La catedral del mar (27 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

—¿Cómo se cruza de vuelta? —preguntó Arnau señalando la corriente.

Ramón negó con la cabeza.

—Todavía no he conocido a nadie capaz de saltar con una piedra en la espalda —le dijo.

Mientras ascendían a la cantera real, Arnau volvió la mirada hacia la ciudad. Quedaba lejos, muy lejos ¿Cómo iba a aguantar toda aquella caminata con una piedra a la espalda? Sintió que las piernas le flaqueaban y corrió para alcanzar al grupo, que seguía charlando y riendo.

La cantera real de La Roca se abrió ante ellos tras superar un recodo. Arnau dejó escapar una exclamación de asombro. ¡Era la plaza del Blat o cualquier otro mercado, pero sin mujeres! En una gran explanada, los funcionarios del rey trataban con la gente que había acudido en busca de piedra. Carros y reatas de mulas se acumulaban en uno de los lados de la explanada, allí donde las paredes de la montaña aún no se habían empezado a explotar; el resto aparecía cortado a pico, refulgente la piedra. Un sinfín de picapedreros desprendían peligrosamente grandes bloques de roca; luego reducían su tamaño en la explanada.

Los bastaixos fueron acogidos con cariño por todos cuantos esperaban rocas y, mientras los prohombres se dirigían hacia los funcionarios, los demás se mezclaron con la gente; hubo abrazos, apretones de manos, bromas y risas, y botijos de agua o vino que se alzaban sobre sus cabezas.

Arnau no podía dejar de observar el trabajo de los picapedreros o de los peones, que cargaban carros y mulas seguidos siempre por algún funcionario que tomaba nota. Como en los mercados, la gente discutía o aguardaba impaciente su turno.

—No te esperabas esto, ¿verdad?

Arnau se volvió a tiempo de ver cómo Ramón devolvía un botijo, y negó con la cabeza.

—¿Para quién es tanta piedra?

—¡Huy! —contestó Ramón. Empezó a recitar—: para la catedral, para Santa María del Pi, para Santa Anna, para el monasterio de Pedralbes, para las atarazanas reales, para Santa Clara, para las murallas; todo se está construyendo o modificando, por no hablar de las nuevas casas de ricos y nobles. Ya nadie quiere madera o ladrillo de adobe. Piedra, sólo piedra.

—¿Y toda la piedra la cede el rey?

Ramón soltó una carcajada.

—Sólo la de Santa María de la Mar; ésa sí que la ha cedido gratis… y supongo que la del monasterio de Pedralbes, que se construye por orden de la reina. Para el resto se cobra sus buenos dineros.

—¿Y las de las atarazanas reales? —preguntó Arnau—. Si son reales…

Ramón volvió a sonreír.

—Serán reales —le interrumpió—, pero no las paga el rey.

—¿La ciudad?

—Tampoco.

—¿Los mercaderes?

—Tampoco.

—¿Entonces? —inquirió Arnau volviéndose hacia el bastaix.

—Las atarazanas reales las están pagando…

—¡Los pecadores! —le quitó la palabra el hombre que le había dado el botijo, un arriero de la catedral.

Ramón y él rieron ante la cara de asombro de Arnau.

—¿Los pecadores?

—Sí —continuó Ramón—, las nuevas atarazanas se pagan con todos los dineros de los mercaderes pecadores. Escucha, es muy sencillo: desde que tras las cruzadas…, ¿sabes qué fueron las cruzadas? —Arnau asintió; ¿cómo no iba a saber qué habían sido las cruzadas?—. Bien, pues desde que se perdió definitivamente la Ciudad Santa, la Iglesia prohibió el comercio con el soldán de Egipto, pero resulta que allí es donde nuestros comerciantes obtienen las mejores mercaderías, y ninguno de ellos está dispuesto a dejar de comerciar con el soldán; por eso, antes de hacerlo, acuden a los consulados de la mar y pagan una multa por el pecado que van a cometer. Entonces se les absuelve por adelantado y ya no pecan. El rey Alfonso ordenó que todos esos dineros sirviesen para construir las nuevas atarazanas de Barcelona.

Arnau iba a intervenir pero Ramón lo interrumpió con la mano. Los prohombres los llamaban y le indicó que lo siguiera.

—¿Pasamos delante de ellos? —preguntó Arnau señalando a los arrieros que iban quedando atrás.

—Claro —contestó Ramón sin dejar de caminar—; nosotros no necesitamos tantos controles como ellos; la piedra es gratis y contarla es bastante sencillo: un bastaix, una piedra.

«Un bastaix, una piedra», repitió para sí Arnau en el momento en que el primer bastaix y la primera piedra pasaron por su lado. Habían llegado al lugar en el que los picapedreros reducían los grandes bloques. Miró el rostro del hombre, contraído, tenso. Arnau sonrió, pero su compañero de cofradía no le contestó; se habían terminado las bromas, ya nadie reía o charlaba, todos miraban el montón de piedras en el suelo, con la capçana agarrada a su frente. ¡La capçana! Arnau se la colocó. Los bastaixos pasaban a su lado, uno tras otro, en fila, en silencio, sin esperar al siguiente, y a medida que pasaban, el grupo que rodeaba las piedras menguaba.

Arnau miró las piedras; se le secó la boca y se le encogió el estómago. Un bastaix ofreció su espalda y dos peones levantaron la piedra para cargarla sobre ella. Lo vio ceder. ¡Las rodillas le temblaban! Aguantó unos segundos, se irguió y pasó junto a Arnau, camino de Santa María. ¡Dios, era tres veces más corpulento que él! ¡Y las piernas le habían cedido! ¿Cómo iba a poder él…?

—Arnau —lo llamaron los prohombres, los últimos en salir.

Todavía quedaban algunos bastaixos. Ramón lo empujó hacia delante.

—Animo —le dijo.

Los tres prohombres hablaban con uno de los picapedreros, que no hacía más que negar con la cabeza. Los cuatro escrutaban el montón de piedras, señalaban aquí o allá y después negaban de nuevo con la cabeza, todos. Junto a las piedras, Arnau intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca. Temblaba. ¡No podía temblar! Movió las manos y después los brazos, hacia atrás y hacia delante. ¡No podía permitir que vieran cómo temblaba!

Josep, uno de los prohombres, señaló una piedra. El picapedrero le contestó con un gesto de indiferencia, miró a Arnau, volvió a negar con la cabeza e indicó a los peones que la cogieran. «Todas son similares», había repetido hasta la saciedad.

Cuando vio a los dos peones cargados con la piedra, Arnau se acercó a ellos. Se encorvó y tensó todos los músculos del cuerpo. Todos los presentes guardaron silencio. Los peones soltaron la piedra con suavidad y lo ayudaron a afianzar las manos en ella. Al notar el peso, se encorvó aún más y las piernas se le doblaron. Arnau apretó los dientes y cerró los ojos. «¡Arriba!», creyó escuchar. Nadie había dicho nada, pero todos lo habían gritado en silencio al ver las piernas del muchacho. ¡Arriba! ¡Arriba! Arnau se irguió bajo el peso. Muchos suspiraron. ¿Podría andar? Arnau esperó, todavía con los ojos cerrados. ¿Podría andar?

Avanzó un pie. El propio peso de la piedra lo obligó a mover el otro y otra vez el primero… y de nuevo el segundo. Si paraba…, si paraba la piedra haría que cayera de bruces.

Ramón sorbió por la nariz y se llevó las manos a los ojos.

—¡Animo, muchacho! —se oyó gritar a alguno de los arrieros que esperaban.

—¡Vamos, valiente!

—¡Tú puedes!

—¡Por Santa María!

El griterío resonó en las paredes de la cantera y acompañó a Arnau cuando se encontró a solas en el camino de vuelta a la ciudad.

Sin embargo, no anduvo solo. Todos los bastaixos que salieron tras él le dieron fácilmente alcance y todos, del primero al último, acomodaron su paso al de Arnau durante algunos minutos para animarlo y jalearlo; cuando uno llegaba a su altura, el anterior recuperaba su ritmo.

Pero Arnau no los escuchaba. Ni siquiera pensaba. Su atención estaba puesta en aquel pie que debía aparecer desde detrás, y cuando lo veía avanzar por debajo de él y plantarse en el camino, volvía a esperar al siguiente; un pie tras otro, sobreponiéndose al dolor.

Por las huertas de Sant Bertran, los pies tardaban una eternidad en aparecer. Todos los bastaixos lo habían superado ya. Recordó la forma en que Joan y él mismo les daban agua, con la pesada piedra apoyada en la borda de una embarcación. Buscó algún lugar similar y al poco encontró un olivo, en una de cuyas ramas bajas logró apoyar la piedra; si la dejaba en el suelo no podría volver a cargársela a la espalda. Tenía las piernas agarrotadas.

—Si paras —le había aconsejado Ramón—, no dejes que tus piernas se agarroten totalmente, no podrías continuar.

Arnau, libre de parte del peso, continuó moviendo las piernas. Resopló, una, un montón de veces. Parte del peso lo lleva la Virgen, le había dicho también. ¡Dios!, si eso era cierto, ¿cuánto pesaba aquella piedra? No se atrevió a mover la espalda. Le dolía, le dolía terriblemente. Descansó durante un buen rato. ¿Podría volver a ponerse en movimiento? Arnau miró en derredor. Estaba solo. Ni siquiera los demás arrieros seguían aquel camino, pues tomaban el del portal de Trentaclaus.

¿Podría? Miró al cielo. Escuchó el silencio y aupó la piedra de nuevo, de un tirón. Los pies se pusieron en movimiento. Uno, otro, uno, otro…

En el Cagalell repitió el descanso apoyando la piedra sobre el saliente de una gran roca. Allí aparecieron los primeros bastaixos, ya de vuelta a la cantera. Nadie habló. Sólo se miraban. Arnau volvió a apretar los dientes y aupó de nuevo la piedra. Algunos de los bastaixos asintieron con la cabeza pero ninguno de ellos se paró. «Es su desafío», comentó uno de ellos después, cuando Arnau ya no podía oírlos, volviéndose para mirar el lento avance de la piedra. «Debe afrontarlo él solo», afirmó otro.

Cuando traspasó la muralla occidental y dejó atrás Framenors, Arnau se encontró con los ciudadanos de Barcelona. Seguía con la atención fija en sus pies. ¡Ya estaba en la ciudad! Marineros, pescadores, mujeres y niños, operarios de los astilleros, carpinteros de ribera; todos observaron en silencio al muchacho encogido bajo el peso de la piedra, sudoroso, congestionado. Todos se fijaban en los pies del joven bastaix, que Arnau miraba sin prestar atención a nada más, y todos, en silencio, los empujaban: uno, otro, uno, otro…

Algunos se sumaron al recorrido de Arnau, tras él, en silencio, acomodando su andar al avance de la piedra, y así, tras más de dos horas de esfuerzo, el muchacho llegó a Santa María acompañado por una pequeña y silenciosa multitud. Las obras se paralizaron. Los albañiles se asomaron a los andamios y los carpinteros y picapedreros dejaron sus labores. El padre Albert, Pere y Mariona lo esperaban. Ángel, el hijo del barquero, ya convertido en oficial, se acercó a él.

—¡Vamos! —le gritó—. ¡Ya estás! ¡Ya has llegado! ¡Venga, vamos, vamos!

Se empezaron a oír gritos de ánimo procedentes de lo alto de los andamios. Los que habían seguido a Arnau estallaron en vítores. Toda Santa María se sumó al griterío; incluso el padre Albert se unió al griterío general. Sin embargo, Arnau siguió mirando sus pies, uno, otro, uno, otro… hasta alcanzar el lugar en que se depositaban las piedras; allí los aprendices y los oficiales se lanzaron a por la que el muchacho había acarreado.

Sólo entonces Arnau levantó la mirada, todavía encogido, temblando, y sonrió. La gente se arremolinó a su alrededor y lo felicitó. Arnau fue incapaz de saber quiénes eran los que lo rodeaban; sólo reconoció al padre Albert, cuya mirada se dirigía hacia el cementerio de las Moreres. Arnau la siguió.

—Por vos, padre —susurró.

Cuando la gente se dispersó y Arnau se disponía a volver a la cantera, siguiendo los pasos de sus compañeros, algunos de los cuales llevaban ya tres viajes, el cura lo llamó; había recibido instrucciones de Josep, prohombre de la cofradía.

—Tengo un trabajo para ti —le dijo. Arnau se paró y lo miró extrañado—. Hay que limpiar la capilla del Santísimo, despabilar los cirios y ponerla en orden.

—Pero… —protestó Arnau señalando las piedras.

—No hay peros que valgan.

19

Había sido una mañana dura. Recién pasado el solsticio de verano tardaba en anochecer, y los bastaixos trabajaban de sol a sol, cargando y descargando las naves que arribaban a puerto, siempre azuzados por los mercaderes y pilotos, que querían permanecer en el puerto de Barcelona el menor tiempo posible.

Arnau entró en casa de Pere arrastrando los pies, con la capçana en una mano. Ocho rostros se volvieron hacia él. Pere y Mariona estaban sentados a la mesa junto a un hombre y una mujer. Joan, un muchacho y dos chicas lo miraban desde el suelo, sentados y apoyados contra la pared. Todos daban cuenta de sus escudillas.

—Arnau —le dijo Pere—, te presento a nuestros nuevos inquilinos. Gastó Segura, oficial curtidor. —El hombre se limitó a hacer una inclinación de cabeza, sin dejar de comer—. Su esposa, Eulália. —Ella sí sonrió—. Y sus tres hijos: Simó, Aledis y Alesta.

Arnau, que estaba rendido, hizo un leve movimiento con la mano dirigido a Joan y a los hijos del curtidor y se dispuso a coger la escudilla que ya le ofrecía Mariona. Sin embargo, algo lo obligó a volverse de nuevo hacia los tres recién llegados. ¿Qué…? ¡Los ojos! Los ojos de las dos muchachas estaban fijos en él. Eran…, eran inmensos, castaños, vivaces. Las dos sonrieron a un tiempo.

—¡Come, chico!

La sonrisa desapareció. Alesta y Aledis bajaron la mirada hacia sus escudillas y Arnau se volvió hacia el curtidor, que había dejado de comer y con la cabeza le señalaba a Mariona, que estaba junto al fuego, con la escudilla extendida hacia él.

Mariona le dejó su sitio en la mesa y Arnau empezó a dar cuenta de la olla; Gastó Segura, frente a él, sorbía y masticaba con la boca abierta. Cada vez que Arnau levantaba la vista de la escudilla tropezaba con la mirada del curtidor fija en él.

Al cabo de un rato, Simó se levantó para entregar a Mariona su escudilla y las de sus hermanas, ya vacías.

—A dormir —ordenó Gastó rompiendo el silencio.

Entonces el curtidor entrecerró los ojos mirando a Arnau, lo que hizo que el muchacho se sintiera incómodo, y lo obligó a concentrarse en la escudilla; sólo pudo oír el ruido que hicieron las chicas al levantarse y una tímida despedida. Cuando sus pasos dejaron de oírse, Arnau levantó la mirada. La atención de Gastó parecía haber disminuido.

—¿Cómo son? —le preguntó aquella noche a Joan, la primera que dormían junto al hogar, uno a cada lado, con los jergones de paja sobre el suelo.

—¿Quiénes? —inquirió a su vez Joan.

—Las hijas del curtidor.

—¿Que cómo son? Normales —dijo Joan mientras hacía un gesto de ignorancia que su hermano no pudo ver en la oscuridad—, muchachas normales. Supongo —titubeó—; en realidad no lo sé. No me han dejado hablar con ellas; su hermano ni siquiera me ha permitido darles la mano. Cuando se la he ofrecido, la ha estrechado él y me ha separado de ellas.

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