, rió, y los ojos nórdicos le aniñaron el rostro barbudo. Tenía los dientes desparejos, amarillentos de nicotina, con los incisivos muy separados uno de otro. La suya era una risa fácil; reía por cualquier cosa y movía de arriba abajo la cabeza al hacerlo, como si todo pretexto fuese bueno. Pese a sus prejuicios de marino mercante respecto a la Armada, a Coy le gustaba Gamboa. Incluso su modo amable, desenfadado, de coquetear con Tánger —un gesto, una mirada, el modo de ofrecer cigarrillos que ella rechazaba—, resultaba inofensivo, simpático. Cuando lo visitaron a última hora de la mañana en su despacho del observatorio, Gamboa también rió complacido al descubrir, dijo sin rodeos, lo guapa que era la colega de Madrid con la que hasta entonces sólo había mantenido, para su desdicha, contacto telefónico y epistolar. Después observó con mucho detalle a Coy antes de estrechar largamente su mano, como si el contacto le permitiera calcular el género de relación que podía existir entre su colega del Museo Naval y aquel inesperado individuo silencioso, bajo y ancho de espaldas, de manos grandes y torpe andar, que la escoltaba. Ella se había limitado a presentarlo como un amigo que la ayudaba en la parte técnica del problema. Un marino con mucho tiempo libre.

—Ese bergantín —prosiguió Gamboa— venía de América sin escolta… Y es extraño, porque a causa de los ingleses, los corsarios y los piratas, las ordenanzas mandaban que todo buque mercante cruzase el Atlántico en convoy.

Hablaba casi siempre dirigiéndose a la mujer, aunque en ocasiones se volvía a Coy para evitar, quizás, que se sintiera desplazado. Supongo que no te importa, decía el gesto. No sé lo que pintas en esta historia, camarada, pero supongo que no te molesta que le hable a ella y le sonría. Hazte cargo: estáis de visita sólo un rato y ella es atractiva. Marino con tiempo libre o a dedicación completa o lo que seas, ignoro qué hay entre vosotros, pero sólo quiero disfrutarla un poco. Un par de cervezas y un par de risas, ya sabes, para cargar las baterías. Ja, ja. Es lo que pienso cobraros por mis servicios. Dentro de poco será de nuevo toda tuya, o lo que se tercie, y podrás seguir probando suerte. A fin de cuentas la vida es breve, y sólo de vez en cuando te pone delante mujeres como ésta. Por lo menos a mí no me las pone.

—Había paz con Inglaterra en ese momento —apuntó Tánger—. Quizá la escolta no era necesaria.

Gamboa, que acababa de encender su enésimo cigarrillo, dejó escapar el humo entre los incisivos y después hizo un gesto de asentimiento. Aparte su graduación militar, era historiador naval. Antes de ser destinado al observatorio había estado a cargo del patrimonio histórico de la Armada en Cádiz.

—Puede ser una explicación —concedió—. Pero sigo viéndolo extraño… En 1767, Cádiz tenía el monopolio del comercio americano. No fue hasta once años después que Carlos III, con la cédula de liberalización comercial, cambió la norma que designaba Cádiz como único puerto al que se podía venir en rumbo directo desde América… Así que el viaje de ese bergantín desde La Habana tuvo algo de ilegal, si tomamos las órdenes reales al pie de la letra. O al menos, de irregular —dio dos largas chupadas al cigarrillo, reflexivo—. Lo normal es que antes de seguir viaje a Valencia, o a donde fuera su destino final, hubiese hecho escala aquí —otra chupada—. Y por lo visto no la hizo.

Tánger tenía una respuesta para eso. De hecho, había comprendido Coy, parecía tener respuestas para casi todo. Era como si más que indagar nuevos datos, procurase confirmar los viejos.

—El
Dei Gloria
—explicó ella— se beneficiaba de un status especial. No olvides que pertenecía a los jesuitas, y éstos conservaban ciertos privilegios. Sus barcos tenían exenciones particulares, navegaban a América y Filipinas con capitanes, pilotos, derroteros y cartas náuticas de la Compañía, y se rodeaban de lo que hoy podríamos llamar opacidad fiscal… Ésa fue una de las cuestiones que se manejaron contra ellos en el proceso de expulsión que se preparaba en secreto.

Gamboa la escuchaba muy atento.

—Conque los jesuitas, ¿eh?

—Exacto.

—Eso explicaría varias cosas inexplicables.

Ella ha pasado muchas horas, se dijo Coy, en esa casa que conozco, frente a las vías de la estación de Atocha, dándole vueltas a esto. Ha pasado días y meses tumbada en aquella cama que entreví alguna vez, sentada ante la mesa cubierta de libros y documentos, atando cabos en su cabeza impasible como quien juega al ajedrez con los siguientes movimientos previstos de antemano. Trazando rumbos que nos incluyen a todos. Estoy convencido de que esta conversación, este tipo barbudo y sonriente, este paisaje de La Caleta, y tal vez hasta la hora de la marea alta y la marea baja, ya los ha calculado con antelación. Lo único que hace ahora es arranchar bien el barco, trincar hasta el último detalle antes de hacerse a la mar. Porque ella es de las que no olvidan nada en tierra. Quizá no haya navegado nunca, pero tengo la certeza de que en su imaginación ya bajó docenas de veces al pecio del
Dei Gloria
.

—De cualquier modo —dijo Gamboa— es una lástima que no tengamos más documentación —se volvió un poco a Coy—… El archivo de Cádiz es el único que no fue enviado al archivo general de marina de Viso del Marqués, donde se centralizaron casi todos los documentos importantes que había en El Ferrol y Cartagena, posteriores a lo conservado en el Archivo de Indias de Sevilla… Aquí, un almirante tozudo se negó a desprenderse de él. Resultado: el fondo documental completo se quemó en un incendio, con todos los papeles de los siglos XVIII y XIX, incluidas algunas planchas originales de la cartografía de Tofiño.

En ese punto, Gamboa dio otra chupada al cigarrillo y soltó una carcajada jovial dirigida a Tánger.

—No podía faltar, ¿verdad?, el incendio de rigor. Ja, ja. Pero supongo que eso le da encanto aventurero a tu trabajo.

—No todo se perdió —repuso ella.

—No todo, en efecto. Algo pudo traspapelarse. Pero nadie sabe lo que hay danzando por ahí. Los planos del
Dei Gloria
, por ejemplo, estaban olvidados en un sitio inimaginable: bajo montones de papeles polvorientos, en el pañol de instrumentos náuticos del arsenal de La Carraca… Entre material de barcos desguazados, cuadernos de bitácora, cartas y un sinfín de cosas sin catalogar. Los vi por casualidad hará un año, cuando buscaba otra cosa. Y al recibir tu llamada telefónica, me acordé… Fue una suerte que ese barco lo construyeran aquí.

En realidad, aclaró Gamboa en atención a Coy, no se trataba de los planos del mismo
Dei Gloria
, sino del
Loyola
, su gemelo, pues ambos fueron construidos en Cádiz entre 1760 y 1762, con poco tiempo de diferencia. La fortuna, sin embargo, no acompañó a ninguno de los dos. Antes que su hermano de astillero, el
Loyola
se perdió en 1763 durante un violento temporal, por la parte de Sancti Petri. Cosas de la vida: muy cerca del sitio donde fue botado sólo un año antes. Había barcos con pésima suerte, como sin duda sabía Coy por experiencia profesional. Y esos dos bergantines tenían mala estrella.

Le había proporcionado a Tánger copia de los planos tras mostrarles las dependencias del observatorio, la fachada blanca con las columnas y la cúpula que reverberaba bajo el sol, los pasillos encalados con los antiguos instrumentos en vitrinas, los libros de náutica y astronomía, la línea en el suelo que indicaba el lugar exacto del meridiano de Cádiz, y la magnífica biblioteca de maderas oscuras y estantes repletos. Allí, sobre una mesa vitrina que contenía obras de Kepler, Newton y Galileo, el
Viaje a la América Meridional
y las
Observaciones
de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y otros libros sobre las expediciones dieciochescas para medir un grado de meridiano, Gamboa había desplegado planos y documentos. Algunas copias estaban destinadas a Tánger, y el resto, originales de difícil reproducción, fueron fotografiados por ella uno tras otro, con una pequeña cámara que sacó del bolso de cuero. Había hecho dos rollos de treinta y seis fotografías, con el flash reflejándose en los cuadros de la pared y en el cristal de las vitrinas mientras Coy, por curiosidad profesional, echaba una ojeada a las antiguas tablas de efemérides náuticas y a los instrumentos de precisión que había por todas partes, vestigios de cuando el observatorio de San Fernando era referencia necesaria en la Europa de la Ilustración: un octante Spencer, un reloj Berthoud, un cronómetro Jensen, un telescopio Dollond. En cuanto al
Dei Gloria
, Coy lo tuvo delante cuando Gamboa, tras una pausa calculada y teatral, sacó cuatro planos a escala 1:55 que había hecho fotocopiar para Tánger: un esbelto bergantín de 30 metros de eslora y 8 de manga, con dos mástiles, velas cuadras, una cangreja en el palo mayor, y artillado con diez cañones de hierro de 4 libras. Esas copias estaban ahora ante ellos, sobre la mesa de la terraza.

—Era un buen barco —dijo Gamboa, contemplando la vela distante que había cruzado ya frente a la playa y desaparecía por fuera del castillo de Santa Catalina—. Como podéis apreciar en los planos, muy limpio de líneas y marinero. Un barco moderno para su época, construido en corazón de roble y teca con la habitual cubierta corrida y los cañones sobre ésta, con cinco portas a cada banda. Rápido y fiable. Si un jabeque pudo darle caza, es que sin duda había sufrido mucho durante la travesía del Atlántico. Ja, ja. De lo contrario…—ahora el director del observatorio miraba a Tánger con risueña atención—. Ésa es otra de las puntas del misterio, ¿verdad?… Por qué no entró a reparar en Cádiz.

Tánger no respondió. Jugueteaba con su lápiz de plata, abstraída en las cúpulas blancas del balneario que se alzaba a la izquierda, en pilotes sobre la playa.

—¿Y el
Chergui
? —preguntó Coy.

Gamboa, que observaba a la mujer, se volvió lentamente. Lo del corsario sí estaba claro, respondió. Y ellos habían tenido mucha suerte, pues entre la nueva documentación había material valioso. Como una copia de la descripción del
Chergui
, cuyo original había localizado en la sección de Corso y Presas del Viso del Marqués. Por desgracia no los planos de ese buque, pero sí de un jabeque de semejantes características, el
Halconero
, con muy parecida eslora, armamento y aparejo.

—Ignoramos lugar y año de construcción —explicó Gamboa, sacando un papel doblado del bolsillo de la camisa—, aunque sabemos que operaba usando como bases Argel y Gibraltar. Pero de su aspecto hay descripciones detalladas, hechas por las víctimas o por gente que se lo cruzó durante sus escalas enarbolando pabellón británico, que luego cambiaba a su conveniencia, pues lo armaban a medias un maltés afincado en el Peñón y un comerciante argelino… Hay constancia documentada de sus andanzas entre 1759 y 1766; pero el informe más minucioso —el director del observatorio consultó las notas que traía en el papel— corresponde a don Josef Mazarrasa, capitán del místico
Podenco
, que pudo escapar de un jabeque al que identificó como el
Chergui
en septiembre de 1766, tras una escaramuza a la altura de Fuengirola; y como estuvo a punto de ser abordado, llegó a observarlo, muy a su pesar, bien de cerca. En el alcázar había un europeo, descripción que puede coincidir con la del inglés conocido como Slyne, o capitán Mizen, y la dotación, numerosa, parecía compuesta por moros y europeos, estos últimos sin duda ingleses —Gamboa volvió a consultar sus notas—… El
Chergui
era un jabeque de botalón y clásica toldilla alta a popa, con los palos mayor y mesana aparejados de polacra y el trinquete con vela latina, bastante rápido entre los de su clase, de unos treinta y cinco metros de eslora y ocho o nueve de manga. Según el capitán Mazarrasa, a quien el encuentro dejó cinco muertos y ocho heridos a bordo, su porte era de cuatro cañones largos de a seis libras, otros ocho de a cuatro y al menos cuatro pedreros. Al parecer se había artillado en Argel con buenas piezas de bronce, antiguas pero eficaces, de una vieja corbeta francesa apresada, la
Flamme
… Ese armamento lo hacía temible contra buques de menor porte y líneas más frágiles, como eran el
Podenco
y el
Dei Gloria
… En el caso de que realmente se encontrara con este último.

—Estoy segura de eso —dijo Tánger—. Se encontraron.

Había dejado de contemplar el balneario, y fruncía un poco el ceño, el aire obstinado. Gamboa dobló de nuevo el papel y se lo entregó. Luego alzó una mano, como si nada tuviera que objetar.

—En ese caso, el capitán del
Dei Gloria
debía de ser hombre de mucho cuajo. Aguantar la persecución, no refugiarse en Cartagena y librar combate a tocapenoles con el
Chergui
no lo hubiera hecho cualquiera. Y ese viaje desde La Habana sin escalas… —estudió a Coy y luego a la mujer, sonriendo perspicaz—. Supongo que de eso se trata, ¿verdad?

Coy se echó hacia atrás en la silla, de cuyo respaldo colgaba su chaqueta. A mí qué me cuentas, decía su gesto. Es ella quien está al mando.

—Hay cosas que quiero aclarar —dijo Tánger tras un breve silencio—. Eso es todo.

Guardaba con mucho cuidado el papel con las notas en su bolso. Gamboa le dirigió una mirada penetrante. Por un momento la expresión plácida del director del observatorio pareció perder la inocencia.

—Un bonito trabajo, de cualquier modo —apuntó, cauto—. Además, tal vez había a bordo… No sé.

Buscaba su paquete de tabaco en el bolsillo del pantalón. Coy observó que empleaba en ello más tiempo del necesario, como si tuviese algo en la cabeza que dudaba contar.

—La verdad —dijo por fin— es que ni el barco, ni la derrota, ni la época son propios de tesoros.

—Nadie habla de tesoros —dijo muy lentamente ella.

—Claro que no. Tampoco me habló de eso Nino Palermo.

Hubo un silencio. Hasta ellos llegaban las voces de los pescadores que al pie de la terraza, en el muelle, trabajaban en los botes varados o remaban entre las pequeñas embarcaciones fondeadas proa al viento. Un perro corría por la playa, persiguiendo con ladridos a una gaviota que planeó impasible antes de alejarse en dirección al mar abierto.

—¿Ha estado aquí Nino Palermo?

Tánger miraba alejarse la gaviota, y su pregunta sólo surgió cuando el ave estuvo muy lejos. Gamboa se inclinaba a encender un nuevo cigarrillo, protegiendo la llama del mechero con el cuenco de las manos. La brisa se llevó el humo de entre sus dedos mientras los ojos claros chispeaban, divertidos.

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