La catedral del mar (26 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

—¡Por vos, padre! —masculló con los dientes apretados cuando notó el calor del sol en el rostro. ¡El peso lo iba a partir en dos!—. Ya no soy un niño, padre, ¿me veis?

Ramón y otro de los bastaixos, con una tinaja de grano colgando del palo, lo seguían, ambos con los ojos puestos en los pies del muchacho; pudieron ver cómo éstos chocaron entre sí. Arnau se tambaleó. Ramón cerró los ojos. «¿Estaréis ahí colgado todavía? —pensó en aquellos instantes Arnau con la imagen del cadáver de Bernat en sus pupilas—. ¡Nadie podrá burlarse de vos! Ni siquiera la bruja y sus hijastros». Se irguió bajo el peso y empezó a andar de nuevo.

Llegó a la playa; Ramón sonreía tras él. Todos callaron. Los barqueros acudieron a coger la tinaja de sal antes de que el muchacho llegase a la orilla. Arnau tardó unos segundos en poder ponerse derecho. «¿Me habéis visto, padre?», murmuró mirando al cielo.

Ramón le palmeó la espalda cuando se vio libre del grano.

—¿Otra? —preguntó el muchacho con seriedad.

Dos más. Cuando Arnau descargó la tercera tinaja en la playa, se le acercó Josep, uno de los prohombres.

—Ya está bien por hoy, muchacho —le dijo.

—Puedo continuar —aseguró Arnau tratando de ocultar el dolor de espalda que sentía.

—No. No puedes y yo no puedo permitir que recorras Barcelona sangrando como si fueras un animal herido —le dijo paternalmente, señalando unos finos regueros que corrían por sus costados. Arnau se llevó la mano a la espalda y después la miró.

—No somos esclavos; somos hombres libres, trabajadores libres, y la gente debe vernos como tales. No te preocupes —insistió al observar la expresión de desazón de Arnau—, a todos nos sucedió lo mismo en su día y todos tuvimos a alguien que nos impidió continuar. La llaga que se te ha formado en el cogote y en la espalda tiene que hacer callo. Será cuestión de unos días, y ten por seguro que a partir de entonces no te permitiré descansar más que a cualquiera de tus compañeros —Josep le entregó un pequeño frasco—. Límpiate bien la llaga y que te apliquen este ungüento para secarla.

La tensión desapareció ante las palabras del prohombre. Ese día no tendría que cargar más. Sin embargo aparecieron el dolor, el cansancio, los efectos de una noche en vela; Arnau se sintió desfallecer. Murmuró unas palabras a modo de despedida y se arrastró hacia su casa. Joan lo esperaba en la puerta. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí?

—¿Sabes que soy un bastaix? —le preguntó Arnau cuando llegó hasta él.

Joan asintió. Lo sabía. Lo había observado durante sus dos últimos viajes, apretando dientes y manos con cada trémulo paso que daba hacia su destino, rezando para que no cayese, llorando ante su rostro congestionado. Joan se limpió las lágrimas y abrió los brazos para recibir a su hermano. Arnau se dejó caer en ellos.

—Tienes que aplicarme este ungüento en la espalda —acertó a decir mientras Joan lo acompañaba arriba.

No fue capaz de decir más. A los pocos segundos, tumbado cuan largo era y con los brazos abiertos, cayó en un sueño reparador. Procurando no despertarlo, Joan le limpió la llaga y la espalda con el agua caliente que le subió Mariona; la anciana conocía el oficio. Después le aplicó el ungüento, de olor fuerte y agrio, el cual debió de empezar a surtir efecto de inmediato puesto que Arnau se movió inquieto, pero no llegó a despertarse.

Esa noche fue Joan quien no pudo dormir. Sentado en el suelo junto a su hermano, escuchaba su respiración; permitía que sus párpados cayeran lentamente cuando ésta era tranquila, y despertaba sobresaltado cuando Arnau se movía. «Y ahora, ¿qué será de nosotros?», se permitía pensar de vez en cuando. Había hablado con Pere y su mujer; los dineros que Arnau podía ganar como bastaix no serían suficientes para los dos. ¿Qué sería de él?

—¡A la escuela! —le ordenó Arnau a la mañana siguiente, cuando se encontró a Joan trajinando junto a Mariona.

Lo había pensado el día anterior: todo debía seguir igual, como su padre lo había dejado.

Inclinada sobre el hogar, la anciana se volvió hacia su marido. Joan quiso contestar a Arnau pero Pere se adelantó:

—Obedece a tu hermano mayor —lo conminó.

La mirada de Mariona se transformó en una sonrisa. El anciano, sin embargo, le devolvió un semblante serio. ¿Cómo iban a vivir los cuatro? Pero Mariona continuó sonriendo, hasta que Pere agitó la cabeza como si quisiera despejarla de aquellas incógnitas de las que tanto habían hablado esa misma noche.

Joan salió corriendo de la casa y, cuando el pequeño hubo desaparecido, Arnau trató una vez más de estirarse. No podía mover ni un solo músculo; los tenía totalmente agarrotados y unos terribles pinchazos lo recorrían desde la punta de los pies hasta el cuello. Poco a poco, sin embargo, su cuerpo joven empezó a responder y, tras dar cuenta de un escaso desayuno, salió al sol, sonriendo a la playa y al mar, y a las seis galeras que todavía permanecían ancladas en puerto.

Ramón y Josep lo obligaron a enseñarles la espalda.

—Un viaje —le comentó el prohombre a Ramón antes de irse hacia el grupo—; después a la capilla.

Arnau volvió el rostro hacia Ramón mientras se bajaba la camisa.

—Ya has oído —le dijo éste.

—Pero…

—Haz caso, Arnau, Josep sabe lo que hace.

Y lo sabía. Nada más cargar la primera tinaja, Arnau empezó a sangrar.

—Si ya he sangrado la primera vez —alegó Arnau cuando Ramón, tras él, descargó su mercancía en la playa—, ¿qué más da algunos viajes más?

—El callo, Arnau, el callo. No se trata de que te destroces la espalda, sólo de que se te forme callo. Ahora ve a limpiarte, a ponerte el ungüento y a la capilla del Santísimo… —Arnau intentó protestar—. Es nuestra capilla, tu capilla, Arnau; hay que cuidarla.

—Hijo —añadió el bastaix que cargaba junto a Ramón—, esa capilla significa mucho para nosotros. No somos más que unos simples descargadores del puerto, pero la Ribera nos ha concedido lo que ningún noble, lo que ninguna de las ricas cofradías tiene: la capilla del Santísimo y las llaves de la iglesia de la Señora de la Mar. ¿Entiendes? —Arnau asintió pensativo—. Sólo los bastaixos podemos cuidar esa capilla. No hay mayor honra para ninguno de nosotros. Ya tendrás tiempo para cargar y descargar; no te preocupes por eso.

Mariona lo curó y Arnau se dirigió hacia Santa María. Allí buscó al padre Albert para que le entregara las llaves de la capilla, pero el sacerdote lo obligó a acompañarlo hasta el cementerio situado frente al portal de las Moreres.

—Esta mañana he enterrado a tu padre —le dijo señalando el cementerio. Arnau lo interrogó con la mirada—. No he querido avisarte por si aparecía algún soldado. El veguer decidió que no quería que la gente viese el cadáver quemado de tu padre, ni en la plaza del Blat ni en las puertas de la ciudad; tenía miedo de que cundiese el ejemplo. No me ha sido difícil que me permitieran enterrarlo.

Ambos permanecieron en silencio frente al cementerio durante un rato.

—¿Quieres que te deje solo? —preguntó el cura al final.

—Tengo que limpiar la capilla de los bastaixos —contestó Arnau secándose las lágrimas.

Durante unos días, Arnau hizo sólo un viaje, y después volvía a la capilla. Las galeras ya habían partido y la mercancía era la habitual del tráfico mercantil: telas, coral, especias, cobre, cera… Un día, su espalda no sangró. Josep volvió a inspeccionarla y Arnau siguió cargando grandes fardos de tela, sonriendo a todos los bastaixos con los que se cruzaba.

Mientras, recibió sus primeros dineros como bastaix. ¡Poco más de lo que percibía trabajando para Grau! Se los entregó todos a Pere, junto con algunas de las monedas que todavía quedaban en la bolsa de Bernat. «No es suficiente», pensó el muchacho al contar las monedas. Bernat le pagaba bastante más. Volvió a abrir la bolsa. No duraría mucho, consideró al comprobar el contenido de la mermada bolsa de Bernat. Con la mano metida en ella, Arnau miró al anciano. Pere frunció los labios.

—Cuando pueda cargar más —le dijo Arnau—, ganaré más dinero.

—Eso tardará en llegar, Arnau, lo sabes, y para entonces ya se habrá vaciado la bolsa de tu padre. Tú sabes que esta casa no es mía… No, no lo es —le aclaró ante la expresión de sorpresa del muchacho—. La mayoría de las casas de la ciudad son de la Iglesia: del obispo o de alguna orden religiosa; nosotros sólo las tenernos en enfiteusis, por lo que debemos pagar un canon anual. Ya sabes lo poco que puedo trabajar, por lo que sólo cuento con el alquiler de la habitación para hacer frente al pago. Si tú no llegas a esa cantidad… ¿Entiendes?

—¿De qué sirve entonces ser libre si los ciudadanos están atados a sus casas como los payeses a sus tierras? —preguntó Arnau, negando con la cabeza.

—No estamos atados a ellas —contestó Pere.

—Pero he oído que todas esas casas pasan de padres a hijos; ¡incluso las venden! ¿Cómo es posible si no son suyas y tampoco son siervos de ellas?

—Es sencillo de entender, Arnau. La Iglesia es muy rica en tierras y propiedades, pero sus leyes le prohíben la venta de los bienes eclesiásticos —Arnau trató de intervenir pero Pere le rogó silencio con la mano—. El problema es que a los obispos, los abates y demás cargos importantes de la Iglesia los nombra el rey de entre sus amigos. El Papa nunca se niega —añadió—, y todos esos amigos del rey esperan obtener buenas rentas de los bienes que les corresponden, pero como no pueden venderlos han inventado la enfiteusis y de esta forma burlan la prohibición de vender.

—Como si fuesen inquilinos —dijo Arnau.

—No. A los inquilinos se les puede echar en cualquier momento; al enfiteuta no se le puede echar nunca… mientras pague su canon.

—Y tú, ¿podrías vender tu casa?

—Sí. Entonces se llama subenfiteusis. El obispo cobraría una parte de la venta, el laudemio, y el nuevo subenfiteuta podría hacer lo mismo que yo. Sólo hay una prohibición. —Arnau lo interrogó con la mirada—. No se puede ceder a alguien de mejor condición social. Nunca se la podría ceder a un noble… aunque tampoco creo que encontrase un noble para esta casa, ¿verdad? —añadió sonriendo. Arnau no lo acompañó en la broma y Pere borró la sonrisa del rostro. Los dos permanecieron unos instantes en silencio—. El caso —intervino de nuevo el anciano— es que tengo que pagar el canon y con lo que yo gano y tú aportas…

«¿Qué vamos a hacer ahora?», pensó Arnau. Con los míseros dineros que ganaba no podrían optar a nada, ni siquiera a comida para dos personas, pero tampoco Pere merecía cargar con ellos; siempre se había portado bien.

—No te preocupes —le dijo titubeante—; nos iremos para que puedas…

—Mariona y yo hemos pensado —lo interrumpió Pere— que, si estáis dispuestos, Joan y tú podríais dormir aquí, junto al hogar. —Los ojos de Arnau se abrieron de par en par—. Así…, así podríamos alquilar la habitación a alguna familia y pagar el canon. Sólo tendríais que procuraros dos jergones. ¿Qué te parece?

El rostro de Arnau se iluminó. Sus labios temblaron.

—¿Significa eso que sí? —lo ayudó Pere.

Arnau apretó los labios y asintió enérgicamente con la cabeza.

—¡Vamos por la Virgen! —gritó uno de los prohombres de la cofradía.

El vello de los brazos y las piernas de Arnau se erizó.

Aquel día no había barcos que cargar o descargar y en el puerto se arremolinaban únicamente las pequeñas embarcaciones de pesca. Se habían reunido en la playa, como siempre, mientras asomaba un sol que prometía una jornada primaveral.

Desde que se había unido a los bastaixos, al inicio de la época de navegación, no habían tenido oportunidad de dedicar un día a trabajar para Santa María.

—¡Vamos por la Virgen! —se volvió a oír desde el grupo de bastaixos.

Arnau se fijó en sus compañeros: los rostros adormilados se transformaron en sonrisas. Algunos se desperezaron moviendo los brazos hacia atrás y hacia delante, preparando las espaldas. Arnau recordó cuando les daba agua, cuando los veía pasar por delante de él encorvados, apretando los dientes, cargados con aquellas enormes piedras. ¿Sería capaz? El temor atenazó sus músculos; quiso imitar a los bastaixos y empezó a desentumecerlos moviéndolos hacia delante y hacia atrás.

—Tu primera vez —le felicitó Ramón. Arnau no dijo nada y dejó caer los brazos a los costados. El joven bastaix entornó los ojos—. No te preocupes, muchacho —añadió apoyando el brazo sobre su hombro e instándolo a seguir al grupo, que ya se había puesto en movimiento—; piensa que cuando cargas piedras para la Virgen, parte del peso lo lleva ella.

Arnau levantó la mirada hacia Ramón.

—Es cierto —insistió el bastaix sonriendo—, hoy lo comprobarás.

Salieron desde Santa Clara, en el extremo oriental, para recorrer toda la ciudad, cruzar las murallas y subir hasta la cantera real de La Roca, en Montjuïc. Arnau caminaba en silencio; de cuando en cuando se sentía observado por alguno de ellos. Dejaron atrás el barrio de la Ribera, la lonja y el pórtico del Forment. Cuando pasaron por delante de la fuente del Ángel, Arnau miró a las mujeres que esperaban para llenar sus cántaros; muchas de ellas los habían dejado colarse cuando Joan y él aparecían con el pellejo. La gente los saludaba. Algunos niños se sumaron al grupo corriendo y saltando, cuchicheando y señalando a Arnau con respeto. Dejaron atrás los pórticos del astillero y llegaron al convento de Framenors, en el límite occidental de la ciudad, allí donde finalizaban las murallas de Barcelona; tras ellas, las nuevas atarazanas de la ciudad condal, cuyos muros empezaban a levantarse, y después campos y huertas —Sant Nicolau, Sant Bertran y Sant Pau del Camp—, donde comenzaba el camino de subida a la cantera.

Pero antes de llegar hasta ella, los bastaixos tenían que cruzar el Cagalell. El olor de los desechos de la ciudad los asaltó mucho antes de que lo vieran.

—Lo están desaguando —afirmó alguien ante el hedor. La mayoría de los hombres asintieron.

—No olería tanto si no lo estuvieran desaguando —añadió otro.

El Cagalell era un estanque que se formaba en la desembocadura de la rambla, junto a las murallas, y en el que se acumulaban los desechos y las aguas pútridas de la ciudad. Debido a lo accidentado del terreno nunca terminaba de desaguar en la playa, y las aguas permanecían estancadas hasta que un funcionario municipal cavaba una salida y empujaba los desechos hasta el mar. Era entonces cuando peor olía el Cagalell.

Bordearon el estanque para vadearlo allí por donde podían cruzarlo de un salto y continuaron atravesando los campos hacia la falda de Montjuïc.

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