La carta esférica (8 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

—Mi padre sí era soldado —añadió.

Había una nota de desafío, o tal vez de orgullo, en sus palabras. Coy asintió para sus adentros. Eso explicaba un par de cosas: cierta forma de moverse, algunos gestos. Incluso esa disciplina serena, algo altiva, por la que parecía regirse en ocasiones.

—¿Marino de guerra?

—Militar. Se retiró de coronel, tras pasar casi toda su vida en África.

—¿Vive todavía?

—No.

Hablaba sin rastro de emoción. Era imposible saber si la incomodaba o no comentar aquello. Coy estudió los iris azul marino y éstos sostuvieron el escrutinio, inexpresivos. Entonces él sonrió.

—Por eso te llamas Tánger.

—Por eso me llamo Tánger.

Pasearon sin prisas frente al Museo del Prado y la verja del Jardín Botánico antes de subir a la izquierda por la cuesta de Claudio Moyano,

dejando atrás el ruidoso tráfico y la contaminación de la glorieta de Atocha. El sol iluminaba las barracas grises y los tenderetes de libros escalonados calle arriba.

—¿Qué has venido a hacer a Madrid?

Él miraba el suelo ante sus zapatos. Ya había respondido a esa pregunta nada más verla en el museo, antes de que ella la formulara. Todos los lugares comunes y pretextos fáciles estaban enunciados, así que dio unos pasos sin decir nada, y al cabo se tocó la nariz.

—He venido a verte.

Tampoco ahora pareció sorprendida, ni curiosa. Llevaba un chaquetón ligero de pana abierto sobre la blusa, y antes de salir del despacho se había anudado en torno al cuello un pañuelo de seda de tonos otoñales. Vuelto a medias, Coy observó su perfil impasible.

—¿Por qué? —se limitó a preguntar ella, en tono neutro.

—No lo sé.

Anduvieron un trecho sin más comentarios. Al fin se detuvieron al azar, ante un mostrador donde se apilaban novelas policíacas de lance como restos de naufragios en una playa. Los ojos de Coy resbalaron por encima de los viejos volúmenes, sin prestar mucha atención: Agatha Christie, George Harmon Coxe, Ellery Queen, Leslie Charteris. Tánger cogió uno de ellos —
Era una dama
—, lo miró un poco con aire ausente y volvió a dejarlo en su sitio.

—Estás loco —dijo.

Siguieron adelante. La gente paseaba entre los puestos, buscando libros u hojeándolos. Los libreros dejaban hacer, ojo avizor detrás de sus mostradores o de pie en la puerta de las barracas. Vestían guardapolvos, jerseys o chaquetones, y tenían la piel curtida por años bajo la lluvia, el sol y el viento; a Coy se le antojaron rostros de marinos varados en un puerto imposible, entre escolleras de tinta y de papel. Algunos leían ajenos al público, sentados entre montones de ejemplares usados. Un par de ellos, los más jóvenes, saludaron a Tánger, que respondió llamándolos por sus nombres. Hola, Alberto. Adiós, Boris. Un muchacho con trenzas de húsar y camisa a cuadros tocaba la flauta, y ella puso una moneda en la gorra que tenía a sus pies, lo mismo que Coy la había visto hacer en las Ramblas, ante el mimo cuyo maquillaje desteñía la lluvia.

—Cada día paso por aquí, camino de casa. A veces compro algo… ¿No es curioso lo que ocurre con los libros viejos?… A diferencia de los otros, éstos te eligen a ti. Escogen a su comprador: hola, aquí estoy, llévame contigo. Se diría que están vivos.

Dio unos pasos y se detuvo ante
El cuarteto de Alejandría
: cuatro volúmenes de ajadas cubiertas, a precio de saldo.

—¿Lo has leído? —preguntó.

Coy hizo un gesto negativo. Aquel Durrell con apellido de pilas alcalinas no le daba frío ni calor. Era la primera vez que se fijaba en libros de ese fulano. Norteamericano, supuso. O inglés.

—¿Tiene algo sobre el mar? —preguntó, más cortés que interesado.

—No, que yo sepa —ella reía, bajo y suave—. Aunque de algún modo Alejandría no deja de ser un puerto…

Coy había estado allí, y no recordaba nada de especial: el calor de los días sin brisa, las grúas, los estibadores tumbados a la sombra de los contenedores, el agua sucia chapaleando entre el casco del barco y el muelle, las cucarachas que pisabas de noche al bajar a tierra. Un puerto como cualquier otro, excepto cuando el viento sur traía nubes de polvo rojizo que se colaban por todas partes. Nada que justificase cuatro tomos. Tánger tocaba el primero con el índice y él leyó el título:
Justine
.

—Todas las mujeres inteligentes que conozco —dijo ella— han querido ser Justine alguna vez.

Coy miró el libro con aire estúpido, considerando si debía comprarlo o no, y si el librero lo obligaría a adquirir los cuatro. En realidad los que le llamaban la atención eran otros que había cerca:
El barco de la muerte
, de un tal B. Traven, y la trilogía de la
Bounty: El motín, Hombres contra el mar
y
La isla de Pitcairn
en un solo volumen. Pero ella seguía adelante; la vio sonreír de nuevo, dar unos pasos más y entretenerse hojeando distraída otra maltrecha edición en rústica —
El buen soldado
, leyó Coy; aquel Ford Madox Ford sí le sonaba, porque había escrito
La aventura
a medias con Joseph Conrad—. Al cabo Tánger se giró a mirarlo, fijamente.

—Estás loco —repitió.

Él volvió a tocarse la nariz y no dijo nada.

—No me conoces —añadió ella un momento después—. Lo ignoras todo sobre mí.

De nuevo tenía un punto de dureza en la voz. Coy miró a un lado y luego a otro. Curiosamente no se sentía intimidado, ni fuera de lugar. Había ido a verla, haciendo lo que creyó debía hacer. Y habría dado cualquier cosa por ser un hombre elegante, suelto de palabra; con algo que ofrecer, aunque fuese el dinero justo para comprar los cuatro tomos del cuarteto e invitarla a cenar esa misma noche en un restaurante caro, llamándola Justine o como ella quisiera que la llamase. Pero no era su caso. Por eso callaba, y estaba allí plantado con la mayor sencillez de que era capaz, y se limitaba a sonreír un poco, de aquel modo que era a un tiempo sincero y ausente, casi tímido. Y eso no era mucho, pero era todo.

—No tienes ningún derecho a presentarte así. A ponerte delante de mí con cara de buen chico… Ya te di las gracias por lo de Barcelona. ¿Qué pretendes que haga ahora?… ¿Llevarte a casa como uno de estos libros?

—Las sirenas —dijo él, de pronto.

Lo miró, sorprendida.

—¿Qué pasa con las sirenas?

Coy alzó un poco las manos y las dejó caer de nuevo.

—No sé. Cantaban, dice Homero. Llamaban a los marinos, ¿verdad?… Y ellos no podían evitarlo.

—Porque eran idiotas. Iban derechos a los arrecifes, destrozando el barco.

—Ya estuve allí —la expresión de Coy se había ensombrecido—. Ya estuve en los arrecifes, y no tengo barco. Tardaré algún tiempo en volver a tenerlo, y ahora no encuentro nada mejor que hacer.

Se volvió hacia él con brusquedad, abriendo la boca como para decir algo desagradable. Sus iris relucían, agresivos. Aquello duró un momento, y en ese espacio de tiempo Coy se despidió mentalmente de su piel moteada y de todo el singular ensueño que lo había llevado hasta ella. Tal vez debí comprar lo de esa Justine, se dijo tristemente. Pero al menos lo intentaste, marinero. Lástima de sextante. Luego se dispuso a sonreír. Sonreiré en cualquier caso diga lo que diga, hasta cuando me mande al infierno. Al menos, que lo último que recuerde de mí sea eso. Ojalá pudiera sonreír como su jefe, ese capitán de fragata al que le relucen los botones. Ojalá no me salga una mueca muy crispada.

—Por el amor de Dios —dijo entonces ella—. Ni siquiera eres un hombre guapo.

III. El barco perdido

En el mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote a las normas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir.

Justin Scott.
El cazador de barcos

Detestaba el café. Había bebido miles de tazas calientes o frías en guardias interminables de madrugada, en maniobras difíciles o decisivas, en horas muertas entre carga y descarga en los puertos, en momentos de hastío, tensión o peligro; pero le desagradaba aquel sabor amargo hasta el punto de que sólo podía soportarlo cortado con leche y con azúcar. En realidad lo usaba como estimulante, del mismo modo que otros toman una copa o encienden un cigarrillo. Pero él no fumaba desde hacía mucho tiempo. En cuanto a las copas, muy rara vez había probado el alcohol a bordo de un barco; y en tierra casi nunca sobrepasaba la marca de Plimsoll, la línea de carga de un par de ginebras azules. Sólo bebía de forma deliberada y a conciencia cuando las circunstancias, la compañía o el lugar prescribían grandes dosis. En esos casos, como buena parte de los marinos que conocía, era capaz de ingerir cantidades extraordinarias de cualquier cosa, con las consecuencias que ello acarreaba en lugares donde los maridos velan por la virtud de sus esposas, los policías mantienen el orden público, y los matones de club nocturno procuran que los clientes se comporten como es debido y no se esfumen sin abonar la cuenta.

Esa noche no era el caso. Los puertos, el mar y el resto de su vida anterior estaban muy lejos de la mesa junto a la que se hallaba sentado, en la puerta del hostal de la plaza de Santa Ana, mirando a la gente que paseaba por la acera o charlaba en las terrazas de los bares. Había pedido una ginebra con tónica para borrar el sabor del café de la taza pegajosa que tenía delante —siempre lo derramaba, torpe, al remover la cucharilla—, y permanecía recostado en la silla, las manos en los bolsillos de la chaqueta y las piernas extendidas bajo la mesa. Estaba cansado, pero demoraba el momento de irse a la cama. Te llamaré, había dicho ella. Te llamaré esta noche, o mañana. Déjame pensar un poco. Tánger tenía un compromiso ineludible aquella tarde, y una cena por la noche; así que tendría que esperar hasta verla de nuevo. Se lo dijo a mediodía, después de que la acompañase hasta el cruce de Alfonso XII con el paseo Infanta Isabel y ella se despidiera allí mismo, sin dejarlo llegar hasta su puerta. Lo había plantado vuelta hacia él bruscamente, alargándole aquella mano firme que él recordaba bien, en un apretón vigoroso. Coy le preguntó adónde diablos pensaba llamarlo, si no tenía en Madrid casa, ni teléfono, ni nada, y su equipaje estaba en la consigna de la estación. Entonces vio a Tánger reír por primera vez desde que la conocía. Una risa franca que le rodeaba los ojos con pequeñísimas arrugas que, paradójicamente, la rejuvenecían mucho, embelleciéndola. Una risa simpática, como la de un chico al que sientes deseos de acercarte, intuyendo que puede ser buen compañero de juego, o de aventuras. Se había reído de ese modo, la mano de Coy en la suya, y luego pidió perdón por el despiste y lo miró pensativa durante un par de segundos, con el último trazo de aquella risa desvaneciéndosele en la boca. Después dijo el nombre del hostal de la plaza de Santa Ana donde ella había vivido dos años cuando era estudiante, frente al teatro Español. Un sitio limpio y barato. Te llamaré, dijo. Te vea o no te vea nunca más, te llamaré hoy, o mañana. Te doy mi palabra de honor.

Y allí estaba él, ante la taza de café y mojando ya los labios en la ginebra con tónica —no la encontró azul en el bar del hostal— que la camarera acababa de ponerle delante. Esperando. No se había movido en toda la tarde, y cenó allí mismo, bocadillo de ternera demasiado hecha y botella de agua mineral, tras decir dónde iban a encontrarlo si sonaba el teléfono. También era posible que ella apareciera en persona; y esa eventualidad lo hacía vigilar el extremo de la plaza, para verla llegar por la calle Huertas, o por cualquiera de las que ascendían desde el paseo del Prado.

Al otro lado de los automóviles aparcados en la calzada, entre los bancos de la plaza, unos mendigos charlaban en corro, pasándose una botella de vino. Habían estado pidiendo por las mesas de las terrazas y ahora cuadraban cuentas de la noche. Eran tres hombres y una mujer, y uno de ellos tenía un perrillo a los pies. Desde la puerta del hotel Victoria, un guarda jurado travestido de Robocop no les quitaba ojo, las manos cruzadas a la espalda y las piernas abiertas, plantadas en el lugar exacto del que un rato antes había echado a la mujer que pedía limosna. Alejada por Robocop, ésta vino zigzagueando entre las mesas hasta donde estaba Coy. Dame algo, colega, había dicho en tono apagado, mirando ante ella sin ver. Dame algo. Aún era joven, pensó ahora viéndola hacer la contabilidad con sus compañeros y el chucho. Al darle la moneda, a pesar de su piel llena de marcas, el cabello rubio ceniciento y los ojos absortos en la nada, Coy había advertido rastros de una antigua belleza en la boca bien delineada, la curva de las mandíbulas, la estatura, las manos enflaquecidas, rojizas, con uñas largas y sucias. La tierra firme pudre a los seres humanos, se dijo una vez más. Se apodera de ellos y los devora, igual que la goleta abandonada del Puerto Viejo. Miró sus propias manos apoyadas sobre los muslos, acechando en ellas los primeros síntomas de descomposición; la lepra inevitable que traían consigo la contaminación de las ciudades, el suelo engañosamente sólido bajo los pies, el contacto con otra gente, el aire desprovisto de sal. Espero encontrar pronto un barco, se dijo. Espero encontrar algo que flote y subirme encima para que me lleve lejos mientras esté a tiempo. Cuando todavía no haya contraído el virus que corrompe los corazones, y les desorienta el compás, y los arroja sin gobierno contra la costa a sotavento, y los pierde.

—Lo llaman al teléfono.

Saltó de la silla con una celeridad que dejó estupefacta a la camarera, y recorrió a grandes zancadas el pasillo que llevaba al vestíbulo del hostal. Uno, dos. Contó mentalmente hasta cinco antes de responder, a fin de serenar el pulso acelerado. Tres, cuatro, cinco. Dígame. Ella estaba al teléfono, y su voz educada y tranquila se disculpaba por llamarlo tan tarde. No, respondió él. No era tarde en absoluto. Había estado esperando su llamada. Un bocadillo en la terraza, y justo ahora empezaba con la ginebra. Ella se excusó un poco más, él insistió en que era tan buena hora como otra cualquiera, y luego hubo un breve silencio al otro lado de la línea telefónica. Coy apoyó una mano en el mostrador, mirando el trazado de sus tendones y nervios, ancha y chata, los dedos muy abiertos, cortos, fuertes —una mano poco aristocrática—, y esperó a que ella hablara de nuevo. Estaba tumbada en un sofá, pensó. Estaba sentada en una silla. Acostada en la cama. Estaba vestida o desnuda, en pijama o en camisón. Estaba con los pies descalzos, con un libro abierto o con la tele encendida enfrente. Estaba boca abajo o boca arriba, y su piel moteada tenía tonos de oro viejo bajo la luz de una lámpara.

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