La catedral del mar (50 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

—Tengo cosas que hacer —le dijo a Arnau.

—¿Qué cosas?

—Mañana te lo contaré.

Al día siguiente, por la mañana, antes de desayunar, los dos se sentaron a la mesa y se lo contó:

—Grau Puig está en una situación crítica. —¿Habían vuelto a brillar los ojos de Arnau?—. Todos los cambistas o mercaderes con que he hablado coinciden: su fortuna se ha evaporado…

—Quizá sean rumores malintencionados —lo interrumpió Arnau.

—Espera. Toma. —Guillem le entregó las respuestas de los corresponsales—. Esto lo prueba. Grau Puig está en manos de los lombardos.

Arnau pensó en los lombardos: cambistas y mercaderes, corresponsales de las grandes casas florentinas o pisanas, un grupo cerrado que vigilaba sus propios intereses, cuyos miembros negociaban entre ellos o con sus casas matrices. Monopolizaban el comercio de telas de lujo: vellones de lana, sedas y brocados, tafetán de Florencia, velos pisanos y muchos otros productos. Los lombardos no ayudaban a nadie y si cedían parte de su mercado o sus negocios lo hacían única y exclusivamente para que no los echasen de Cataluña. No era nada bueno depender de ellos. Hojeó la documentación y la dejó sobre la mesa.

—¿Qué propones?

—¿Qué es lo que deseas?

—Ya lo sabes: ¡su ruina!

—Según dicen, Grau es ya un anciano y sus negocios los llevan sus hijos y su esposa. ¡Imagínate! Sus finanzas están en un equilibrio precario; si les fallase alguna operación, todo se desmoronaría y no podrían hacer frente a sus compromisos. Lo perderían todo.

—Compra sus deudas. —Arnau habló fríamente, sin mover un solo músculo de su cuerpo—. Hazlo con discreción. Quiero ser su acreedor y no quiero que se enteren. Haz que falle una de sus operaciones… No, una no —se corrigió—, ¡todas! —gritó, golpeando la mesa tan fuerte que temblaron hasta los libros—. Todas las que puedas —añadió en voz baja—. No quiero que se me escapen.

20 de septiembre de 1355

Puerto de Barcelona

El rey Pedro III, al mando de su flota, arribó victorioso a Barcelona tras la conquista de Cerdeña. Toda Barcelona acudió a recibirlo. Desembarcó, entre el fervor popular, por un puente de madera alzado sobre el mar frente al convento de Framenors. Tras él, nobles y soldados desembarcaron en una Barcelona vestida de fiesta para celebrar la victoria sobre los sardos.

Arnau y Guillem cerraron la mesa y acudieron a recibir a la armada. Después, con Mar, se sumaron a los festejos que la ciudad había preparado en honor del rey; rieron, cantaron y bailaron, escucharon historias, comieron dulces y cuando el sol empezaba a ponerse y la noche de septiembre a refrescar, volvieron a casa.

—¡Donaha! —gritó Mar cuando Arnau abrió la puerta.

La joven entró en su casa, contenta por la fiesta, y siguió llamando a Donaha a gritos, pero al llegar al umbral de la cocina se detuvo en seco. Arnau y Guillem se miraron. ¿Qué ocurría? ¿Le habría pasado algo a la esclava?

Corrieron a su vez.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Arnau por encima del hombro de Mar.

—No creo que estos gritos sean los más adecuados para recibir a un pariente al que hace tiempo que no ves, Arnau —dijo una voz masculina no del todo desconocida.

Arnau había empezado a apartar a Mar, pero se quedó con la mano sobre su hombro.

—¡Joan! —logró gritar al cabo de unos segundos.

Mar vio cómo Arnau se acercaba, con los brazos abiertos y balbuceando, a aquella figura de negro que la había asustado. Guillem abrazó a la muchacha junto al quicio de la puerta.

—Es su hermano —le susurró.

Donaha estaba escondida en un rincón de la cocina.

—¡Dios! —exclamó Arnau al abrazar a Joan—. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —continuó diciendo mientras lo levantaba en volandas, una y otra vez.

Joan logró separarse de Arnau, sonriente.

—Me partirás en dos…

Pero Arnau no lo escuchó.

—¿Por qué no me has avisado? —le preguntó, cogiéndole esta vez de los hombros—. Deja que te vea. ¡Has cambiado! —Trece años, intentó decir Joan, pero Arnau no le dejó—. ¿Cuánto hace que estás en Barcelona?

—He venido…

—¿Por qué no me has avisado?

Arnau zarandeaba a su hermano a cada pregunta.

—¿Vuelves para quedarte? Di que sí. ¡Por favor!

Guillem y Mar no pudieron evitar una sonrisa. El fraile los vio sonreír.

—¡Basta! —gritó, separándose de Arnau un paso—. Basta. Me matarás.

Arnau aprovechó la distancia para examinarlo. Sólo los ojos pertenecían al Joan que había abandonado Barcelona: vivos, brillantes; por lo demás estaba casi calvo, delgado y demacrado… y ese hábito negro que le colgaba de los hombros lo hacía todavía más tétrico. Tenía tres años menos que él, pero parecía mucho mayor.

—¿No comías? Si no tenías suficiente con el dinero que te mandaba…

—Sí —lo interrumpió Joan—, más que suficiente. Tu dinero ha servido para alimentar… mi espíritu. Los libros son muy caros, Arnau.

—Haberme pedido más.

Joan hizo un gesto con la mano y se sentó a la mesa, de cara a Guillem y Mar.

—Bien, preséntame a tu ahijada. Observo que ha crecido desde tu última carta.

Arnau hizo una seña a Mar y ésta se acercó a Joan. La chica bajó la mirada, turbada ante la severidad que se leía en los ojos del sacerdote. Cuando el fraile dio por finalizado su examen, Arnau le presentó a Guillem.

—Guillem —dijo Arnau—. Ya te he hablado mucho de él en mis cartas.

—Sí —Joan no hizo ademán de alargar la mano y Guillem retiró la que había adelantado hacia él—. ¿Cumples con tus obligaciones cristianas? —le preguntó.

—Sí…

—Fra Joan —añadió Joan.

—Fra Joan —repitió Guillem.

—Aquélla es Donaha —intervino rápidamente Arnau.

Joan asintió sin siquiera mirarla.

—Bien —dijo dirigiéndose a Mar e indicándole con la mirada que podía sentarse—, eres la hija de Ramón, ¿verdad? Tu padre fue un gran hombre, trabajador y cristiano temeroso de Dios, como todos los bastaixos. —Joan miró a Arnau—. He rezado mucho por él desde que Arnau me dijo que había muerto. ¿Qué edad tienes, muchacha?

Arnau ordenó a Donaha que sirviera la cena y se sentó a la mesa. Entonces, se dio cuenta de que Guillem seguía de pie, alejado de ella, como si no se atreviera a sentarse ante el nuevo invitado.

—Siéntate, Guillem —le pidió—. Mi mesa es la tuya.

Joan no se inmutó.

La cena transcurrió en silencio. Mar estaba inusualmente callada, como si la presencia de aquel recién llegado le hubiera quitado la espontaneidad. Joan, por su parte, comió frugalmente.

—Cuéntame, Joan —le dijo Arnau cuando terminaron—. ¿Qué ha sido de ti? ¿Cuándo has vuelto?

—He aprovechado el regreso del rey. Tomé un barco hasta Cerdeña cuando me enteré de la victoria y desde allí hasta Barcelona.

—¿Has visto al rey?

—No me ha recibido.

Mar pidió permiso para retirarse. Guillem la imitó. Ambos se despidieron de fra Joan. La conversación se prolongó hasta la madrugada; alrededor de una botella de vino dulce, los dos hermanos recuperaron los trece años de separación.

37

Para tranquilidad de la familia de Arnau, Joan decidió trasladarse al convento de Santa Caterina.

—Ése es mi lugar —le dijo a su hermano—, pero vendré a visitaros todos los días.

Arnau, a quien no se le había escapado que tanto su ahijada como Guillem se habían sentido algo incómodos durante la cena de la noche anterior, no insistió más de lo estrictamente necesario.

—¿Sabes qué me ha dicho? —le susurró a Guillem al mediodía, después de comer, cuando todos se levantaban de la mesa. Guillem acercó el oído—. ¿Que qué hemos hecho para casar a Mar?

Guillem, sin cambiar de postura, miró a la muchacha, que estaba ayudando a Donaha a recoger la mesa. ¿Casarla? Pero si sólo era… ¡Una mujer! Guillem se volvió hacia Arnau. Ninguno de los dos la había mirado jamás como lo hacían ahora.

—¿Dónde ha ido nuestra niña? —le susurró Arnau a su amigo.

Los dos miraron de nuevo a Mar: ágil, bella, serena y segura.

Entre escudilla y escudilla, Mar los miró también a ellos durante un instante.

Su cuerpo mostraba ya la sensualidad de una mujer; sus curvas se marcaban con claridad y sus pechos destacaban bajo la camisa. Tenía catorce años.

Mar volvió a mirarlos y los vio embobados. En esta ocasión no sonrió; pareció azorarse pero fueron sólo unos instantes.

—¿Qué miráis vosotros dos? —les espetó—. ¿Acaso no tenéis nada que hacer? —añadió de pie frente a ambos, seria.

Los dos asintieron a la vez. No cabía duda: se había convertido en una mujer.

—Tendrá la dote de una princesa —le comentó Arnau a Guillem, ya en la mesa de cambios—. Dinero, ropa y una casa…, no, ¡un palacio! —Bruscamente, se volvió hacia su amigo—. ¿Qué hay de los Puig?

—Se nos irá —murmuró éste, haciendo caso omiso de la pregunta de Arnau.

Los dos quedaron en silencio.

—Nos dará nietos —dijo al fin Arnau.

—No te engañes. Le dará hijos a su esposo. Además, si los esclavos no tenemos hijos, menos aún nietos.

—¿Cuántas veces te he ofrecido la libertad?

—¿Qué haría yo siendo libre? Estoy bien como estoy. Pero Mar… ¡casada! No sé por qué, pero te aseguro que estoy empezando a odiarlo, quienquiera que pueda ser.

—Yo también —murmuró Arnau.

Se volvieron el uno hacia el otro, sonrieron y estallaron en carcajadas.

—No me has contestado —dijo Arnau cuando recuperaron la compostura—. ¿Qué hay de los Puig? Quiero ese palacio para Mar.

—Mandé instrucciones a Pisa, a Filippo Tescio. Si hay alguien en el mundo que pueda hacer lo que pretendemos, es Filippo.

—¿Qué le dijiste?

—Que contratase corsarios si era necesario, pero que las comandas de los Puig no debían llegar a Barcelona, ni las que hubieran salido de Barcelona a su destino. Que robase las mercaderías o las incendiase, lo que quisiera, pero que no llegasen a destino.

—¿Te ha contestado?

—¿Filippo? Nunca lo hará. No lo haría por escrito ni confiaría ese encargo a nadie. Si alguien se enterase… Hay que esperar a que finalice la época de navegación. Falta poco menos de un mes. Si para entonces no han llegado las comandas de los Puig, no podrán hacer frente a sus obligaciones; estarán arruinados.

—¿Hemos comprado sus créditos?

—Eres el mayor acreedor de Grau Puig.

—Deben de estar sufriendo —murmuró para sí Arnau.

—¿No los has visto? —Arnau se volvió con rapidez hacia Guillem—. Desde hace tiempo están en la playa. Antes estaban la baronesa y uno de sus hijos; ahora se les ha sumado Genis, que ha vuelto de Cerdeña. Pasan las horas oteando el horizonte en espera de un mástil… y cuando aparece alguno y arriba a puerto una nave que no es la que esperan, la baronesa maldice las olas. Creía que sabías…

—No, no lo sabía —Arnau dejó pasar unos instantes—. Avísame en cuanto arribe a puerto alguno de nuestros barcos.

—Llegan varios barcos juntos —le dijo Guillem una mañana, de vuelta del consulado.

—¿Están?

—Por supuesto. La baronesa está tan cerca del agua que las olas le rozan los zapatos… —Guillem calló de repente—. Lo siento…, no quería…

Arnau sonrió.

—No te preocupes —lo tranquilizó.

Arnau subió a su habitación y se vistió con sus mejores ropas, lentamente. Al final Guillem había logrado convencerlo de que se las comprase.

—Una persona de prestigio como tú —le había dicho— no puede presentarse mal vestido en la lonja o el consulado. El rey así lo ordena, incluso vuestros santos; san Vicente, por ejemplo…

Arnau lo hizo callar, pero cedió. Se puso una gonela blanca sin mangas, de tela de Malinas, forrada de piel, una cota hasta las rodillas, de seda roja damasquinada, medias negras y zapatos de seda negros. Con un ancho cinturón bordado en hilo de oro y perlas se ciñó la cota a la cintura. Arnau completó su atuendo con un fantástico manto negro que le consiguió Guillem de una expedición de más allá de Dacia, forrado de armiño y bordado en oro y piedras preciosas.

Guillem asintió cuando le vio cruzar la mesa. Mar fue a decir algo, pero finalmente calló. Vio que Arnau salía por la puerta; después corrió hacia ella y desde la calle miró cómo se dirigía hacia la playa, con el manto ondeando por la brisa marina que subía hacia Santa María y las piedras preciosas envolviéndolo en destellos.

—¿Adonde va Arnau? —le preguntó a Guillem tras regresar a la mesa y sentarse en una de las sillas de cortesía, frente a él.

—A cobrar una deuda.

—Debe de ser muy importante.

—Mucho, Mar —Guillem frunció los labios—; sin embargo, éste va a ser sólo el primer pago.

Mar empezó a juguetear con el ábaco de marfil. ¿Cuántas veces, escondida en la cocina, asomando la cabeza, había visto cómo Arnau trabajaba con él? Serio, concentrado, moviendo los dedos sobre las bolas y anotando en los libros. Mar se sacudió el escalofrío que recorrió su espina dorsal.

—¿Te pasa algo? —inquirió Guillem.

—No…, no.

¿Y por qué no contárselo? Guillem podría entenderla, se dijo la chica. Excepto Donaha, que escondía una sonrisa cada vez que ella iba a la cocina para espiar a Arnau, nadie más lo sabía. Todas las muchachas que se reunían en casa del mercader Escales hablaban de lo mismo. Algunas incluso estaban prometidas, y no cesaban de elogiar las virtudes de sus futuros esposos. Mar las escuchaba y eludía las preguntas que le hacían. ¿Cómo hablar de Arnau? ¿Y si llegaba a enterarse? Arnau tenía treinta y cinco años y ella sólo catorce. ¡Había una muchacha a la que habían prometido a un hombre mayor que Arnau! Le hubiera gustado poder contárselo a alguien. Sus amigas podían hablar de dinero, de porte, de atractivo, de hombría o generosidad, pero ¡Arnau los superaba a todos! ¿Acaso no contaban los bastaixos, a quienes Mar veía en la playa, que Arnau había sido uno de los soldados más valientes del ejército del rey Pedro? Mar había descubierto las viejas armas de Arnau, su ballesta y su puñal, en el fondo de un baúl, y cuando estaba sola las cogía y las acariciaba, imaginándoselo rodeado de enemigos, luchando como le habían contado los bastaixos que hacía.

Guillem se fijó en la muchacha. Mar tenía la yema de un dedo sobre una de las bolas de marfil del ábaco. Estaba quieta, con la mirada perdida. ¿Dinero? A espuertas. Toda Barcelona lo sabía. Y en cuanto a bondad…

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