Un marino sin barco, desterrado del mar, conoce a una extraña mujer que posee, tal vez sin saberlo, respuestas a preguntas que ciertos hombres se hacen desde siglos.
Cazadores de naufragios en busca del fantasma de un barco perdido en el Mediterráneo, problemas de latitud y longitud cuyo secreto yace oculto en antiguos derroteros y cartas náuticas, museos navales, bibliotecas…
Nunca el mar y la Historia, la ciencia de la navegación, la aventura y el misterio se habían combinado de un modo tan extraordinario en una novela, como en
La carta esférica
. De Melville a Stevenson y Conrad, de Homero a Patrick O’Brian, toda la gran literatura escrita sobre el mar late en las páginas de esta historia fascinante e inolvidable.
Arturo Pérez-Reverte
La carta esférica
ePUB v2.0
ivicgto07.06.12
Título original:
La carta esférica
Arturo Pérez-Reverte, 2000.
Diseño/retoque portada: Enylu / Hans Geel
Editor original: ivicgto (v1.0 a v2.0)
Corrección de erratas: ivicgto
ePub base v2.0
Una carta náutica es mucho mas que un instrumento indispensable para ir de un sitio a otro; es un grabado, una página de historia, a veces una novela de aventuras.
Jacques Dupuet.
Marino
Observemos la noche. Es casi perfecta, con la estrella Polar visible en su lugar exacto, cinco veces a la derecha de la línea formada por Merak y Dubhé. La Polar va a seguir en el mismo sitio durante los próximos veinte mil años; y cualquier navegante que la contemple sentirá consuelo al verla allá arriba, porque es bueno que algo siga inmutable en alguna parte mientras la gente precise trazar rumbos sobre una carta náutica o sobre el difuso paisaje de una vida. Si seguimos prestando atención a las estrellas, hallaremos Orión sin dificultad, y después Perseo y las Pléyades. Eso resulta fácil porque la noche es muy limpia y no hay nubes; ni siquiera un soplo de brisa. El viento del sudoeste cesó al ponerse el sol, y la dársena es un espejo negro que refleja las luces de las grúas del puerto, los castillos iluminados sobre las montañas, y los destellos —verde a la izquierda y rojo a la derecha— de los faros de San Pedro y Navidad.
Acerquémonos ahora al hombre. Está inmóvil, apoyado en el coronamiento de la muralla. Mira el cielo, que se anuncia más oscuro hacia el este, y piensa que mañana soplará de nuevo el levante, trayendo marejada allá afuera. También parece sonreír de un modo extraño; si alguien pudiera ver su rostro iluminado desde abajo por el resplandor del puerto, concluiría que existen sonrisas mejores que ésa: más esperanzadas y menos amargas. Pero nosotros conocemos la causa. Sabemos que durante las últimas semanas, mar adentro y a pocas millas de aquí, el viento y la marejada han sido decisivos en la vida de ese hombre. Aunque ya no tengan ninguna importancia.
No lo perdamos de vista, pues vamos a contar su historia. Al mirar con él hacia el puerto, advertiremos las luces de un barco que se aleja despacio del muelle. El rumor de sus máquinas nos llega amortiguado por la distancia y por los sonidos de la ciudad, con la trepidación de las hélices que baten el agua negra mientras los tripulantes meten a bordo los últimos metros de amarras. Y cuando observa ese barco desde la muralla, el hombre siente dos clases distintas de dolor: uno es en la boca del estómago, hecho de la misma tristeza que viene a sus labios con la mueca que parece —pronto comprenderemos que sólo parece— una sonrisa. Pero hay otro dolor más preciso y agudo que va y viene sobre el costado derecho; allí donde una humedad fría le pega la camisa al cuerpo, y la sangre gotea hasta la cadera y empapa por dentro el pantalón, a cada latido del corazón y a cada estremecimiento de las venas.
Por suerte, piensa el hombre, esta noche mi corazón late muy despacio.
He navegado por océanos y bibliotecas.
Herman Melville.
Moby Dick
Podríamos llamarlo Ismael, pero en realidad se llamaba Coy. Lo encontré en el penúltimo acto de esta historia, cuando estaba a punto de convertirse en otro náufrago de los que flotan sobre un ataúd mientras el ballenero
Raquel
busca hijos perdidos. Para entonces llevaba ya algún tiempo a la deriva, incluida la tarde en que acudió a la casa de subastas Claymore, en Barcelona, con la intención de pasar el rato. Tenía muy poco dinero en el bolsillo, y en el cuarto de una pensión próxima a las Ramblas, unos cuantos libros, un sextante y un título de primer piloto que la dirección general de la Marina Mercante había suspendido por dos años hacía cuatro meses, después que el
Isla Negra
, un portacontenedores de cuarenta mil toneladas, embarrancase en el océano Índico, a las 4,20 de la madrugada y durante su cuarto de guardia.
A Coy le gustaban las subastas de objetos navales, aunque por esa época no pudiera permitirse pujar. Pero Claymore, situada en un primer piso de la calle Consell de Cent, contaba con aire acondicionado, servían una copa al terminar, y la chica encargada de la recepción tenía piernas largas y bonita sonrisa. En cuanto a los objetos de la subasta, le gustaba mirarlos e imaginar los naufragios que habían ido llevándolos de aquí para allá hasta varar en la última playa. Durante toda la sesión, sentado con las manos en los bolsillos de su chaqueta de paño azul oscuro, permanecía atento a quiénes se llevaban sus favoritos. A menudo el pasatiempo resultaba decepcionante: una magnífica escafandra de buzo, cuyo cobre abollado y lleno de cicatrices gloriosas hacía pensar en naufragios y bancos de esponjas y películas de Negulesco, con calamares gigantes y con Sofía Loren saliendo del agua moldeada bajo la blusa húmeda, fue adquirida por un anticuario a quien ni siquiera tembló el pulso al levantar el cartón con su número. Y un compás de marcaciones Browne & Son, antiguo, en buen uso y dentro de su caja original, por el que Coy habría dado el alma en sus tiempos de estudiante de náutica, resultó adjudicado, sin remontar el precio de salida, a un individuo con aspecto de ignorar todo sobre el mar, salvo el hecho de que, colocada en un escaparate de cualquier marina deportiva de lujo, aquella pieza sería vendida por diez veces su valor.
El caso es que esa tarde el subastador remató el lote 306 —un cronómetro Ulysse Nardin de la Regia Marina italiana, al precio de salida— y consultó sus notas ajustándose los lentes con el índice. Era un tipo de modales suaves, corbata un poco atrevida y camisa color salmón. Entre puja y puja daba sorbitos a un vaso de agua que tenía cerca.
—Siguiente lote:
Atlas Marítimo de las Costas de España
, de Urrutia Salcedo. Número trescientos siete.
Había acompañado el anuncio con una sonrisa discreta que, Coy lo sabía a fuerza de observarlo, reservaba para las piezas cuya importancia pretendía destacar. Joya cartográfica del XVIII, añadió tras la pausa adecuada, recalcando lo de joya como si le doliera desprenderse de ella. Su ayudante, un joven vestido con guardapolvo azul, alzó un poco el volumen en gran folio, para que lo viesen desde la sala, y Coy lo miró con un apunte de melancolía: según el catálogo de Claymore no era fácil encontrarlo a la venta, pues la mayor parte de los ejemplares se hallaban en bibliotecas y museos. Aquél seguía en perfectas condiciones; y lo más probable era que nunca hubiera estado a bordo de un barco, donde la humedad, las marcas de lápiz y el trabajo sobre sus cartas de navegación dejaban huellas irreparables.
El subastador abría ya la puja, con una cantidad que habría bastado a Coy para vivir medio año con razonable holgura. Un hombre ancho de espaldas, frente despejada y pelo muy largo y gris recogido en una coleta, que estaba sentado en la primera fila y cuyo teléfono móvil había sonado tres veces para irritación de la sala, mostró un cartoncito con el número 11; y otras manos se alzaron mientras la atención del subastador, que tenía el pequeño martillo de madera en alto, iba de uno a otro y su voz educada repetía cada oferta, sugiriendo la siguiente con monotonía profesional. El precio de salida estaba a punto de doblarse, y los aspirantes al lote 307 iban quedándose por el camino. Mantenían la liza el individuo corpulento de la coleta gris, otro flaco y barbudo, una mujer de la que no podía ver más que un cabello rubio en media melena y la mano que alzaba su cartulina, y un hombre calvo muy bien vestido. Cuando la mujer dobló el precio inicial, el de la coleta gris se volvió a medias, mirando en su dirección con gesto irritado, y Coy pudo ver unos ojos verdosos y un perfil agresivo, nariz grande y aire arrogante. La mano que alzaba la cartulina llevaba varios anillos de oro. No parecía acostumbrado a que le disputasen piezas de subasta, y con ademán brusco terminó volviéndose a su derecha, donde una joven morena muy maquillada, que atendía en susurros el teléfono cada vez que sonaba, sufrió las consecuencias de su mal humor cuando se puso a reconvenirla ásperamente, en voz baja.
—¿Alguien supera la oferta?
El de la coleta gris alzó la mano y la mujer rubia contraatacó alzando su cartulina, que era la número 74. Aquello daba tensión a la sala. El flaco barbudo prefería retirarse de la puja, y tras dos nuevos remontes el hombre calvo y bien vestido empezó a titubear. El de la coleta subió la oferta, haciendo fruncir ceños a su alrededor cuando el teléfono se puso a sonar de nuevo y lo tomó de manos de la secretaria, encajado entre un hombro y la oreja, la otra mano alzándose a tiempo para responder al envite que la mujer rubia acababa de hacer. A tales alturas de la puja, la sala entera se veía de parte de la rubia, deseando que al de la coleta se le acabasen los fondos o las baterías del teléfono. El Urrutia había triplicado el precio de salida, y Coy cambió una mirada divertida con su vecino de silla, un hombrecillo moreno de espeso bigote oscuro y pelo muy peinado hacia atrás con fijador. El otro le devolvió la mirada con una sonrisa cortés, cruzadas plácidamente las manos sobre el regazo y girando los pulgares uno sobre otro. Era menudo y pulcro, casi coqueto, con pajarita de pintas rojas y chaqueta híbrida entre príncipe de Gales y tartán escocés que le daba el aire estrafalariamente británico de un turco vestido en Burberrys. Tenía los ojos melancólicos, simpáticos, un poco saltones; como las ranitas de los cuentos.
—¿Desean mejorar la oferta?
El subastador mantenía el martillo en alto, y su mirada inquisitiva apuntaba al individuo de la coleta, que había devuelto el móvil a la secretaria y lo miraba contrariado. La última propuesta, exactamente el triple del precio inicial, había sido cubierta por la mujer rubia; cuyo rostro Coy no podía ver por más que, curioso, atisbaba entre las cabezas que tenía delante. Resultaba difícil establecer si era el monto de la puja lo que desconcertaba al de la coleta, o la encarnizada competencia de la mujer.
—Damas y caballeros, ¿nadie ofrece más? —dijo el subastador, con mucha calma.
Se dirigía al de la coleta, sin obtener respuesta. Toda la sala miraba en la misma dirección, expectante. Incluido Coy.
—Tenemos entonces ese precio, que parece definitivo, a la una… Ese precio a las dos…
El del pelo gris alzó su cartulina, con gesto tan violento como si empuñase un arma. Mientras un murmullo se extendía por la sala, Coy volvió a mirar a la mujer rubia. Su cartulina ya estaba en alto, superando la oferta. Eso disparó de nuevo la tensión; y como si se tratara de un combate a vida o muerte, los presentes asistieron durante los siguientes dos minutos a un rápido duelo de cuyo intenso ritmo —aún no bajaba el cartón número 11 cuando ya estaba en alto el 74— no pudo ni siquiera sustraerse el subastador, que hubo de hacer un par de pausas para llevarse a los labios el vaso de agua que tenía junto al atril.
—¿Alguna otra oferta?
El
Atlas
de Urrutia estaba en cinco veces su precio de salida cuando el número 11 cometió un error. Quizá le fallaron los nervios, aunque el error pudo cometerlo la secretaria, cuyo móvil sonó con insistencia y ella terminó pasándoselo en un momento crítico, cuando el subastador estaba martillo en alto a la espera de nueva oferta, y el hombre de la coleta gris dudaba como replanteándose la cuestión. El error, si es que lo hubo, también podía ser achacable al subastador, que habría interpretado el gesto brusco del otro, vuelto hacia la secretaria, como despecho y abandono de la puja. O tal vez no hubo error, porque los subastadores, como cualquier ciudadano, tienen sus filias y sus fobias; y aquél pudo inclinarse por favorecer a la parte contraria. El caso fue que tres segundos bastaron para que el martillo cayera sobre el atril, y el
Atlas
de Urrutia quedase adjudicado a la mujer rubia cuyo rostro seguía sin ver Coy.