La catedral del mar (69 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

—Venid aquí —resonó en el comedor. Silencio—. Si está borracha… —se oyó al cabo de un rato.

—No os haremos nada —dijo uno de ellos—. ¿Cómo vamos a haceros algo en un hostal de Barcelona? Ahí está el hostalero.

Aledis pensó en el hostalero: con sólo que le dejaran tocar algo…

—No os preocupéis… Somos caballeros…

Al final las jóvenes cedieron y Aledis oyó cómo se levantaban de la mesa.

—No se te oye roncar —le susurró Teresa.

Aledis se permitió una sonrisa.

—¡Un castillo!

Aledis imaginó a Teresa con sus impresionantes ojos verdes abiertos por completo, mirando directamente al señor de Bellera y permitiendo que éste se recrease en su belleza.

—¿Has oído, Eulália? Un castillo. Es un noble de verdad. Nunca habíamos hablado con un noble…

—Contadnos vuestras batallas —oyó que lo instaba Eulália—. ¿Conocéis al rey Pedro? ¿Habéis hablado con él?

—¿A quién más conocéis? —saltó Teresa.

Las dos se volcaron sobre el señor de Bellera. Aledis estuvo tentada de abrir los ojos, un poco, lo suficiente para observar… Pero no debía. Sus chicas sabrían hacerlo bien.

El castillo, el rey, las Cortes… ¿Habían participado en las Cortes? La guerra…, unos grititos de terror cuando Genis Puig, sin castillo, ni rey, ni Cortes, reclamó protagonismo exagerando sus batallas… Y vino, mucho vino.

—¿Qué hace un noble como vos en la ciudad, en este hostal? ¿Acaso esperáis a alguien importante? —oyó Aledis que preguntaba Teresa.

—Hemos traído a una bruja —saltó Genis Puig.

Las muchachas sólo preguntaban al señor de Bellera. Teresa vio cómo el noble reprobaba con la mirada a su compañero. Aquél era el momento.

—¡Una bruja! —exclamó Teresa lanzándose sobre Jaume de Bellera y cogiéndole ambas manos—. En Tarragona vimos quemar a una. Murió gritando mientras el fuego subía por sus piernas y le quemaba el pecho y…

Teresa miró hacia el techo como si siguiera el rumbo de las llamas; a renglón seguido se llevó las manos al pecho, pero al cabo de unos segundos volvió a la realidad y se mostró turbada ante un noble cuyo rostro ya mostraba deseo.

Sin soltar las manos de la joven, Jaume de Bellera se levantó.

—Ven conmigo. —Fue más una orden que un ruego y Teresa se dejó arrastrar.

Genis Puig los vio partir.

—¿Y nosotros? —le dijo a Eulália poniendo bruscamente una de sus manos en la pantorrilla de la chica.

Eulália no hizo ademán de quitársela.

—Primero quiero saberlo todo de la bruja. Me excita…

El caballero deslizó la mano hasta la entrepierna de la muchacha mientras iniciaba su exposición. Aledis estuvo a punto de levantar la cabeza y dar al traste con todo, cuando oyó el nombre de Arnau. «La bruja es su madre», oyó que decía Genis Puig. Venganza, venganza, venganza…

—¿Vamos ya? —preguntó Genis Puig cuando terminó su explicación.

Aledis escuchó el silencio de Eulália.

—No sé… —contestó la chica.

Genis Puig se levantó violentamente y abofeteó a Eulália.

—¡Déjate de remilgos y ven!

—Vamos —cedió ella.

Cuando se supo sola en la estancia, le costó incorporarse. Aledis se llevó las manos a la nuca y se la frotó. Iban a enfrentar a Arnau y a Francesca, al demonio y a la bruja, como los había llamado Genis Puig.

—Me quitaría la vida antes de que Arnau supiese que soy su madre —le dijo Francesca en las pocas conversaciones que mantuvieron tras el discurso de Arnau en la llanura de Montbui—. Él es un hombre respetable —añadió antes de que Aledis pudiera replicar—, y yo una vulgar meretriz; además… nunca podría explicarle el motivo de muchas cosas, por qué no fui tras él y su padre, por qué le abandoné a la muerte…

Aledis bajó la mirada.

—No sé qué le contó su padre sobre mí —continuó Francesca—, pero fuera lo que fuere, ya no tiene arreglo. El tiempo trae el olvido, hasta del amor de una madre. Cuando pienso en él, me gusta recordarlo subido en esa tarima, desafiando a los nobles; no quiero que tenga que bajar de ella por mi causa. Es mejor dejar las cosas así, Aledis, y tú eres la única persona en este mundo que lo sabe; confío en que siquiera a mi muerte reveles mi secreto. Prométemelo, Aledis.

Pero ahora, ¿de qué iba a servir aquella promesa?

Cuando Esteve volvió a subir a la torre ya no llevaba la guadaña.

—La señora dice que te pongas esto en los ojos —le dijo a Joan tirándole un trapo.

—¿Qué te has creído? —exclamó Joan, propinando un puntapié al trozo de tela.

El interior de la torre de vigía era pequeño, no más de tres pasos en cualquier dirección; con uno solo, Esteve se plantó frente a él y lo abofeteó dos veces, una en cada mejilla.

—La señora ha ordenado que te tapes los ojos.

—¡Soy inquisidor!

En esta ocasión la bofetada de Esteve lo lanzó contra la pared de la torre. Joan quedó a los pies de Esteve.

—Póntelo. —Esteve lo levantó agarrándolo con una sola mano—. Póntelo —repitió cuando Joan ya estaba en pie.

—¿Crees que usando la violencia vas a doblegar a un inquisidor? No te imaginas…

Esteve no le dejó terminar. Primero lo golpeó en el rostro, con el puño cerrado. Joan salió despedido de nuevo y el criado empezó a propinarle puntapiés, en la ingle, en el estómago, en el pecho, en la cara…

Joan se hizo un ovillo a causa del dolor. Esteve volvió a levantarlo con una sola mano.

—La señora dice que te lo pongas.

Sangraba por la boca. Las piernas le flaqueaban. Cuando el criado lo soltó, Joan intentó mantenerse en pie pero un intenso dolor en la rodilla lo dobló y cayó sobre Esteve, agarrándose a sus costados. El criado lo empujó al suelo.

—Póntelo.

El trapo estaba junto a él. Joan notó que se había orinado y que el hábito se le pegaba a los muslos.

Cogió el trapo y se lo anudó sobre los ojos. Joan oyó cómo el criado cerraba la puerta y bajaba la escalera. Silencio. Una eternidad. Luego, varias personas subieron. Joan se levantó tanteando la pared. Se abrió la puerta. Traían muebles, ¿sillas quizá?

—Sé que has pecado.

Sentada en un taburete, la voz de Mar atronó en el interior de la torre; a su lado, el niño observaba al fraile.

Joan se mantuvo en silencio.

—La Inquisición nunca tapa los ojos a sus… detenidos —dijo al fin.

Quizá si pudiese enfrentarse a ella…

—Cierto —oyó que le contestaba Mar—. Sólo les tapáis el alma, la hombría, la decencia, el honor. Sé que has pecado —repitió.

—No acepto esa argucia.

Mar hizo una seña a Esteve. El criado se acercó a Joan y le descargó un puñetazo en el estómago. El fraile se dobló por la cintura boqueando. Cuando logró erguirse, volvía a reinar el silenció. Su propio jadeo le impedía escuchar la respiración de los presentes. Le dolían las piernas y el pecho, su rostro ardía. Nadie dijo nada. Un rodillazo en la parte exterior del muslo lo derribó al suelo.

Remitió el dolor y Joan quedó encogido en posición fetal.

De nuevo se hizo el silencio.

Un punterazo en los riñones lo obligó a encorvarse en sentido contrario.

—¿Qué pretendes? —gritó Joan entre punzadas de dolor.

Nadie contestó hasta que dejó de dolerle. Entonces, el criado lo levantó y volvió a ponerlo delante de Mar.

Joan tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse en pie.

—¿Qué pret…?

—Sé que has pecado.

¿Hasta dónde sería capaz de llegar? ¿Hasta matarlo a palos? ¿Sería capaz de matarlo? Había pecado y, sin embargo, ¿qué autoridad tenía Mar para juzgarlo? Un temblor recorrió todo su cuerpo y estuvo a punto de llevarlo de nuevo al suelo.

—Ya me has condenado —acertó a decir Joan—. ¿Para qué quieres juzgarme?

Silencio. Oscuridad.

—¡Dime, mujer! ¿Para qué quieres juzgarme?

—Tienes razón —oyó por fin Joan—. Ya te he condenado, pero recuerda que has sido tú quien ha confesado tu culpa. Justo ahí donde estás ahora me robó la virginidad; ahí mismo me forzó una y otra vez. Cuélgalo y deshazte de su cadáver —añadió Mar dirigiéndose a Esteve.

Los pasos de Mar empezaron a alejarse escaleras abajo. Joan notó cómo Esteve le ataba las manos a la espalda. Ni siquiera podía moverse, ningún músculo de su cuerpo respondía. El criado lo alzó para ponerlo en pie sobre el taburete en el que había estado sentada Mar. Después se oyó el ruido de una soga que era lanzada contra las vigas de madera de la torre. Esteve no acertó y la soga retumbó al caer. Joan volvió a orinarse y defecó. Tenía la soga alrededor del cuello.

—¡He pecado! —gritó Joan con las escasas fuerzas que le restaban.

Mar oyó el grito desde el pie de la escalera. Por fin.

Mar subió a la torre, seguida del muchacho.

—Ahora te escucho —le dijo a Joan.

Al despuntar el alba, Mar se dispuso a partir hacia Barcelona. Vestida con sus mejores ropas, adornada con las pocas joyas que poseía, con el cabello limpio y suelto, se dejó aupar por Esteve sobre una mula y azuzó al animal.

—Cuida de la casa —le dijo al criado antes de que la acémila echase a andar—. Y tú ayuda a tu padre.

Esteve empujó a Joan tras la mula.

—Cumple, fraile —le dijo.

Cabizbajo, Joan empezó a arrastrar los pies detrás de Mar. Y ahora, ¿qué sucedería? Esa misma noche, cuando le quitaron el trapo que le tapaba los ojos, Joan se encontró frente a Mar, iluminada por la temblorosa luz de las antorchas que ardían tras ella en la pared circular de la torre.

Entonces le escupió al rostro.

—No mereces el perdón…, pero Arnau puede necesitarte —le dijo después—; sólo eso te salva de que no te mate con mis propias manos aquí mismo.

Los pequeños cascos puntiagudos de la mula sonaban suaves sobre el terreno. Joan seguía aquel roce acompasado, con la vista clavada en sus propios pies. Se lo confesó todo: desde sus conversaciones con Elionor hasta el odio con el que se había volcado en la Inquisición. Fue entonces cuando Mar le quitó el trapo y le escupió.

La mula seguía caminando, dócil, en dirección a Barcelona. Joan olió el mar, que desde su izquierda se había sumado a su peregrinaje.

51

El sol ya calentaba cuando Aledis abandonó el hostal del Estanyer y se mezcló con la gente que transitaba por la plaza de la Llana. Barcelona ya había despertado. Algunas mujeres, pertrechadas con cubos, ollas y botijos, hacían cola ante el brocal del pozo de la Cadena, junto al mismo hostal, mientras otras se amontonaban ante la carnicería de la plaza, en el extremo opuesto. Todas hablaban a gritos y reían. Habría querido salir antes, pero volver a disfrazarse de viuda con la dudosa ayuda de dos muchachas que no cesaban de preguntarle qué iba a suceder a partir de entonces, qué iba a ser de Francesca y si la quemarían en la hoguera, como pretendían los caballeros, la retrasó. Por lo menos nadie reparaba en ella mientras andaba por la calle de la Bória, en dirección a la plaza del Blat. Aledis se sintió extraña; siempre había llamado la atención de los hombres y provocado desprecio en las mujeres, pero ahora, con el calor cosido a su ropa negra, miraba a uno y otro lado y no descubría ni siquiera una mirada furtiva.

El rumor de la cercana plaza del Blat le anunció más gente, sol y calor. Sudaba y sus pechos empezaban a pelearse con las alfardas que los oprimían. Aledis giró a la derecha justo antes de llegar al gran mercado de Barcelona, buscando la sombra de la calle de los Semolers, y subió por ella hasta la plaza del Oli, donde la gente se amontonaba en busca del mejor aceite o adquiría pan en la tienda que se abría a la plaza. Después de cruzarla llegó hasta la fuente de Sant Joan, donde las mujeres que hacían cola no repararon tampoco en la sudorosa viuda que pasó por su lado.

Desde Sant Joan, girando a la izquierda, Aledis llegó a la catedral y al palacio del obispo. El día anterior la habían echado de allí al grito de bruja. ¿La reconocerían ahora? El muchacho del hostal… Aledis sonrió mientras buscaba un acceso lateral; el muchacho había tenido la oportunidad de fijarse en ella mejor que los soldados de la Inquisición.

—Busco al alguacil de las mazmorras. Tengo un recado para él —dijo, respondiendo a las preguntas del soldado que guardaba la puerta.

Éste le franqueó el paso y le indicó el camino a las mazmorras.

A medida que bajaba las escaleras, la luz y los colores desaparecieron. Al pie de ellas Aledis se encontró en una antesala rectangular vacía, con el piso de tierra e iluminada por antorchas; en uno de sus lados el alguacil descansaba sus abotargadas carnes sobre un taburete, con la espalda apoyada en la pared; en el otro extremo, se abría un oscuro pasillo.

El hombre la escrutó en silencio mientras llegaba hasta él.

Aledis respiró hondo.

—Quisiera ver a la anciana que encerraron ayer. —Aledis hizo sonar una bolsa de monedas.

Sin siquiera moverse, sin contestarle, el alguacil escupió muy cerca de sus pies e hizo un gesto despectivo con la mano. Aledis dio un paso atrás.

—No —contestó el alguacil.

Aledis abrió la bolsa. Los ojos del hombre siguieron el brillo de las monedas que caían sobre la mano de Aledis. Las órdenes eran estrictas: nadie podía entrar en las mazmorras sin la autorización expresa de Nicolau Eimeric, y él no quería enfrentarse con el inquisidor general. Conocía sus arrebatos de ira… y los procedimientos que utilizaba contra quienes lo desobedecían. Pero el dinero que le ofrecía aquella mujer… Además, ¿no había añadido el oficial que lo que no quería el inquisidor era que alguien tuviese acceso al cambista? Aquella mujer no quería ver al cambista, sino hablar con la bruja.

—De acuerdo —consintió.

Nicolau golpeó con fuerza sobre la mesa.

—¿Qué se ha creído ese sinvergüenza?

El joven fraile que le había llevado la noticia dio un paso atrás. Su hermano, mercader de vinos, se lo había comentado aquella misma noche, mientras cenaban en su casa, riendo, entre el alboroto que hacían sus cinco hijos.

—El mejor negocio que he hecho en muchos años —le dijo—. Por lo visto el hermano de Arnau, el fraile, ha dado orden de malvender comandas para conseguir efectivo y a fe mía que como siga así lo conseguirá; el oficial de Arnau está vendiendo a mitad de precio. —Después alzó el vino y, sin dejar de sonreír, brindó por Arnau.

Al conocer la noticia, Nicolau enmudeció, luego enrojeció y al final estalló. El joven fraile escuchó las órdenes que Nicolau, a gritos, dio a su oficial:

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