La carta esférica (36 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

A las diez de la noche alcanzaron los 3º de longitud al oeste de Greenwich. Salvo breves apariciones en cubierta, siempre con su aire de sonámbula, Tánger pasó casi todo el tiempo recluida en su camarote, y un par de veces que Coy pasó por allí, encontrándola dormida, comprobó que la caja de Biodramina disminuía sus existencias con rapidez. El resto del tiempo, cuando estaba despierta, volvía a sentarse a popa, quieta y silenciosa, frente a la línea de la costa que pasaba despacio por la banda de babor. Apenas probó la comida que preparaba el Piloto, aunque aceptó cenar un poco más cuando éste dijo que eso le asentaría el estómago. Se fue a dormir pronto, apenas oscureció, y los dos hombres se quedaron en la bañera viendo aparecer las estrellas. El viento sopló de proa toda la noche, obligándolos a navegar a motor. Eso los decidió a entrar en el puerto de Almerimar a las seis de la mañana del día siguiente, para repostar gasóleo, descansar un poco y cargar provisiones en tierra.

Soltaron amarras a las dos de la tarde con viento favorable: un sursudeste fresquito que, apenas dejaron en franquía la baliza de Punta Entinas, les permitió por fin apagar el motor y largar primero la mayor y luego el génova amurado a estribor, navegando a un descuartelar a velocidad razonable. La marejada había disminuido y Tánger se encontraba mucho mejor. En Almerimar, amarrados junto a un añejo pesquero báltico transformado por los ecologistas para el seguimiento de cetáceos en el mar de Alborán, había estado ayudando al Piloto a baldear a manguerazos la cubierta. Parecía hacer buenas migas con él, y éste la trataba con una mezcla de atención y respeto. Después de comer en el club náutico estuvieron tomando café en un bar de pescadores, y allí Tánger le explicó los avatares de la singladura del
Dei Gloria
, que había estado siguiendo, dijo, una ruta semejante a la que ellos recorrían. El Piloto se interesó por las características marineras del bergantín, y ella respondió a todas sus preguntas con el aplomo de quien había estudiado el asunto hasta en sus menores detalles. Una chica lista, comentó el Piloto en un aparte, cuando iban de regreso al velero cargados con paquetes de comida y botellas de agua. Coy, que la miraba caminar delante de ellos por el muelle, tejanos, camiseta y zapatillas deportivas, la cintura esbelta y el pelo agitado por la brisa, una bolsa del supermercado en cada mano, se mostró de acuerdo. Tal vez demasiado lista, estuvo a punto de decir. Pero no lo dijo.

Ella no volvió a marearse. El sol empezaba a descender en el horizonte, a popa, y el
Carpanta
navegaba con toda la vela arriba y cuatro nudos en la corredera, frente al golfo de Adra, con el viento rolando ahora al sur, por el través. Coy, cuyo ojo tumefacto ya estaba aliviado de modo razonable, vigilaba la proa; y en la bañera, con manos expertas en remendar redes y velas, el Piloto le repasaba con aguja e hilo las costuras en la chaqueta descosida cuando el incidente de Old Willis, sin dar puntada en falso pese al balanceo. Tánger asomó por el tambucho, preguntó la posición y Coy se la dijo. Al cabo de un momento vino a sentarse entre ellos con una carta náutica en las manos. Cuando la desplegó al socaire de la pequeña cabina, Coy vio que era la 774 del Almirantazgo británico: de Motril a Cartagena, incluida la isla de Alborán. Para uso en distancias largas, las cartas inglesas de punto menor resultaban más cómodas que las españolas: tenían todas el mismo tamaño y eran muy manejables.

—Fue por aquí, y más o menos a esta hora, cuando desde el
Dei Gloria
vieron las velas del corsario —explicó Tánger—. Navegaba siguiendo su estela, acortando distancia poco a poco. Podía tratarse de un barco cualquiera, pero el capitán Elezcano era hombre desconfiado, y le pareció sospechoso que empezara a acercarse después de dejar atrás Almería, cuando había por delante una larga costa desprovista de refugios para el bergantín… Así que ordenó poner más vela y mantener la vigilancia.

Indicaba la posición aproximada en la carta, ocho o diez millas al sudoeste del cabo de Gata. Coy pudo imaginar sin esfuerzo la escena: los hombres escudriñando a popa desde la cubierta inclinada, el capitán en la toldilla estudiando a su perseguidor a través del catalejo, los rostros preocupados de los padres Escobar y Tolosa, el cofre de esmeraldas cerrado con llave en la cámara. Y de pronto el grito, la orden de forzar vela que envía a los marineros flechastes arriba para desplegar más lona; los foques flameando sobre el bauprés antes de tensarse con el viento, el barco escorando un par de tracas más al sentir arriba el aumento de trapo. La estela de espuma recta sobre el mar azul; y atrás en ella, hacia el horizonte, las velas blancas del
Chergui
iniciando ya abiertamente la caza.

—Faltaba poco para el anochecer —prosiguió Tánger, tras echar una ojeada al sol que seguía bajando hacia la popa del
Carpanta
—. Más o menos como ahora. Y el viento soplaba del sur, y luego del sudoeste.

—Eso es lo que está pasando —dijo el Piloto, que había terminado con la chaqueta y observaba el mar rizado y el aspecto del cielo—. Todavía rolará un par de cuartas a popa antes de que se haga de noche, y tendremos lebeche fresco al doblar el cabo.

—Magnífico —dijo ella.

Los ojos azul marino iban de la carta al mar y las velas, expectantes. Tenía dilatadas las aletas de la nariz, comprobó Coy, y respiraba profundamente con la boca entreabierta, como si en ese momento se hallase contemplando la lona en la arboladura del
Dei Gloria
.

—Según el informe del pilotín superviviente —prosiguió Tánger—, el capitán Elezcano dudaba al principio sobre izar todas las velas. El barco había sufrido durante el temporal de las Azores, y los palos superiores no eran de fiar.

—Te refieres a los masteleros —apuntó Coy—. Los palos superiores se llaman masteleros. Y si como dices estaban mal, un exceso de vela podía terminar partiéndolos… Si el bergantín tenía el viento como nosotros por el través, supongo que largaría foques, velas bajas de estay, cangreja, trinquete, y tal vez la gavia y el velacho, bien braceadas a sotavento y reservándose las velas altas, las juanetes, para no correr riesgos… Al menos de momento.

Tánger asintió con un movimiento de la cabeza. Contemplaba el mar a popa cual si el corsario estuviese allí.

—Debía de volar sobre el mar. El
Dei Gloria
era un barco rápido.

Coy miró a su vez hacia atrás.

—Por lo visto, también el otro lo era.

Ahora se trasladaba con la imaginación a la cubierta del corsario. Según las características del barco que les había descrito Lucio Gamboa en Cádiz, el
Chergui
, jabeque aparejado de polacra, navegaría en ese momento con toda la vela arriba, la enorme latina del trinquete bien henchida al viento y amurada en el bauprés, velas del palo mayor desplegadas, latina y gavia en el mesana, cortando el mar con sus afiladas líneas de barco construido para el Mediterráneo, las portas cerradas pero la tripulación de guerra preparando los cañones lista para combatir, y aquel fulano inglés, el capitán Slyne, o Misián, el hijo de la gran puta, de pie en la alta e inclinada toldilla, sin apartar los ojos de su presa. La caza por la popa solía ser caza larga, el bergantín perseguido también era rápido, y la tripulación corsaria debía de tomarse las cosas con calma, consciente de que, salvo que la presa rompiera algo, no estarían cerca hasta después del amanecer. Coy podía imaginarlos bien: renegados, escoria peligrosa de los puertos. Malteses, gibraltareños, españoles y norteafricanos. Lo peor de cada casa, prostíbulo y taberna: piratas cualificados que navegaban y combatían bajo una cobertura técnicamente legal la patente de corso, que en teoría los ponía a salvo de colgar de una cuerda si eran capturados. Chusma valerosa y cruel, desesperados sin nada que perder y todo por ganar, bajo el mando de capitanes sin escrúpulos que hacían el corso con patentes de los reyezuelos moros o de su majestad británica, según las circunstancias, con cómplices en cualquier puerto donde las voluntades se compraran con dinero. También España había tenido gente así: oficiales expulsados de la Armada, privados de su título o caídos en desgracia, aventureros en busca de fortuna o de seguir pisando la cubierta de un navío, que se ponían al servicio de cualquiera; a menudo sociedades comerciales que armaban barcos y vendían el producto de las presas cotizando tranquilamente en bolsa. En otro tiempo, reflexionaba Coy con íntimo sarcasmo, oficial deshonrado y sin trabajo, tal vez él mismo habría terminado en un corsario. Con los avatares del mar, lo mismo podía haberse hallado a bordo de la presa que del cazador, dos siglos y medio atrás, navegando aquellas mismas aguas, a toda vela y con la silueta parda del cabo de Gata adivinándose en el horizonte.

—Nunca sabremos si fue un encuentro casual —dijo Tánger.

Contemplaba el mar, pensativa. Incursión de un corsario en busca de botín al azar, o mano negra desde Madrid, guiando el rumbo del
Chergui
para interceptar al
Dei Gloria
, sabotear la maniobra de los jesuitas y hacerse con el cargamento de esmeraldas: alguien podía estar haciendo doble juego en el gabinete de la Pesquisa Secreta. Pero aquél era tal vez el único misterio que jamás podría ser resuelto.

—Quizá lo siguió desde Gibraltar —dijo Coy, recorriendo horizontalmente la carta con el dedo.

—O tal vez esperaba escondido en cualquier ensenada —apuntó ella—. Durante varios siglos, toda esa costa estuvo frecuentada por corsarios… Se acercaban mucho a tierra, guareciéndose en playas ocultas para protegerse de los vientos o hacer aguada, y sobre todo al acecho de presas. ¿Veis? —indicó un lugar en la carta, entre la Punta de los Frailes y la Punta de la Polacra—… Esta ensenada que hay aquí, y que ahora se llama de los Escullos, a principios del siglo XIX todavía se llamaba ensenada de Mahomet Arráez, y así figura en las cartas y derroteros de la época. Y un arráez, entre otras cosas, era el capitán de un barco corsario morisco… Y mirad este otro sitio: aún se llama isleta del Moro. Ésa es la razón de que todas las poblaciones se construyeran en el interior o en alturas, a fin de resguardarse de las incursiones piratas…

—Moros en la costa —apuntó el Piloto.

—Sí. De ahí viene esa frase hecha. Por eso está llena de antiguas torres de vigilancia, atalayas encargadas de alertar a los vecinos.

El sol, cada vez más bajo por la popa, empezaba a dar tonos rojizos a su piel moteada. La brisa hacía aletear la carta náutica en sus manos. Observaba la costa próxima con concentrada avidez, como si los accidentes geográficos estuvieran desvelándole viejos secretos.

—Aquella tarde del 3 de febrero —prosiguió—, nadie tuvo que alertar al capitán Elezcano. Conocía de sobra los peligros y debía de andar prevenido. Por eso el corsario no pudo sorprenderlo, y la persecución fue larga —ahora Tánger recorría el litoral trazado en la carta, en dirección ascendente—… Duró toda la noche, con el viento en popa, y el corsario sólo pudo atacar cuando, al desplegar más vela, al
Dei Gloria
se le rompió el palo trinquete.

—Seguramente —apuntó Coy— porque al fin decidió largar las juanetes. Si lo hizo a pesar de la arboladura en mal estado, es que debía de tener al corsario encima. Un recurso desesperado, supongo —consultó al Piloto—. Demasiado trapo arriba.

—Intentaría llegar a Cartagena —opinó el otro.

Coy observó a su amigo con curiosidad. La habitual flema de éste parecía dejar paso a un interés que raras veces había visto en él. Como si también, pensó asombrado, se estuviera contagiando del ambiente. Poco a poco, a medida que se intensificaba la fascinación del misterio próximo, Tánger los enrolaba a todos en aquella extraña tripulación seducida por el fantasma de un barco envuelto en penumbra verde. Clavado en el muñón de su mástil podrido, el doblón de oro del capitán Ahab relucía para todos.

—Claro —asintió Coy—. Pero no llegó a ninguna parte.

—¿Y por qué no se rindió, en vez de pelear?

Como de costumbre, Tánger tenía una explicación para eso:

—Si los corsarios eran berberiscos, el destino de los marinos apresados habría sido terminar como esclavos. Y si eran ingleses, el hecho de que en ese momento España estuviese en paz relativa con Inglaterra empeoraba las cosas para la tripulación del
Dei Gloria
… Aquel tipo de acciones solían terminar con el exterminio de los testigos, para no dejar pruebas. Y además, estaban las esmeraldas… Así que no es extraño que el capitán Elezcano y sus hombres lucharan hasta el fin.

Con la bota de vino en la mano, el Piloto estudiaba la carta. Bebió un trago y chasqueó la lengua.

—Ya no hay marinos como ésos —dijo.

Coy estaba de acuerdo. A la crueldad del mar y su dureza, a las infames condiciones de vida a bordo, los marinos de aquel tiempo debían sumar los peligros de la guerra, el cañoneo, los abordajes. Si ya era terrible enfrentarse a un temporal, peor tenía que ser un barco enemigo. Recordaba sus prácticas como alumno en el
Estrella del Sur
, y se estremecía sólo de imaginarse trepando por la jarcia oscilante de un barco para aferrar una vela entre la metralla y los cañonazos, con las drizas rotas y las astillas saltando por todas partes.

—Lo que ya no hay —murmuró Tánger— es hombres como ésos.

Contemplaba el mar y las velas del
Carpanta
hinchadas por el viento, y en su voz latía la nostalgia de todo cuanto no había conocido; del enigma hallado entre viejos libros y cartas náuticas, alertándola, como el destello lejano de un faro en la marejada, de que todavía quedaban mares por navegar y naufragios por encontrar, y persecuciones a toda vela, y esmeraldas y sueños que sacar a la luz del día. Entre las puntas del cabello que le azotaban la cara, sus ojos parecían absortos evocando cubiertas escoradas, rumor del agua, espuma en la estela; aquella caza que de pronto parecía revivir dramática ante sus ojos, y que también los arrastraba a ellos dos: el marino sin barco y el marino sin sueños. Y Coy comprendió, de pronto, que en ese lejano atardecer del 3 de febrero de 1767, Tánger Soto habría querido estar en uno de aquellos dos barcos. De lo que no estaba seguro era de si a bordo de la presa, o del cazador. Aunque tal vez diera lo mismo.

Como había pronosticado el Piloto, el viento roló un poco a popa antes del anochecer; y todavía lo hizo más cuando doblaron el cabo de Gata, ya entre dos luces y con el sol bajo el horizonte, el haz del faro iluminando a trechos las paredes rocosas de la montaña. Así que arriaron la vela mayor y siguieron con rumbo nordeste, floja la escota del génova amurado ahora a babor. Antes de que estuviese oscuro del todo, los dos marinos dispusieron el barco para la navegación nocturna: líneas de vida a lo largo de las bandas, chalecos salvavidas autoinflables con arneses de seguridad, prismáticos, linternas y bengalas blancas al alcance de la mano. Después, el Piloto preparó una cena rápida a base de fruta, encendió el radar, la lámpara roja de la mesa de cartas y las luces de navegación a vela, y se fue a dormir un rato, dejando a Coy de guardia en la bañera.

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