El griterío rasgó el cielo cuando tres figuras aparecieron en las puertas de la judería. La gente alzó los brazos con los puños cerrados y sus insultos se confundieron con el metálico desenvainar de las espadas cuando los soldados se dispusieron a defender la comitiva. Las tres figuras, encadenadas de pies y manos, fueron conducidas hasta el centro de dos hileras de frailes negros y así, encabezada por el obispo de Barcelona, la procesión inició la marcha. La presencia de los soldados y de los dominicos no impidió que el pueblo apedreara y escupiera a los tres culpables que se arrastraban entre ellos.
Arnau rezaba en Santa María. Había llevado la noticia a la judería, donde volvió a ser recibido por Hasdai, los rabinos y los jefes de la comunidad a las puertas de la sinagoga.
—Tres culpables —les dijo tratando de sostener sus miradas—. Podéis… podéis elegirlos vosotros mismos.
Ninguno de ellos pronunció una palabra; simplemente se limitaron a observar las calles de la judería dejando que los quejidos y lamentos que surgían del templo envolviesen sus pensamientos. Arnau no tuvo valor para prolongar su intercesión y se excusó ante el veguer al abandonar la judería. «Tres inocentes…, porque tú y yo sabemos que lo de la profanación del cuerpo de Cristo es falso».
Arnau empezó a oír el griterío de la multitud a lo largo de la calle de la Mar. El murmullo llenó Santa María; se coló por los huecos de las puertas sin terminar y subió por los andamios de madera que aguantaban las estructuras en construcción, igual que podía hacerlo cualquier albañil, hasta alcanzar las bóvedas. ¡Tres inocentes! «¿Cómo los deben de haber elegido? ¿Lo habrán hecho los rabinos o se habrán presentado voluntariamente?». Entonces, Arnau recordó los ojos de Hasdai mirando las calles de la judería. ¿Qué había en ellos? ¿Resignación? ¿Acaso no era la mirada de aquel que se está… despidiendo? Arnau tembló; sus rodillas flaquearon y tuvo que agarrarse al reclinatorio. La procesión se acercaba a Santa María. El griterío aumentó. Arnau se levantó y miró hacia la salida que daba a la plaza de Santa María. La procesión no tardaría en entrar. Permaneció en el templo, mirando hacia la plaza, hasta que los insultos de la gente se convirtieron en realidad.
Arnau corrió hacia la puerta. Nadie oyó su alarido. Nadie lo vio llorar. Nadie lo vio caer de rodillas al observar a Hasdai encadenado, arrastrando los pies entre una lluvia de insultos, piedras y escupitajos. Hasdai pasó por delante de Santa María con la mirada puesta en el hombre que de rodillas golpeaba el suelo con los puños. Arnau no lo vio y continuó golpeando hasta que la procesión se marchó, hasta que la tierra empezó a teñirse de colorado. Entonces, alguien se arrodilló frente a él y le cogió las manos con suavidad.
—Mi padre no querría que te lastimaras por su causa —le dijo Raquel cuando Arnau levantó la mirada.
—Lo van… lo van a matar.
—Sí.
Arnau miró el rostro de aquella niña ya convertida en mujer. Allí mismo, bajo aquella iglesia, la escondió hacía muchos años. Raquel no lloraba y, pese al peligro, lucía sus vestimentas de judía y la rodela amarilla que mostraba su condición.
—Debemos ser fuertes —le dijo la niña que él recordaba.
—¿Por qué, Raquel? ¿Por qué él?
—Por mí. Por Jucef. Por mis hijos y los de Jucef, sus nietos; por sus amigos. Por todos los judíos de Barcelona. Dijo que ya era viejo, que ya había vivido bastante.
Arnau se levantó con la ayuda de Raquel y, apoyado en ella, siguieron el griterío.
Los quemaron vivos. Los ataron a unos postes, sobre leños y astillas, y les prendieron fuego sin que en momento alguno cesara el clamor de venganza de los cristianos. Cuando las llamas alcanzaron su cuerpo, Hasdai levantó la mirada hacia el cielo. Entonces fue Raquel la que estalló en llanto, se abrazó a Arnau y escondió las lágrimas en su pecho; estaban algo alejados de la muchedumbre.
Arnau, abrazado a la hija de Hasdai, no pudo apartar la mirada del cuerpo en llamas de su amigo. Le pareció que sangraba, pero el fuego se cebó con celeridad en el cuerpo. De repente dejó de oír los gritos de la gente; tan sólo los veía mover sus puños amenazantes… De pronto, algo lo obligó a volver el rostro hacia la derecha. A medio centenar de metros se encontraban el obispo y el inquisidor general, y junto a ellos, con el brazo extendido, señalándolo, Elionor hablaba con ellos. A un lado, había otra dama, elegantemente vestida, a la que Arnau no reconoció al principio. Éste cruzó su mirada con la del inquisidor mientras Elionor gesticulaba y gritaba sin dejar de señalarlo.
—Aquélla, aquella judía es su amante. Miradlos. Mirad cómo la abraza.
En aquel preciso instante, Arnau abrazó con fuerza a la mujer judía que lloraba sobre su pecho, mientras las llamas, coreadas por el rugido de la multitud, se elevaban hacia el cielo. Después, al desviar la mirada para huir del horror, los ojos de Arnau se cruzaron con los de Elionor. Al ver su expresión, aquel profundo odio, la maldad de la venganza satisfecha, se estremeció. Y entonces oyó la risa de la mujer que acompañaba a su esposa, una risa inconfundible, irónica, que Arnau llevaba grabada en la memoria desde que era un niño: la risa de Margarida Puig.
Una venganza que llevaba tiempo tramándose, en la que Elionor no estaba sola. Una venganza de la que la acusación contra Arnau y la judía Raquel era sólo el principio.
Las decisiones de Arnau Estanyol como barón de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui levantaron ampollas entre los demás nobles, que veían cómo soplaban vientos de rebeldía entre sus campesinos… Más de uno se vio obligado a sofocar, con más contundencia de la necesitada hasta aquel momento, una revuelta que pedía a gritos la abolición de ciertos privilegios a los que Arnau, aquel barón nacido siervo, había renunciado. Entre estos nobles ofendidos se encontraba Jaume de Bellera, el hijo del señor de Navarcles, al que Francesca había amamantado cuando era un niño. Y, a su lado, alguien a quien Arnau había privado de su casa, su fortuna y su estilo de vida: Genis Puig, que, tras el desahucio, tuvo que ocupar la vieja casa de Navarcles que perteneció a su abuelo, el padre de Grau. Una casa que poco tenía que ver con el palacio de la calle Monteada donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Ambos pasaron horas lamentando su mala fortuna y trazando planes de venganza. Unos planes que ahora, si las cartas de su hermana Margarida no mentían, estaban a punto de dar sus frutos…
Arnau rogó al marinero que estaba testificando que guardase silencio y se volvió hacia el alguacil del tribunal del Consulado de la Mar que había interrumpido el juicio.
—Un oficial y varios soldados de la Inquisición quieren veros —le susurró éste inclinándose sobre él.
—¿Qué quieren? —preguntó Arnau. El portero hizo un gesto de ignorancia—. Que esperen al final del juicio —ordenó antes de instar al marinero a que continuase con sus explicaciones.
Otro marinero había muerto durante la travesía y el señor de la nave se negaba a pagar a sus herederos más de dos meses de salario, cuando la viuda sostenía que el pacto no había sido por meses y que en consecuencia, habiendo muerto en alta mar su marido, le correspondía la mitad de la cantidad pactada.
—Continuad —lo instó Arnau, con la mirada en la viuda y los tres hijos del fallecido.
—Ningún marinero pacta por meses…
De pronto, las puertas del tribunal se abrieron violentamente. Un oficial y seis soldados de la Inquisición, armados, empujando sin contemplaciones al alguacil del tribunal, irrumpieron en la sala.
—¿Arnau Estanyol? —preguntó el oficial dirigiéndose directamente a él.
—¿Qué significa esto? —bramó Arnau—. ¿Cómo os atrevéis a interrumpir…?
El oficial siguió andando hasta plantarse frente a Arnau.
—¿Eres Arnau Estanyol, cónsul de la Mar, barón de Granollers…?
—Bien lo sabéis, oficial —le interrumpió Arnau—, pero…
—Por orden del tribunal de la Santa Inquisición, quedáis detenido. Acompañadme.
Los missatges del tribunal hicieron un amago de defender a su cónsul, pero Arnau los detuvo con un gesto.
—Haced el favor de apartaros —rogó Arnau al oficial de la Inquisición.
El hombre dudó unos instantes. El cónsul, con gesto calmo, insistió con la mano indicándole que se situase más cerca de la puerta y al fin, sin dejar de vigilar a su detenido, el oficial dio los suficientes pasos para que Arnau recuperara la visión de los familiares del marinero muerto.
—Sentencio a favor de la viuda y los hijos —expuso con tranquilidad—. Deberán recibir la mitad del salario total de la travesía y no los dos meses que pretende el señor de la nave. Así lo ordena este tribunal.
Arnau golpeó con la mano, se puso en pie y se encaró al oficial de la Inquisición.
—Vamos —le dijo.
La noticia de la detención de Arnau Estanyol se propagó por Barcelona y desde allí, en boca de nobles, mercaderes o simples payeses, por gran parte de Cataluña.
Algunos días más tarde, en una pequeña villa del norte del principado, un inquisidor que en aquel momento estaba atemorizando a un grupo de ciudadanos recibía la noticia de boca de un oficial de la Inquisición. Joan miró al oficial.
—Parece que es cierto —insistió.
El inquisidor se volvió hacia el pueblo. ¿Qué les estaba diciendo? ¿Arnau detenido?
Volvió a mirar al oficial y éste asintió con la cabeza. ¿Arnau?
La gente empezó a moverse inquieta. Joan intentó continuar pero no pudo pronunciar palabra. Una vez más se volvió hacia el oficial y percibió una sonrisa en sus labios.
—¿No continuáis, fra Joan? —se adelantó éste—. Los pecadores os están esperando.
Joan se volvió de nuevo hacia el pueblo.
—Partimos hacia Barcelona —ordenó.
De vuelta a la ciudad condal, Joan pasó muy cerca de las tierras del barón de Granollers. Por poco que se hubiera desviado de su ruta, habría podido ver cómo el carlán de Montbui y otros caballeros sometidos a Arnau recorrían las tierras amedrentando a unos payeses que volvían a estar sometidos a los malos usos que un día Arnau derogó. «Dicen que ha sido la propia baronesa quien ha denunciado a Arnau», aseguró alguien.
Pero Joan no pasó por las tierras de Arnau. Desde que inició el regreso no cruzó palabra con el oficial ni con ninguno de los hombres que formaban la comitiva, ni siquiera con el escribano. Sin embargo no pudo dejar de oír.
—Parece ser que lo han detenido por hereje —dijo uno de los soldados lo suficientemente alto para que Joan pudiera oírlo.
—¿El hermano de un inquisidor? —añadió otro a gritos.
—Nicolau Eimeric logrará que confiese todo lo que lleva dentro —intervino entonces el oficial.
Joan recordó a Nicolau Eimeric. ¿Cuántas veces lo había felicitado por su labor como inquisidor?
—Hay que combatir la herejía, fra Joan… Hay que buscar el pecado bajo la apariencia de bondad de la gente; en su alcoba, en sus hijos, en sus esposos.
Y él lo había hecho. «No hay que dudar en torturarlos para que confiesen». Y él también lo había hecho, sin descanso. ¿Qué tortura le habría aplicado a Arnau para que se confesase hereje?
Joan apresuró el paso. El sucio y ajado hábito negro caía a plomo sobre sus piernas.
—Por su culpa me veo en esta situación —comentó Genis Puig sin dejar de andar de un lado a otro de la estancia—. Yo, que disfruté…
—De dinero, de mujeres, de poder —lo interrumpió el barón.
Pero el paseante no hizo caso del barón.
—Mis padres y mi hermano murieron como simples payeses, hambrientos, atacados por enfermedades que sólo se ceban en los pobres, y yo…
—Un simple caballero sin huestes que aportar al rey —añadió cansinamente el barón terminando la mil veces repetida frase.
Genis Puig se detuvo frente a Jaume, el hijo de Llorenç de Bellera.
—¿Te parece gracioso?
El señor de Bellera no se movió del sillón desde el que había seguido la ronda de Genis por la torre del homenaje del castillo de Navarcles.
—Sí —le contestó al cabo de unos instantes—, más que gracioso. Tus motivos para odiar a Arnau Estanyol me parecen grotescos comparados con los míos.
Jaume de Bellera dirigió su mirada hacia lo alto de la torre.
—¿Quieres dejar de dar vueltas de una vez?
—¿Cuánto más tardará tu oficial? —preguntó Genis sin cesar de pasear por la torre.
Ambos esperaban la confirmación de las noticias que Margarida Puig había insinuado en una misiva previa. Genis Puig, desde Navarcles, había convencido a su hermana para que poco a poco, durante las muchas horas que Elionor pasaba sola en la que fue la casa familiar de los Puig, se ganara la confianza de la baronesa. No le costó mucho: Elionor necesitaba una confidente que odiara a su marido tanto como ella misma. Fue Margarida quien, de manera insidiosa, informó a Elionor de adonde se dirigía el barón. Fue Margarida la que inventó el adulterio de Arnau con Raquel. Ahora, en cuanto Arnau Estanyol fuera detenido por relacionarse con una judía, Jaume de Bellera y Genis Puig darían el paso que tenían previsto.
—La Inquisición ha detenido a Arnau Estanyol —confirmó el oficial tan pronto como entró en la torre del homenaje.
—Entonces Margarida tenía ra… —saltó Genis.
—Calla —le ordenó el señor de Bellera desde su sillón—. Continúa.
—Lo detuvieron hace tres días, mientras impartía justicia en el tribunal del consulado.
—¿De qué se le acusa? —preguntó el barón.
—No está muy claro; hay quien dice que de herejía, otros sostienen que por judaizante y otros por mantener relaciones con una judía. Todavía no lo han juzgado; está encerrado en las mazmorras del palacio episcopal. Media ciudad está a favor y media en contra, pero todos hacen cola ante su mesa de cambio para que les reintegren sus depósitos. Los he visto. La gente se pelea por recuperar su dinero.
—¿Pagan? —intervino Genis.
—De momento, sí, pero todos saben que Arnau Estanyol ha prestado mucho dinero a gente sin recursos, y si no puede recuperar esos préstamos… Por eso la gente se pelea: dudan que la solvencia del cambista pueda sostenerse. Hay un gran revuelo.
Jaume de Bellera y Genis Puig intercambiaron una mirada.
—Empieza la caída —comentó el caballero.
—¡Busca a la puta que me amamantó —ordenó el barón al oficial—, y enciérrala en las mazmorras del castillo!
Genis Puig se sumó al señor de Bellera y azuzó al oficial para que se apresurase.