La catedral del mar (46 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

33

El tiempo iba transcurriendo y la situación empezaba a hacerse incómoda para todos. Las noticias que llegaban al cali sobre la peste eran alentadoras: cada vez aparecían menos casos. Arnau necesitaba volver a su casa. La noche anterior a la partida, Arnau y Hasdai se reunieron en el jardín. Intentaron charlar amistosamente, de cosas intrascendentes, pero la noche sabía a despedida y, entre frase y frase, evitaban mirarse.

—Sahat es tuyo —anunció repentinamente Hasdai, entregándole la documentación que lo corroboraba.

—¿Para qué quiero un esclavo? Si ni siquiera podré alimentarme yo mismo hasta que se reanude el tráfico marítimo, ¿cómo voy a dar de comer a un esclavo? La cofradía no permite que los esclavos trabajen. No necesito a Sahat.

—Sí que lo necesitarás —le contestó sonriendo Hasdai—. Él se debe a ti. Desde que nacieron Raquel y Jucef, Sahat se ha encargado de cuidarlos como si fueran sus propios hijos y te aseguro que como tales los adora. Ni Sahat ni yo podremos devolverte nunca lo que hiciste por ellos. Hemos pensado que la mejor manera de pagarte esa deuda es facilitándote la vida. Para eso necesitarás a Sahat, y él está dispuesto.

—¿Facilitarme la vida?

—Ambos te ayudaremos a hacerte rico.

Arnau devolvió la sonrisa a su todavía anfitrión.

—Sólo soy un bastaix. Las riquezas son para nobles y mercaderes.

—Para ti también lo serán. Yo pondré los medios para que así sea. Si actúas con prudencia y conforme a las instrucciones de Sahat, no me cabe duda de que llegarás a serlo. —Arnau lo miró en espera de más explicaciones—. Como sabrás —continuó Hasdai—, la peste está remitiendo; los casos empiezan a ser aislados pero las consecuencias de la plaga han sido terroríficas. Nadie sabe exactamente cuántas personas han fallecido en Barcelona, pero lo que sí se sabe es que de los cinco consejeros, cuatro han muerto. Y eso puede ser terrible. Bien, a lo que íbamos: muchos de los muertos son cambistas que ejercían su profesión en Barcelona. Lo sé porque colaboraba con ellos y ahora ya no están. Creo que, si te interesa, podrías dedicarte al negocio del cambio…

—No sé nada de negocios ni de cambios —lo interrumpió Arnau—. Todos los maestros de oficios necesitan pasar una prueba. Yo no sé nada de todo eso.

—Los cambistas todavía no —le respondió Hasdai—. Sé que se ha pedido al rey que proclame una normativa, pero aún no lo ha hecho. La profesión de cambista es libre, siempre y cuando asegures tu mesa. En cuanto a la sabiduría, Sahat tiene bastante. Él lo sabe absolutamente todo sobre las mesas de cambio. Lleva muchos años colaborando en mi negocio. Lo compré porque era un experto en transacciones de ese tipo. Si le dejas hacer, aprenderás y prosperarás sin problema. Pese a ser esclavo, es un hombre de toda confianza y te debe lealtad por lo que hiciste por mis hijos, las únicas personas a las que ha querido, pues para él son su familia. —Hasdai interrogó a Arnau con sus ojillos—. ¿Y bien?

—No sé… —dudó Arnau.

—Contarás con mi ayuda y la de todos aquellos judíos que conocen tu hazaña. Somos un pueblo agradecido, Arnau. Sahat conoce a todos mis corresponsales a lo largo del Mediterráneo, Europa e incluso más allá de Oriente, en las lejanas tierras del soldán de Egipto. Contarás con una gran base para emprender negocios y nosotros mismos te ayudaremos al principio. Es una buena propuesta, Arnau. No tendrás ningún problema.

El escéptico consentimiento de Arnau puso en marcha toda la maquinaria que Hasdai tenía ya preparada. Primera regla: nadie, nadie debía saber que Arnau contaba con el apoyo de los judíos; eso iría en su contra. Hasdai le entregó una documentación que probaba que todo el dinero que utilizase provenía de una viuda cristiana de Perpiñán, y formalmente así era.

—Si alguien te pregunta —le dijo—, no contestes, pero si te vieras obligado a ello, has heredado. Necesitarás bastante dinero —continuó—. En primer lugar deberás asegurar tu mesa de cambio ante los magistrados de Barcelona constituyendo una fianza por importe de mil marcos de plata; después deberás comprar una casa o los derechos de una casa en el barrio de los cambistas, ya sea en la calle de Canvis Vells o Canvis Nous, y acomodarla para ejercer tu profesión; por último, tendrás que reunir más dinero para empezar a trabajar.

¡Cambista! ¿Y por qué no? ¿Qué le quedaba de su antigua vida? Todos sus seres queridos habían muerto a causa de la peste. Hasdai parecía convencido de que, con la ayuda de Sahat, la mesa funcionaría. Ni siquiera podía imaginar cómo debía de ser la vida de un cambista; se haría rico, le había asegurado Hasdai. ¿Qué hacían los ricos? De repente recordó a Grau, el único rico que había conocido, y notó un vacío en el estómago. No. Él nunca sería como Grau.

Aseguró su mesa de cambio con los mil marcos de plata que le entregó Hasdai y juró ante el magistrado que denunciaría la moneda falsa —se preguntó cómo podría llegar a reconocerla si algún día le faltaba Sahat— y la partiría en dos mediante unas cizallas especiales que debía tener todo cambista. Legalizó con la firma del magistrado los enormes libros de cuentas que darían fe de sus operaciones y, en un momento en que Barcelona se hallaba sumida en el caos consiguiente a la plaga de peste bubónica, recibió la autorización para ejercer de cambista y se fijaron los días y horas en que obligatoriamente debía hallarse al frente de su establecimiento.

La segunda regla que Hasdai le aconsejó seguir fue la relativa a Sahat:

—Nadie debe saber que es un regalo mío. Sahat es muy conocido entre los cambistas, y si alguien llega a saberlo tendrás problemas. Como cristiano puedes hacer negocios con los judíos, pero evita que puedan llamarte amigo de judíos. Hay otro problema con respecto a Sahat que debes conocer: pocos profesionales del cambio llegarían a entender su venta. He tenido centenares de ofertas por él, a cual más sustanciosa, y siempre me he negado, tanto por su competencia como por su amor hacia mis hijos. No lo entenderían. Así pues, hemos pensado que Sahat se convierta al cristianismo…

—¿Se convierta? —le interrumpió Arnau.

—Sí. Los judíos tenemos prohibido tener esclavos cristianos. Si alguno de nuestros esclavos se convierte, debemos manumitirlo o venderlo a otro cristiano.

—Y ¿creerían los demás cambistas en esa conversión?

—Una epidemia de peste es capaz de socavar cualquier fe.

—¿Está dispuesto Sahat a ese sacrificio?

—Lo está.

Habían hablado de ello, no como amo y esclavo sino como dos amigos, como lo que habían llegado a ser con los años.

—¿Serías capaz? —le preguntó Hasdai.

—Sí —contestó Sahat—. Alá, ¡exaltado y glorificado sea!, sabrá comprender. Le consta que la práctica de nuestra fe está prohibida en tierras cristianas. Cumplimos con nuestras obligaciones en secreto, en la intimidad de nuestros corazones. Así seguirá siendo por más agua bendita que derramen sobre mi cabeza.

—Arnau es un cristiano devoto —insistió Hasdai—; si llega a saberlo…

—Nunca lo sabrá. Los esclavos, más que nadie, conocemos el arte de la hipocresía. No, no es por ti, pero he sido esclavo allá donde he ido. A menudo nuestra vida depende de ello.

La tercera regla quedó en secreto entre Hasdai y Sahat.

—No tengo que decirte, Sahat —le dijo su antiguo amo con voz trémula—, la gratitud que siento por tu decisión. Mis hijos y yo te lo agradeceremos siempre.

—Soy yo el que debo agradecéroslo a vosotros.

—Supongo que sabrás en qué debes volcar tus esfuerzos en estos momentos…

—Creo que sí.

—Nada de especias. Nada de tejidos, aceites o ceras —le aconsejó Hasdai mientras Sahat asentía con la cabeza ante unas instrucciones que ya preveía—. Hasta que vuelva a estabilizarse la situación, Cataluña no estará preparada para asumir de nuevo esas importaciones. Esclavos, Sahat, esclavos. Después de la peste, Cataluña necesita mano de obra. Hasta ahora no nos habíamos dedicado mucho al negocio de los esclavos. Los encontrarás en Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre. Evidentemente, también en el mercado de Sicilia. Me consta que en Sicilia se venden muchos turcos y tártaros. Pero yo sería partidario de utilizar sus lugares de origen; en todos ellos tenemos corresponsales a los que puedes recurrir. En muy poco tiempo, tu nuevo amo amasará una considerable fortuna.

—¿Y si se niega al comercio de esclavos? No parece que sea una persona…

—Es una buena persona —lo interrumpió Hasdai confirmando sus sospechas—, escrupulosa, de orígenes humildes y muy generosa. Podría ser que se negase a intervenir en el comercio de esclavos. No los traigas a Barcelona. Que Arnau no los vea. Llévalos directamente a Perpiñán, Tarragona o Salou o limítate a venderlos en Mallorca. Mallorca tiene uno de los mercados de esclavos más importantes del Mediterráneo. Deja que otros los traigan a Barcelona o comercien con ellos allá donde deseen. Castilla también está muy necesitada de esclavos. En cualquier caso, hasta que Arnau se entere de cómo funcionan las cosas, transcurrirá el tiempo suficiente para ganar bastante dinero. Yo le propondría, y así se lo recomendaré personalmente, que al principio se dedique a conocer bien las monedas, los cambios, los mercados, las rutas y los principales objetos de exportación o importación. Mientras tanto tú puedes dedicarte a lo tuyo, Sahat. Piensa que no somos más inteligentes que los demás y que todo aquel que tenga algo de dinero importará esclavos. Será una época muy lucrativa pero corta. Hasta que el mercado se agote, que se agotará, aprovéchala.

—¿Cuento con tu ayuda?

—Toda. Te daré cartas para todos mis corresponsales, a los que ya conoces. Te procurarán el crédito que necesites.

—¿Y los libros? Tendrán que constar los esclavos, y Arnau podría comprobarlos.

Hasdai le dirigió una sonrisa de complicidad.

—Estoy seguro de que sabrás arreglar ese pequeño detalle.

34

¡Esta! —Arnau señaló una pequeña casa de dos pisos, cerrada y con una cruz blanca en la puerta. Sahat, ya bautizado como Guillem, a su lado, asintió—. ¿Sí? —preguntó Arnau. Guillem volvió a asentir, esta vez con una sonrisa en los labios.

Arnau miró la casita y meneó la cabeza. Se había limitado a señalarla y Guillem había consentido. Era la primera vez en su vida que sus deseos se cumplían de una forma tan sencilla. ¿Sería siempre así a partir de entonces? Volvió a menear la cabeza.

—¿Sucede algo, amo? —Arnau lo traspasó con la mirada. ¿Cuántas veces le había dicho que no quería que lo llamase amo? Pero el moro se había negado; le contestó que debían guardar las apariencias. Guillem le sostuvo la mirada—. ¿Acaso no te gusta, amo? —añadió.

—Sí…, claro que me gusta. ¿Es adecuada?

—Por supuesto. No podría ser mejor. Mira —le dijo señalándola—, está justo en la esquina de las dos calles de los cambistas: Canvis Nous y Canvis Vells. ¿Qué mejor casa que ésta?

Arnau miró hacia donde le señalaba Guillem. Canvis Vells llegaba hasta el mar, a la izquierda de donde se encontraban; Canvis Nous se abría frente a ellos. Pero Arnau no la había elegido por eso; ni siquiera se había dado cuenta de que aquellas calles fueran las de los cambistas, a pesar de haber andado por ellas en centenares de ocasiones. La casita se alzaba en el linde de la plaza de Santa María, frente a lo que sería el portal mayor del templo.

—Buen augurio —musitó para sí mismo.

—¿Qué dices, amo?

Arnau se volvió con violencia hacia Guillem. No soportaba que se dirigiera a él usando esa palabra.

—¿Qué apariencias tenemos que guardar ahora? —le espetó—. Nadie nos escucha. Nadie nos mira.

—Piensa que desde que te has convertido en cambista, mucha gente te escucha y te mira, aunque no lo creas. Debes acostumbrarte a ello.

Aquella misma mañana, mientras Arnau se perdía en la playa, entre los barcos, mirando al mar, Guillem investigó la propiedad de la casita que, como era de esperar, pertenecía a la Iglesia. Sus enfiteutas habían fallecido y quién mejor que un cambista para ocuparla de nuevo.

Por la tarde entraban en ella. La planta superior tenía tres pequeñas habitaciones de las que amueblaron dos, una para cada uno. La inferior estaba compuesta por la cocina, con salida a lo que debía de haber sido un pequeño huerto y, separada de ella por un tabique, con vistas a la calle, una habitación diáfana en la que, durante los días siguientes, Guillem instaló un armario, varias lámparas de aceite y una mesa de madera noble larga con dos sillas tras ella y cuatro enfrente.

—Falta algo —dijo Guillem un día; luego salió de la casa.

Arnau se quedó solo en lo que sería su mesa de cambio. La larga mesa de madera relucía; Arnau la había limpiado una y otra vez. Rozó con los dedos los respaldos de las dos sillas.

—Elige el lugar que desees —le dijo Guillem.

Arnau eligió el de la derecha, a la izquierda de los futuros clientes. Entonces Guillem cambió las sillas: a la derecha puso una silla con brazos, tapizada con seda roja; la correspondiente al moro era basta. Arnau se sentó en su silla y observó la sala vacía. ¡Qué extraño! Hacía sólo algunos meses se dedicaba a descargar barcos y ahora… ¡Jamás se había sentado en una silla como aquélla! En un extremo de la mesa, en desorden, estaban los libros; de pergaminos sin rasgar, le dijo Guillem cuando los compraron. También adquirieron plumas, tinteros, una balanza, varios cofres para el dinero y una gran cizalla para cortar la moneda falsa.

Guillem sacó dinero de su bolsa, más del que Arnau había visto en toda su vida.

—¿Quién paga todo esto? —preguntó en un determinado momento.

—Tú.

Arnau enarcó las cejas y miró la bolsa que colgaba del cinto de Guillem.

—¿La quieres? —le ofreció éste.

—No —contestó.

Además de los objetos que adquirieron, Guillem aportó uno propio: un precioso ábaco con un marco de madera y bolas de marfil que Hasdai le había regalado. Arnau lo cogió y movió las bolas de un lado a otro. ¿Qué le había dicho Guillem? Primero movió las bolas con rapidez, calculando y calculando. Arnau le rogó que lo hiciera más lentamente y el moro, obediente, trató de explicarle su funcionamiento, pero… ¿qué era lo que le había explicado?

Dejó el ábaco y se dedicó a ordenar la mesa. Los libros frente a su silla…, no, frente a la de Guillem. Mejor que fuera él quien hiciese las anotaciones. Los cofres, ésos sí que podía ponerlos a su lado; la cizalla algo apartada y las plumas y los tinteros junto a los libros, con el ábaco. ¿Quién sino iba a utilizarlo? En ello estaba cuando entró Guillem.

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