La carta esférica (3 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

Aquello no podía terminar bien, reflexionó resignado. LMTPD: Ley de Mucho Toma y Poco Daca. A él iban a romperle un par de huesos imprescindibles, y mientras tanto la chica escaparía corriendo, como la Cenicienta, o como Blancanieves —Coy siempre confundía esos dos cuentos, porque no salían barcos—, sin que volviera a verla nunca. Pero de momento seguía allí, y él notaba los ojos azules con reflejos oscuros; o tal vez lo contrario, recordó, oscuros con reflejos azules. Los notaba fijos en su espalda. No carecía de retorcida gracia que estuvieran a punto de cascarle el alma por una mujer a la que había visto de frente dos segundos.

—¿Por qué se mete en lo que no le importa? —preguntó el de la coleta.

Era una buena pregunta. Su tono ya no sonaba furioso, sino concentrado; mucho más tranquilo y lleno de curiosidad. Al menos eso le pareció a Coy, que tampoco perdía de vista al chófer por el rabillo del ojo.

—Esto es… Por Dios —concluyó el otro, al ver que guardaba silencio—. Lárguese de aquí.

Ahora ella dice lo mismo, imaginó Coy. Ahora ella se muestra de acuerdo con este individuo y pregunta quién te ha dado vela en este entierro, y pide que sigas adelante y no metas el morro donde no te llaman. Y tú balbuceas una disculpa con las orejas coloradas, vas y doblas la esquina, y te cortas las venas, por gilipollas. Ahora ella va y dice que…

Pero la mujer no dijo nada. Estaba tan silenciosa como el propio Coy. Tanto como si ya no estuviese allí y se hubiera largado hacía rato; y él siguió quieto y sin decir palabra, entre los dos, mirando los ojos bicolores que tenía enfrente, un paso ante sí y dos palmos más arriba de los suyos. Tampoco es que se le ocurriera otra cosa, y si hablaba iba a perder la mínima ventaja que conservaba. Sabía por experiencia que un hombre callado intimida más que el hablador, porque es difícil adivinar lo que tiene en la cabeza. Tal vez el de la coleta era de la misma opinión, pues lo miraba reflexivo. Al cabo, Coy creyó vislumbrar incertidumbre en sus ojos de dálmata.

—Vaya —dijo el otro—. Nos ha salido… ¿Verdad? Un héroe de serie B.

Siguió Coy mirándolo sin decir ni pío. Si espabilo, pensaba, podría darle una patada en la bisectriz antes de probar fortuna con el bereber. La cuestión es ella. Me pregunto qué coño hará ella.

El de la coleta exhaló aire de pronto, con una especie de suspiro que parecía una risa agria, exagerada.

—Esto es ridículo —dijo.

Parecía sinceramente confuso con aquella situación, fuera la que fuese. Coy alzó despacio la mano izquierda para rascarse la nariz, que le picaba; siempre hacía eso al reflexionar. La rodilla, meditaba. Diré cualquier cosa para que se distraiga con eso, y antes de acabar le pegaré un rodillazo en los huevos. El problema va a ser el otro, que vendrá prevenido. Y con muy mala leche.

Pasó una ambulancia por la calle, con destellos de color naranja. Pensando que pronto iba a necesitar otra para él mismo, Coy echó un discreto vistazo alrededor, sin encontrar nada a lo que echar mano. Así que acercó los dedos al bolsillo de los tejanos, rozando con el pulgar el bulto de las llaves de la pensión. Siempre podía intentar pegarle al chófer un tajo en la cara con las llaves, como había hecho una vez con cierto alemán borracho en la puerta del club Mamma Silvana de La Spezia, hola y adiós, cuando lo vio venírsele encima. Porque seguro que este hijoputa se le iba a venir.

Entonces el hombre que tenía delante se llevó una mano a la frente y hacia atrás, como si quisiera alisarse más el pelo recogido en la coleta, antes de mover de nuevo la cabeza a un lado y a otro. Tenía una sonrisa extraña y apenada en la boca, y Coy decidió que le gustaba mucho más cuando estaba serio.

—Ya tendrá noticias mías —le dijo a la mujer por encima del hombro de Coy—… Por supuesto que las tendrá.

En el mismo instante miró al chófer, que ya daba unos pasos hacia ellos. Como si aquello fuese una orden, el otro se detuvo. Y Coy, que había entrevisto el movimiento y tensaba los músculos bombeando adrenalina, se relajó con disimulado alivio. El de la coleta lo miró de nuevo muy atento, como si quisiera grabárselo en la memoria: una mirada siniestra con subtítulos en español. Alzó la mano de los anillos y apuntó con el índice a su pecho, del mismo modo que había hecho antes con la mujer, pero sin llegar a tocarlo. Se limitó a dejar el dedo así, apuntándole en el aire igual que una amenaza, y después giró sobre sus talones y se fue como si acabara de recordar que tenía una cita urgente.

Luego todo se resolvió en una breve sucesión de imágenes que Coy observó atento: una mirada de la secretaria desde el asiento trasero del coche, el cigarrillo de ésta que describió un arco antes de caer en la acera, el portazo del hombre de la coleta al sentarse a su lado, y la última ojeada del chófer, de pie en el bordillo: un vistazo que le dirigió largo y prometedor, más elocuente que el de su jefe, antes del sonido de otro portazo y el suave ronroneo del motor de arranque. Sólo con lo que ese coche gasta al arrancar, pensó tristemente Coy, yo podría comer caliente un par de días.

—Gracias —dijo una voz de mujer detrás de él.

Pese a las apariencias, Coy no era un tipo pesimista; para serlo resulta imprescindible verse desposeído de la fe en la condición humana, y él había nacido ya sin aquella fe. Se limitaba a contemplar el mundo de tierra firme como un espectáculo inestable, lamentable e inevitable; y su único afán era mantenerse lejos para limitar los daños. Pese a todo, aún había cierta inocencia en él, por ese tiempo: una inocencia parcial, referida a las cosas y los territorios ajenos a su profesión. Cuatro meses en dique seco no bastaban para arrebatarle cierto candor propio de su mundo acuático: el distanciamiento absorto, un poco ausente, que algunos marinos mantienen respecto a las gentes que sienten suelo firme bajo los pies. Entonces él todavía miraba determinadas cosas desde lejos, o desde afuera, con una ingenua capacidad de sorpresa; parecida a la que, cuando era niño, lo llevaba a pegar la nariz a los escaparates de las jugueterías en vísperas de Navidad. Pero ahora con la certeza, más próxima al alivio que a la decepción, de que ninguna de aquellas inquietantes maravillas le estaba destinada. En su caso, saberse fuera del circuito, conocer la ausencia de su nombre en la lista de los Reyes Magos, lo tranquilizaba. Era bueno no esperar nada de la gente, y que la bolsa de viaje fuese lo bastante ligera como para echársela al hombro y caminar hasta el puerto más próximo sin lamentar lo que se dejaba atrás. Bienvenidos a bordo. Desde hacía miles de años, antes incluso de que las cóncavas naves zarparan rumbo a Troya, hubo hombres con arrugas en torno a la boca y lluviosos corazones de noviembre —aquellos cuya naturaleza los decide tarde o temprano a mirar con interés el agujero negro de una pistola— para quienes el mar significó una solución y siempre adivinaron cuándo era hora de largarse. E incluso antes de saberse uno de ellos, Coy lo era ya por vocación y por instinto. Una vez, en una cantina de Veracruz, una mujer —siempre eran mujeres las que formulaban esa clase de preguntas— le había preguntado por qué era marino, y no abogado, o dentista; y él se limitó a encogerse de hombros antes de responder al cabo de un rato, cuando ella no esperaba ya contestación: «El mar es limpio». Y era cierto. En alta mar el aire era fresco, las heridas cicatrizaban antes, y el silencio se tornaba lo bastante intenso como para hacer soportables las preguntas sin respuesta y justificar los propios silencios. En otra ocasión, en el restaurante Sunderland de Rosario, Coy había conocido al único superviviente de un naufragio: uno de diecinueve. Vía de agua a las tres de la madrugada, fondeados en mitad del río, todos durmiendo, y el barco abajo en cinco minutos. Glú, glú. Pero lo que le había impresionado del individuo era su silencio. Alguien preguntó cómo era posible: dieciocho hombres al fondo sin enterarse. Y el otro lo miraba callado, incómodo, como si todo fuese tan obvio que no valiera la pena explicar nada; y se llevaba a la boca su jarra de cerveza. A Coy las ciudades, con sus aceras llenas de gente y tan iluminadas como los escaparates de su infancia, lo hacían sentirse también incómodo; torpe y fuera de lugar como un pato lejos del agua, o como aquel tipo de Rosario, tan callado como los otros dieciocho que estaban más callados todavía. El mundo era una estructura muy compleja que únicamente podía contemplarse desde el mar; y la tierra firme sólo adquiría proporciones tranquilizadoras de noche, durante el cuarto de guardia, cuando el timonel era una sombra muda, y de las entrañas del barco llegaba la suave trepidación de las máquinas. Cuando las ciudades quedaban reducidas a pequeñas líneas de luces en la distancia, y la tierra era el resplandor trémulo de un faro entrevisto en la marejada. Destellos que alertaban, que repetían una y otra vez: cuidado, atención, manténte lejos, peligro. Peligro.

No vio esos destellos en los ojos de la mujer cuando regresó a su lado con un vaso en cada mano, entre la gente que se agolpaba en la barra de Boadas; y ése fue el tercer error de la noche. Porque no hay libros de faros y peligros y señales para navegar tierra adentro. No hay derroteros específicos, cartas actualizadas, trazados de veriles en metros o brazas, enfilaciones a tal o cual cabo, balizas rojas, verdes o amarillas, ni reglamentos de abordaje, ni horizontes limpios para calcular una recta de altura. En tierra siempre se navega por estima, a ciegas, y sólo es posible advertir los arrecifes cuando oyes su rumor a un cable de tu proa y ves clarear la oscuridad en la mancha blanca de la mar que rompe en las rocas a flor de agua. O cuando escuchas la piedra inesperada —todos los marinos saben que existe una piedra con su nombre acechándolos en alguna parte—, la roca asesina, arañar el casco con chirrido que hace estremecerse los mamparos, en ese momento terrible en que cualquier hombre al mando de un buque prefiere estar muerto.

—Has sido rápido —dijo ella.

—Siempre soy rápido en los bares.

La mujer lo miró con curiosidad. Sonreía un poco, tal vez por haber observado el modo en que Coy se había acercado a la barra, abriéndose paso con la decisión de un pequeño y compacto remolcador entre la gente que se agolpaba delante, en vez de quedarse atrás en demanda de la atención del camarero. Había pedido una ginebra azul con tónica para él y un martini seco para ella, trayéndolos de regreso con hábil movimiento pendular de las manos y sin derramar una gota. Lo que en Boadas y a tales horas no carecía de mérito.

Ella lo observaba a través de la copa. Azul muy oscuro tras el cristal y la limpia transparencia del martini.

—¿Y qué haces en la vida, aparte de moverte bien por los bares, ir a subastas náuticas y socorrer a mujeres indefensas?

—Soy marino.

—Ah.

—Marino sin barco.

—Ah.

Se tuteaban desde hacía sólo unos minutos. Media hora antes, a la luz del farol, cuando el hombre de la coleta gris subió al Audi, ella había dicho gracias a su espalda, y él se volvió a contemplarla de veras por primera vez, parado en la acera, mientras razonaba para sus adentros que hasta allí había sido la parte fácil, y que ya no dependía de él retener cerca esa mirada reflexiva y un poco sorprendida que lo recorría de arriba abajo, como si intentara catalogarlo en alguna de las especies de hombre que ella conocía. Así que se limitó a esbozar una sonrisa prudente, algo cohibida; la misma que uno le dispensa al capitán cuando se incorpora a un nuevo barco, en ese momento inicial en que las palabras no significan nada y los interlocutores saben que tiempo habrá de poner cada cosa en su sitio. Pero la cuestión para Coy era precisamente que nadie garantizaba la existencia de aquel tiempo tan necesario, y que nada le impedía a ella dar de nuevo las gracias y marcharse del modo más natural del mundo, desapareciendo para siempre. Fueron diez largos segundos de escrutinio que él soportó silencioso e inmóvil. LBA: Ley de la Bragueta Abierta. Espero no llevar la bragueta abierta, pensó. Luego vio que ella inclinaba un poco la cabeza hacia un lado, justo lo necesario para que el lado izquierdo de su cabello rubio y lacio, cortado asimétrico con la precisión de un bisturí, rozase su mejilla cubierta de pecas. Después de aquello la mujer no sonrió ni dijo nada, limitándose a caminar despacio por la acera, calle arriba, las manos en los bolsillos de la chaqueta de ante. Llevaba un bolso grande de piel colgado del hombro, y lo mantenía con un codo junto al costado. Su nariz era menos bonita vista de perfil: un poco aplastada, como si se la hubiera roto alguna vez. Eso no disminuía su atractivo, decidió Coy; pero le daba un recorte de insólita dureza. Caminaba mirando el suelo ante sí y un poco a la izquierda, como si le diera a él oportunidad de ocupar ese lugar. Anduvieron en silencio, a cierta distancia uno del otro, sin miradas ni explicaciones ni comentarios, hasta que ella se detuvo en la esquina, y Coy comprendió que era el momento de las despedidas o de las palabras. La mujer alargaba una mano que estrechó en la suya grande y torpe, sintiendo un tacto firme, huesudo, que desmentía las pecas juveniles y estaba más a tono con la expresión tranquila de los ojos, que él había decidido finalmente eran azul marino.

Y entonces Coy habló. Lo hizo con aquella espontánea timidez que era su modo natural de dirigirse a desconocidos, encogiendo los hombros con sencillez y acompañando sus palabras de la sonrisa que, aunque él no lo sabía, le aclaraba el rostro y atenuaba su rudeza. Habló y se tocó la nariz y volvió a hablar de nuevo, ignorando si a ella la esperaba alguien en algún sitio, o si era de esa ciudad o de otra cualquiera. Dijo lo que creyó debía decir, y luego se quedó allí balanceándose ligeramente y contenido el aliento, como un niño que acabase de exponer en voz alta una lección y aguardara sin demasiada esperanza el veredicto de la maestra. Y entonces ella lo miró otros diez segundos en silencio, y ladeó de nuevo la cabeza y el cabello volvió a rozar su mejilla. Y dijo que sí, que por qué no, que también le apetecía beber algo en cualquier parte. Y de ese modo caminaron hacia la plaza de Cataluña, y luego hasta las Ramblas y la calle Tallers. Y cuando él sostuvo la puerta de Boadas para dejarla pasar sintió por primera vez su aroma, indefinido y suave, que no parecía provenir de colonia ni perfume sino de su piel moteada en tonos dorados, que imaginó suave y cálida, de una textura parecida a la piel de los nísperos. Y al entrar, acercándose a la barra de la pared, comprobó que los hombres y las mujeres que había en el local la miraban primero a ella y luego a él; y se dijo que, por alguna curiosa razón, los hombres y las mujeres siempre miran primero a una mujer hermosa y luego desvían la vista hacia su acompañante de un modo inquisitivo, a ver quién será ese fulano. Como para comprobar si su apariencia la merece, y si él está a la altura de las circunstancias.

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