Pero Arnau ya no lo escuchaba. ¿Cómo iban a ser normales aquellos ojos? Y le habían sonreído, las dos.
Al amanecer, Pere y Mariona bajaron. Arnau y Joan ya habían apartado sus jergones. Poco después aparecieron el curtidor y su hijo. Las mujeres no los acompañaban, ya que Gastó les había prohibido bajar hasta que los chicos se hubieran marchado. Arnau abandonó la casa de Pere con aquellos inmensos ojos castaños en sus retinas.
—Hoy te toca la capilla —le dijo uno de los prohombres cuando llegó a la playa. El día anterior lo había visto descargar temblequeante el último bulto.
Arnau asintió. Ya no le molestaba que lo destinaran a la capilla. Nadie dudaba ya de su condición de bastaix; los prohombres lo habían confirmado y si bien todavía no podía cargar lo mismo que Ramón o la mayoría de ellos, se volcaba como el que más en un trabajo que lo satisfacía. Todos lo querían. Además, aquellos ojos castaños… quizá no le permitirían concentrarse en su labor; por otra parte, estaba cansado, no había dormido bien junto al hogar. Entró en Santa María por la puerta principal de la vieja iglesia, que todavía resistía. Gastó Segura no había dejado que las mirara. ¿Por qué no podía mirar a unas simples muchachas? Y esa mañana, seguro que les había prohibido… Tropezó con una cuerda y estuvo a punto de caer. Trastabilló durante unos metros, tropezando con más cuerdas, hasta que unas manos lo agarraron. Se torció el tobillo y soltó un aullido de dolor.
—¡Eh! —oyó que le decía el hombre que lo había ayudado—. Hay que tener cuidado. ¡Mira qué has hecho!
Le dolía el tobillo, pero miró hacia el suelo. Había desmontado las cuerdas y estacas con las que Berenguer de Montagut señalaba…, pero… ¡no podía ser él! Se volvió despacio hacia el hombre que lo había ayudado. ¡No podía ser el maestro! Enrojeció al encontrarse cara a cara con Berenguer de Montagut. Después se fijó en los oficiales que habían detenido su labor y los miraban.
—Yo… —titubeó—. Si lo deseáis… —añadió señalando la maraña de cuerdas a sus pies—, podría ayudaros… Yo… Lo siento, maestro.
De pronto, el rostro de Berenguer de Montagut se relajó. Todavía lo tenía agarrado del brazo.
—Tú eres el bastaix —afirmó mostrando una sonrisa. Arnau asintió—. Te he visto en varias ocasiones.
La sonrisa de Berenguer se amplió. Los oficiales respiraron tranquilos. Arnau volvió a mirar las cuerdas que se habían enredado en sus pies.
—Lo siento —repitió.
—Qué le vamos a hacer. —El maestro gesticuló dirigiéndose a los oficiales—. Arreglad esto —les ordenó—. Ven, vamos a sentarnos. ¿Te duele?
—No quisiera molestaros —dijo Arnau con una mueca de dolor tras agacharse para intentar desprenderse de las cuerdas.
—Espera.
Berenguer de Montagut lo obligó a erguirse y se arrodilló para desenredarle las cuerdas. Arnau no se atrevió a mirarlo, y dirigió la vista hacia los oficiales, que observaban atónitos la escena. ¡El maestro arrodillado frente a un simple bastaix!
—Debemos cuidar de estos hombres —gritó a todos los presentes cuando logró liberar los pies de Arnau—; sin ellos no tendríamos piedra. Ven, acompáñame. Vamos a sentarnos. ¿Te duele? —Arnau negó con la cabeza, pero cojeó, intentando no apoyarse en el maestro. Berenguer de Montagut lo agarró del brazo con fuerza y lo llevó hasta unas columnas que descansaban en el suelo, listas para ser izadas, sobre las que los dos se sentaron—. Te voy a contar un secreto —le dijo nada más sentarse. Arnau se volvió hacia Berenguer. ¡Le iba a contar un secreto!, ¡el maestro! ¿Qué más le sucedería esa mañana?—. El otro día intenté levantar la piedra que habías descargado y lo conseguí a duras penas. —Berenguer negó con la cabeza—. No me vi capaz de dar varios pasos con ella a cuestas. Este templo es vuestro —afirmó paseando la mirada por las obras. Arnau sintió un escalofrío—. Algún día, en vida de nuestros nietos, o de sus hijos, o de los hijos de sus hijos, cuando la gente mire esta obra, no hablará de Berenguer de Montagut; lo hará de ti, muchacho.
Arnau sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡El maestro! ¿Qué le estaba diciendo? ¿Cómo iba a ser un bastaix más importante que el gran Berenguer de Montagut, maestro de obras de Santa María y de la catedral de Manresa? El sí que era importante.
—¿Te duele? —insistió el maestro.
—No…, un poco. Sólo ha sido una torcedura.
—Confío en ello. —Berenguer de Montagut le palmeó la espalda—. Necesitamos tus piedras. Todavía queda mucho por hacer.
Arnau siguió la mirada del maestro hacia las obras.
—¿Te gusta? —le preguntó de repente Berenguer de Montagut.
¿Le gustaba? Nunca se lo había planteado. Veía crecer la iglesia, sus muros, sus ábsides, sus magníficas y esbeltas columnas, sus contrafuertes, pero… ¿le gustaba?
—Dicen que será el mejor templo para la Virgen de todos los que se han construido en el mundo —optó por decir.
Berenguer se volvió hacia Arnau y sonrió. ¿Cómo contarle a un muchacho, a un bastaix, cómo iba a ser aquel templo cuando ni siquiera los obispos o los nobles eran capaces de vislumbrar su proyecto?
—¿Cómo te llamas?
—Arnau.
—Pues bien, Arnau, no sé si será el mejor templo del mundo. —Arnau se olvidó de su pie y volvió el rostro hacia el maestro—. Lo que te aseguro es que será único, y lo único no es ni mejor ni peor, es simplemente eso: único.
Berenguer de Montagut seguía con la mirada perdida en la obra, y de tal guisa continuó hablando:
—¿Has oído hablar de Francia o de la Lombardía, Génova, Pisa, Florencia…? —Arnau asintió; ¿cómo no iba a haber oído hablar de los enemigos de su país?—. Pues bien, en todos esos lugares también se construyen iglesias; son magníficas catedrales, grandiosas y cargadas de elementos decorativos. Los príncipes de esos lugares quieren que sus iglesias sean las más grandes y las más bonitas del mundo.
—Y nosotros, ¿acaso no queremos lo mismo?
—Sí y no. —Arnau meneó la cabeza. Berenguer de Montagut se volvió hacia él y le sonrió—. A ver si eres capaz de entenderme: nosotros queremos que sea el mejor templo de la historia, pero pretendemos lograrlo empleando medios distintos de los que utilizan los demás; nosotros queremos que la casa de la patrona de la mar sea la casa de todos los catalanes, igual que aquellas en las que viven sus fieles, ideada y construida con el mismo espíritu que nos ha llevado a ser como somos, aprovechando lo nuestro: el mar, la luz. ¿Lo entiendes?
Arnau pensó durante unos segundos, pero terminó negando con la cabeza.
—Al menos tú eres sincero —rió el maestro—. Los príncipes hacen las cosas para su propia gloria personal; nosotros las hacemos para nosotros. He visto que, a veces, en lugar de llevar la carga a las espaldas, la transportáis atada a palos, entre dos hombres.
—Sí, cuando es demasiado voluminosa para cargarla a la espalda.
—¿Qué pasaría si duplicáramos la longitud del palo?
—Se rompería.
—Pues eso es lo mismo que pasa con las iglesias de los príncipes… No, no quiero decir que se rompan —añadió ante la expresión del muchacho—; quiero decir que como las quieren tan grandes, tan altas y tan largas, las tienen que hacer muy estrechas. Altas, largas y estrechas, ¿entiendes? —En esta ocasión Arnau asintió—. La nuestra será todo lo contrario; no será tan larga, ni tan alta, pero será muy ancha, para que quepan todos los catalanes, juntos frente a su Virgen. Algún día, cuando esté terminada, lo comprobarás: el espacio será común para todos los fieles, no habrá distinciones, y como única decoración: la luz, la luz del Mediterráneo. Nosotros no necesitamos más decoración: sólo el espacio y la luz que entrará por allí. —Berenguer de Montagut señaló el ábside y fue bajando la mano hasta el suelo. Arnau la siguió—. Esta iglesia será para el pueblo, no para mayor gloria de ningún príncipe.
—Maestro… —Se les había acercado uno de los oficiales, ya arregladas las estacas y las cuerdas.
—¿Lo entiendes ahora?
¡Sería para el pueblo!
—Sí, maestro.
—Tus piedras son oro para esta iglesia, recuérdalo —añadió Montagut levantándose—. ¿Te duele?
Arnau ya no se acordaba del tobillo y negó con la cabeza.
Aquella mañana, dispensado de trabajar con los bastaixos, Arnau regresó antes a casa. Limpió rápidamente la capilla, despabiló las velas, sustituyó las consumidas y tras una breve oración se despidió de la Virgen. El padre Albert lo vio salir corriendo de Santa María, igual que lo vio entrar Mariona en casa.
—¿Qué ocurre? —le preguntó la anciana—, ¿qué haces aquí tan temprano?
Arnau recorrió la estancia con la mirada; allí estaban, madre e hijas, cosiendo en la mesa; las tres lo miraban.
—¡Arnau! —insistió Mariona—, ¿pasa algo?
Notó que enrojecía.
—No… —¡No había pensado ninguna excusa! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Y lo miraban. Todas lo miraban, parado junto a la puerta, jadeante—. No… —repitió—, es que hoy he…, he terminado antes.
Mariona sonrió y miró a las muchachas. Eulália, la madre, tampoco pudo evitar esbozar una sonrisa.
—Pues ya que has terminado antes —dijo Mariona interrumpiendo sus pensamientos—, ve a buscarme agua.
Lo había vuelto a mirar, pensó el muchacho mientras iba con el cubo camino de la fuente del Ángel. ¿Querría decirle algo? Arnau zarandeó el cubo; seguro que sí.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de comprobarlo. Cuando no era Eulália, Arnau se topaba con los negros dientes de Gastó, los pocos que le quedaban, y, cuando ninguno de los dos estaba presente, Simó vigilaba a las dos muchachas. Durante días, Arnau tuvo que conformarse con mirarlas de reojo. Algunas veces podía detenerse unos segundos en sus rostros, finamente delineados y con una marcada barbilla, pómulos sobresalientes, nariz itálica, recta y sobria, dientes blancos y bien formados y aquellos impresionantes ojos castaños. Otras veces, cuando el sol entraba en la casa de Pere, Arnau casi podía tocar el reflejo azulado de sus largos cabellos, sedosos, negros como el azabache. Y las menos, cuando creía sentirse seguro, dejaba que su mirada bajase más allá del cuello de Aledis, donde los pechos de la hermana mayor podían vislumbrarse incluso a través de la tosca camisa que vestía. Entonces, un extraño escalofrío recorría todo su cuerpo y, si nadie vigilaba, seguía bajando la mirada para recrearse en las curvas de la muchacha.
Gastó Segura había perdido durante la hambruna todo cuanto tenía y su carácter, de por sí agrio, se había endurecido sobremanera. Su hijo Simó trabajaba con él, como aprendiz de curtidor, y su gran preocupación eran aquellas dos muchachas, a las que no podría dotar para encontrar un buen marido. Sin embargo, la belleza de las jóvenes prometía, y Gastó confiaba en que encontrarían un buen esposo. Así podría dejar de alimentar dos bocas.
Para ello, pensaba el hombre, las muchachas debían conservarse inmaculadas, y nadie en Barcelona debía poder alimentar la menor sospecha sobre su decencia. Sólo de esa forma, les repetía una y otra vez a Eulália o a Simó, Alesta y Aledis podrían encontrar un buen esposo. Los tres, padre, madre y hermano mayor, habían asumido aquel objetivo como propio, pero si Gastó y Eulália confiaban en que no habría problema alguno para conseguirlo, no sucedió lo mismo con Simó cuando la convivencia con Arnau y Joan se prolongó.
Joan se había convertido en el alumno más aventajado de la escuela catedralicia. En poco tiempo dominó el latín, y sus profesores se volcaban en aquel muchacho pausado, sensato, reflexivo y, por encima de todo, creyente; tales eran sus virtudes, que pocos dudaban de que tendría un gran futuro dentro de la Iglesia. Joan llegó a ganarse el respeto de Gastó y Eulália, quienes a menudo compartían con Pere y Mariona, atentos y embelesados, las explicaciones que el pequeño daba sobre las Escrituras. Sólo los sacerdotes podían leer aquellos libros, escritos en latín, y allí, en una humilde casa junto al mar, los cuatro podían disfrutar de las palabras sagradas, de las historias antiguas, de los mensajes del Señor que antes sólo les llegaban desde los púlpitos.
Pero si Joan se había ganado el respeto de quienes le rodeaban, Arnau no se quedaba atrás: hasta Simó lo miraba con envidia: ¡un bastaix! Pocos eran los que en el barrio de la Ribera ignoraban los esfuerzos que Arnau hacía transportando piedras para la Virgen. «Dicen que el gran Berenguer de Montagut se arrodilló ante él para ayudarlo», le había comentado, con las manos abiertas y gritando, otro de los aprendices del taller. Simó imaginó al gran maestro, respetado por nobles y obispos, a los pies de Arnau. Cuando hablaba el maestro, todos, hasta su padre, guardaban silencio, y cuando gritaba…, cuando gritaba, temblaban. Simó observaba a Arnau cuando éste entraba en casa por la noche. Siempre era el último en llegar. Regresaba cansado y sudoroso, con la capçana en una mano y sin embargo… ¡sonreía! ¿Cuándo había sonreído él al volver del trabajo? Alguna vez se había cruzado con él mientras Arnau acarreaba piedras hasta Santa María; las piernas, los brazos, el pecho, todo él parecía de hierro. Simó miraba la piedra y después el rostro congestionado; ¿acaso no lo había visto sonreír? Por eso cuando Simó tenía que cuidar de sus hermanas y aparecían Arnau o Joan, el aprendiz de curtidor, a pesar de ser mayor que ellos, se retraía, y las dos muchachas disfrutaban de la libertad de la que se veían privadas cuando sus padres estaban presentes.
—¡Vamos a pasear por la playa! —propuso un día Alesta.
Simó quiso negarse. Pasear por la playa; si su padre los viese…
—De acuerdo —dijo Arnau.
—Nos sentará bien —afirmó Joan.
Simó calló. Los cinco, Simó el último, salieron al sol, Aledis junto a Arnau, Alesta junto a Joan; ambas dejaban que la brisa ondeara su cabello y que cosiera caprichosamente sus holgadas camisas a sus cuerpos, punteándoles los pechos, el vientre o la entrepierna.
Pasearon en silencio, mirando al mar o golpeando la arena con los pies, hasta que se encontraron con un grupo de bastaixos ociosos. Arnau los saludó con la mano.
—¿Quieres que te los presente? —le preguntó a Aledis.
La muchacha miró hacia los hombres. Todos tenían la atención puesta en ella. ¿Qué miraban? El viento apretaba la camisa contra sus pechos y sus pezones. ¡Dios!, parecían querer atravesar la tela. Se sonrojó y negó con la cabeza cuando Arnau ya se dirigía hacia ellos. Aledis dio media vuelta y Arnau se quedó parado a medio camino.
—Corre tras ella, Arnau —oyó que le gritaba uno de sus compañeros.