La catedral del mar (60 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

Arnau guardó silencio durante unos instantes. El ejército entero estaba pendiente de sus palabras. Joan aprovechó el momento para volverse hacia Elionor y le pareció observar una orgullosa sonrisa en sus labios.

—¿Quieres decir que esto es culpa mía? —preguntó Arnau a Joan.

—Mía, Arnau, mía. Soy yo quien debería haberte advertido de cuáles son las leyes de la Iglesia, de cuál es el designio de Dios, pero no lo he hecho… y lo siento.

Guillem echaba fuego por los ojos.

—¿Cuál es el deseo de la muchacha? —preguntó Arnau al señor de Ponts.

—Soy caballero del rey Pedro —contestó éste—, y sus leyes, las mismas por las que hoy estáis aquí, no valoran el deseo de una mujer casadera.

Un rumor de aprobación corrió entre las filas de la host.

—Estoy ofreciéndome en matrimonio, yo, Felip de Ponts, caballero catalán. Si tú, Arnau Estanyol, barón de Cataluña, cónsul de la Mar, no consientes el matrimonio, prendedme y juzgadme; si consientes, de poco importa el deseo de la muchacha.

El ejército volvió a aprobar las palabras del caballero. Aquélla era la ley, y todos la cumplían y entregaban a sus hijas en matrimonio con independencia de su voluntad.

—No se trata de su deseo, Arnau —terció Joan bajando la voz—. Se trata de tu obligación. Asúmela. Nadie pide la opinión de sus hijas o sus pupilas. Se decide siempre considerando lo más beneficioso para ellas. Este hombre ha yacido con Mar. Poco importa ya cuál sea el deseo de la muchacha. O se casa con él o su vida será un infierno. Tienes que decidir tú, Arnau: una muerte más o la solución divina a nuestra dejadez.

Arnau buscó entre sus allegados. Miró a Guillem, que permanecía con la vista clavada en el caballero, rezumando odio. Encontró a Elionor, su esposa por designio real, y los dos aguantaron la mirada. Con un gesto, Arnau requirió su opinión. Elionor asintió. Por último, se volvió hacia Joan.

—Es la ley —le contestó éste.

Arnau miró al caballero. Después al ejército. Habían bajado sus armas. Ninguno de aquellos tres mil hombres parecía discutir los argumentos del señor de Ponts, ninguno pensaba ya en la guerra. Esperaban la decisión de Arnau. Aquélla era la ley catalana, la ley de la mujer. ¿Qué conseguiría luchando, matando al caballero y liberando a Mar? ¿Cuál sería la vida de la muchacha a partir de entonces, secuestrada y violada como lo había sido? ¿Un convento?

—Consiento.

Hubo un momento de silencio. Luego, un murmullo se propagó entre las filas de los soldados mientras se trasladaba de unos a otros la decisión de Arnau. Alguien aprobó públicamente su postura. Otro gritó. Algunos más se sumaron y la host estalló en vítores.

Joan y Elionor cruzaron sus miradas.

A tan sólo un centenar de metros de donde se encontraban, encerrada en la torre de vigilancia de la masía de Felip de Ponts, la mujer cuyo futuro acababa de decidirse observaba a la muchedumbre que se agolpaba al pie de la pequeña loma. ¿Por qué no subían? ¿Por qué no atacaban? ¿Qué podían estar tratando con aquel miserable? ¿Qué gritaban?

—¡Arnau! ¿Qué gritan tus hombres?

45

El griterío de la host lo convenció de que lo que acababa de oír era cierto: «Consiento». Guillem apretó los labios con fuerza. Alguien le golpeó la espalda y se unió al griterío. «Consiento». Guillem miró a Arnau y después al caballero. Su rostro aparecía relajado. ¿Qué podía hacer un simple esclavo como él? Volvió a mirar a Felip de Ponts; ahora sonreía. «He yacido con Mar Estanyol —eso es lo que había dicho—: ¡he yacido con Mar Estanyol!». ¿Cómo podía Arnau…?

Alguien le acercó un pellejo de vino a la boca. Guillem lo apartó de malos modos.

—¿No bebes, cristiano? —oyó que le decían.

Su mirada se cruzó con la de Arnau. Los prohombres felicitaban a Felip de Ponts, todavía sobre su caballo. La gente bebía y reía.

—¿No bebes, cristiano? —volvió a oír tras de sí.

Guillem empujó al hombre del pellejo y volvió a buscar a Arnau con la mirada. Los prohombres lo felicitaban también a él. Rodeado, Arnau logró asomar la cabeza para atender a Guillem.

La gente, Joan entre ellos, empujó a Arnau en dirección a la masía del caballero, pero Arnau no dejó de mirar a Guillem.

Mientras, la host entera festejaba el acuerdo. Los hombres habían encendido hogueras y cantaban alrededor de ellas.

—Brinda por nuestro cónsul y la felicidad de su pupila —dijo otro, volviendo a acercarle un pellejo de vino.

Arnau había desaparecido en el camino a la masía.

Guillem volvió a apartar el pellejo.

—¿No quieres brindar…?

Guillem lo miró. Le dio la espalda y se encaminó de regreso a Barcelona. El bullicio de la host fue apagándose. Guillem se encontró solo en el camino a la ciudad; arrastraba los pies…, arrastraba sus sentimientos y el poco orgullo de hombre que le restaba a un esclavo; todo él se arrastró hacia Barcelona.

Arnau rechazó el queso que le ofreció la temblorosa anciana que atendía la masía de Felip de Ponts. Prohombres y consejeros se hacinaban en el primer piso, sobre los establos, allí donde se abría el gran hogar de piedra de la masía del caballero. Buscó a Guillem entre la multitud. La gente charlaba, reía y llamaba a la anciana para que sirviese queso y vino. Joan y Elionor se quedaron junto al hogar; ambos desviaron la mirada cuando Arnau clavó la vista en ellos.

Un murmullo lo obligó a desviar su atención hacia el otro extremo de la estancia.

Mar, agarrada del antebrazo por Felip de Ponts, había entrado en la sala. Arnau vio cómo se liberaba con violencia de la mano del caballero y corría hacia él. Una sonrisa apareció en sus labios. Mar abrió los brazos mucho antes de llegar hasta donde la esperaba, pero cuando iba a abrazarlo se paró en seco y los dejó caer lentamente.

Arnau creyó ver un moratón en su mejilla.

—¿Qué ocurre, Arnau?

Arnau se volvió y buscó ayuda en Joan, pero su hermano permanecía cabizbajo. Todos en la estancia esperaban sus palabras.

—El caballero Felip de Ponts ha invocado el usatge: Si quis virginem… —le dijo al fin.

Mar no se movió. Una lágrima empezó a correr por su mejilla. Arnau hizo un leve movimiento con la mano derecha pero al instante se retractó y dejó que aquella lágrima se perdiese en el cuello.

—Tu padre… —intentó intervenir Felip de Ponts desde detrás, antes de que Arnau lo hiciera callar con un gesto imperativo—. El cónsul de la Mar ha dado su palabra de matrimonio frente a la host de Barcelona. —Felip de Ponts lo soltó de corrido, antes de que Arnau pudiera hacerle callar… o desdecirse.

—¿Es cierto eso? —preguntó Mar.

«Lo único cierto es que me gustaría abrazarte…, besarte…, tenerte siempre conmigo. ¿Es eso lo que siente un padre?», pensó Arnau.

—Sí, Mar.

Ya no aparecieron más lágrimas en el rostro de Mar. Felip de Ponts se acercó a la muchacha y volvió a cogerla por el antebrazo. Ella no se opuso. Alguien rompió el silencio tras Arnau y todos los presentes se sumaron a los gritos. Arnau y Mar seguían mirándose. Se oyó un viva por los novios que atronó los oídos de Arnau. En esta ocasión fue su mejilla la que se llenó de lágrimas. Tal vez su hermano tuviera razón, tal vez él hubiera adivinado lo que ni siquiera sabía el propio Arnau. Ante la Virgen juró que no volvería a ser infiel a una esposa, aunque fuera una esposa impuesta, por amor a otra mujer.

—¿Padre? —preguntó Mar acercando su mano libre para enjugar sus lágrimas.

Arnau tembló cuando sintió el roce de Mar sobre su rostro.

Giró sobre sí mismo y huyó.

En aquel mismo momento, en algún lugar del solitario y oscuro camino de vuelta a Barcelona, un esclavo levantó la vista al cielo y oyó el grito de dolor que lanzaba la niña a la que había cuidado como a una hija suya. Nació esclavo y había vivido como tal. Había aprendido a amar en silencio y a reprimir sus sentimientos. Un esclavo no era un hombre, por eso en su soledad, el único lugar en el que nadie podía coartar su libertad, aprendió a ver mucho más allá que todos aquellos a quienes la vida les obnubilaba el espíritu. Había visto el amor que sentían el uno por el otro y había rezado, a sus dos dioses, para que aquellos seres a los que tanto amaba lograran liberarse de sus cadenas, unas ataduras mucho más fuertes que las de un simple esclavo.

Guillem se permitió llorar, una conducta que como esclavo tenía prohibida.

Guillem nunca cruzó las puertas de Barcelona. Llegó a la ciudad todavía de noche y se quedó ante la cerrada puerta de San Daniel. Le habían arrebatado a su niña. Quizá lo hizo sin saberlo, pero Arnau la había vendido como si de una esclava se tratara. ¿Qué iba a hacer él en Barcelona? ¿Cómo iba a sentarse donde lo había hecho Mar? ¿Cómo iba a pasear por donde lo había hecho con ella, charlando, riendo, compartiendo los secretos sentimientos de su niña? ¿Qué podía hacer en Barcelona sino recordarla día y noche? ¿Qué futuro le esperaba junto al hombre que había cercenado las ilusiones de ambos?

Guillem siguió recorriendo el camino de la costa y al cabo de dos días llegó al puerto de Salou, el segundo en importancia de Cataluña. Allí miró al mar, al horizonte, y la brisa marina le trajo recuerdos de su infancia en Génova, de una madre y unos hermanos de los que había sido cruelmente separado tras ser vendido a un comerciante con el que empezó a aprender el negocio. Después, en un viaje comercial por mar, amo y esclavo fueron capturados por los catalanes, en permanente guerra con Génova. Guillem pasó de mano en mano hasta que Hasdai Crescas vio en él unas cualidades muy superiores a las de un simple obrero manual. Volvió a mirar al mar, a los barcos y a los pasajeros… ¿Por qué no Génova?

—¿Cuándo sale el próximo barco hacia la Lombardía, hacia Pisa? —El joven revolvió nervioso los papeles que se amontonaban en la mesa del almacén. No conocía a Guillem y al principio lo trató con desdén, como hubiera hecho con cualquier esclavo sucio y maloliente, pero cuando el moro se presentó, las palabras que solía decir su padre aparecieron en su mente: «Guillem es la mano derecha de Arnau Estanyol, cónsul de la Mar de Barcelona, de quien nosotros vivimos»—. Necesito útiles para escribir una carta y un lugar tranquilo donde hacerlo —añadió Guillem.

«Acepto tu oferta de libertad —escribió—. Parto hacia Génova, vía Pisa, donde viajaré en tu nombre, como esclavo, y donde esperaré la carta de libertad». ¿Qué más decirle: que sin Mar no podría vivir? Y su amo y amigo, Arnau, ¿podría? ¿Para qué recordárselo? «Voy en busca de mis orígenes, de mi familia —añadió—. Junto a Hasdai, has sido el mejor amigo que he tenido; cuida de él. Te estaré eternamente agradecido. Que Alá y Santa María te protejan. Rezaré por ti».

El joven que lo había atendido partió hacia Barcelona en cuanto la galera en la que embarcó Guillem maniobró para abandonar el puerto de Salou.

Arnau rubricó la carta de libertad de Guillem lentamente, observando cada trazo que aparecía en el documento: la peste, la pelea, la mesa de cambio, días y días de trabajo, de charla, de amistad, de alegría… Su mano tembló con el último trazo. La pluma se dobló cuando acabó de firmar. Los dos sabían que eran otras razones las que lo habían impulsado a huir.

Arnau volvió a la lonja, donde ordenó la remisión de la carta de libertad a su corresponsal en Pisa. Junto a ella incluyó el mandato de pago de una pequeña fortuna.

—¿No esperamos a Arnau? —preguntó Joan a Elionor tras entrar en el comedor, donde la baronesa lo esperaba ya sentada a la mesa.

—¿Tenéis apetito? —Joan asintió con la cabeza—. Pues si queréis cenar es mejor que lo hagáis ahora.

El fraile se sentó frente a Elionor, en un costado de la larga mesa del comedor de Arnau. Dos criados les sirvieron pan blanco candeal, vino, sopa y oca asada aderezada con pimienta y cebollas.

—¿No decíais que teníais apetito? —inquirió Elionor a Joan al ver que el fraile jugueteaba con la comida.

Joan se limitó a levantar la mirada hacia su cuñada. Aquélla fue la única frase que se oyó en toda la velada.

Varias horas después de haberse retirado a su habitación, Joan oyó movimiento en el palacio. Algunos criados se apresuraban a recibir a Arnau. Le ofrecerían comida y éste la rechazaría, como había hecho en las tres ocasiones en que Joan había decidido esperarlo: Arnau se sentaba en uno de los salones del palacete, donde le esperaba Joan, y rechazaba la tardía cena con un ademán cansino.

Joan oyó los pasos de vuelta de los criados. Después escuchó los de Arnau frente a su puerta, lentos, dirigiéndose a su dormitorio. ¿Qué podía decirle si salía ahora? Había intentado hablar con él en las tres ocasiones en las que lo había esperado, pero Arnau se encerraba en sí mismo y contestaba con monosílabos a las preguntas de su hermano: «¿Te encuentras bien?». «Sí». «¿Has tenido mucho trabajo en la lonja?». «No». «¿Van bien las cosas?». Silencio. «¿Santa María?». «Bien». En la oscuridad de su habitación, Joan se llevó las manos al rostro. Los pasos de Arnau se habían perdido. ¿Y de qué quería que le hablara? ¿De ella? ¿Cómo podría escuchar de sus labios que la amaba?

Joan vio cómo Mar recogía la lágrima que corría por el rostro de Arnau. «¿Padre?», la oyó decir. Vio a Arnau temblar. Entonces Joan se volvió y vio que Elionor sonreía. Había sido necesario verlo sufrir para comprender…, pero ¿cómo podía confesarle la verdad? ¿Cómo iba a decirle que había sido él…? Aquella lágrima volvió a aparecer en el recuerdo de Joan. ¿Tanto la quería? ¿Lograría olvidarla? Nadie fue a consolar a Joan cuando, una noche más, se hincó de rodillas y rezó hasta el amanecer.

—Desearía abandonar Barcelona.

El prior de los dominicos observó al fraile; estaba demacrado, con los ojos hundidos tras unas pronunciadas ojeras moradas y el hábito negro desaliñado.

—¿Te ves capaz, fra Joan, de asumir el cargo de inquisidor?

—Sí —aseguró Joan. El prior le miró de arriba abajo—. Sólo necesito salir de Barcelona y me recuperaré.

—Sea. La semana que viene partirás hacia el norte.

Su destino era una zona de pequeños pueblos dedicados a la agricultura o la ganadería, perdidos en el interior de valles y montañas, cuyas gentes veían con temor la llegada del inquisidor. Su presencia no era nada nuevo para ellas. Desde hacía más de cien años, cuando Ramón de Penyafort recibió el encargo del papa Inocencio IV de ocuparse de la Inquisición en el reino de Aragón y el principado de Narbona, aquellos pueblos habían sufrido las indagaciones de los frailes negros. La mayoría de las doctrinas consideradas heréticas por la Iglesia pasaron desde Francia a Cataluña: los cataros y los valdenses primero, los begardos después, y los templarios, perseguidos por el rey francés, por último. Las zonas fronterizas fueron las primeras en recibir las influencias heréticas; en aquellas tierras se condenó y ejecutó a sus nobles: el vizconde Arnau y su esposa Ermessenda; Ramón, señor del Cadí, o Guillem de Niort, veguer del conde Nunó Sanç en Cerdaña y Coflent, tierras en las que fra Joan debía ejercer su ministerio.

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