La catedral del mar (30 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

Arnau se sintió tremendamente confuso.

—Entonces, ¿qué hay que hacer? Si todas las mujeres son malas…

—Primero hay que casarse con ellas —lo interrumpió Joan— y, una vez contraído matrimonio, actuar como nos enseña la Iglesia.

Casarse, casarse… La posibilidad jamás había pasado por su cabeza, pero… si ésa era la única solución…

—¿Y qué hay que hacer una vez casados? —inquirió con voz trémula ante la hipótesis de verse junto a Aledis de por vida.

Joan recuperó el hilo de la explicación que le habían proporcionado sus profesores catedralicios:

—Un buen marido debe procurar controlar la malicia natural de su esposa según algunos principios: el primero de ellos es que la mujer se halla bajo el dominio del hombre, sometida a él: «Sub potestate viri eris», reza el Génesis. El segundo, del Eclesiastés: «Mulier si primatum haber… —Joan se atrancó—. Mulier si primatum habuerit, contraria est viro suo», que significa que si la mujer tiene primacía en la casa, será contraria a su marido. Otro principio es el que aparece en los Proverbios: «Qui delicate nutrit servum suum, inveniet contumacem», que quiere decir que quien trata delicadamente a aquellos que deben servirlo, entre quienes se encuentra la mujer, encontrará rebelión allí donde debería encontrar humildad, sumisión y obediencia. Y si pese a todo, la malicia sigue haciendo acto de presencia en su mujer, el marido debe castigarla con la vergüenza y el miedo; corregirla al comienzo, cuando es joven, sin esperar a que envejezca.

Arnau escuchó en silencio las palabras de su hermano.

—Joan —le dijo cuando terminó—, ¿crees que podría casarme con Aledis?

—¡Claro que sí! Pero deberías esperar un poco hasta que prosperes en la cofradía y puedas mantenerla. De todas formas sería conveniente que hablases con su padre antes de que convenga su matrimonio con otra persona, porque entonces no podrías hacer nada.

La imagen de Gastó Segura con sus escasos dientes, todos ellos negros, apareció ante Arnau como una barrera infranqueable. Joan imaginó cuáles eran los temores de su hermano.

—Debes hacerlo —insistió.

—¿Me ayudarías?

—¡Por supuesto!

Durante unos instantes el silencio volvió a reinar entre los dos jergones de paja que rodeaban la chimenea de casa de Pere.

—Joan —llamó Arnau rompiéndolo.

—Dime.

—Gracias.

«Lo habíamos hecho más malo».

—No hay de qué —contestó.

Los dos hermanos intentaron dormir, pero no lo consiguieron. Arnau, entusiasmado con la idea de casarse con su deseada Aledis; Joan perdido en los recuerdos, recordando a su madre. ¿Tendría razón Ponç el calderero? La malicia es natural en la mujer. La mujer debe estar sometida al hombre. El hombre debe castigar a la mujer. ¿Tendría razón el calderero? ¿Cómo podía él respetar el recuerdo de su madre y dar tales consejos? Joan recordó la mano de su madre saliendo por la pequeña ventana de su prisión y acariciándole la cabeza. Recordó el odio que había sentido, y sentía, hacia Ponç… Pero ¿tuvo razón el calderero?

Durante los días siguientes ninguno de los dos se atrevió a dirigirse al malhumorado Gastó, un hombre a quien la estancia como inquilino en la casa de Pere no hacía más que recordarle su infortunio, que le había llevado a perder su vivienda. El agrio carácter del curtidor empeoraba cuando se encontraba en la casa, que era precisamente cuando los dos hermanos tenían oportunidad de plantearle su propuesta, pero sus gruñidos, protestas y groserías los hacían desistir.

Mientras, Arnau seguía envuelto en la estela que Aledis dejaba tras de sí. La veía, la perseguía con los ojos y con la imaginación y no había momento del día en que sus pensamientos no estuvieran puestos en ella, salvo cuando Gastó aparecía; entonces su espíritu se encogía.

Porque por más que lo prohibiesen los sacerdotes y los cofrades, el muchacho no podía apartar los ojos de Aledis cuando ella, sabiéndose a solas con su juguete, aprovechaba cualquier tarea para ceñirse la holgada camisa descolorida. Arnau se quedaba ensimismado ante la visión: aquellos pezones, aquellos pechos, todo el cuerpo de Aledis lo llamaba. «Serás mi esposa, algún día serás mi esposa», pensaba acalorado. Trataba entonces de imaginársela desnuda y su mente viajaba por lugares prohibidos y desconocidos pues, a excepción del torturado cuerpo de Habiba, jamás había visto a una mujer en cueros.

En otras ocasiones Aledis se agachaba ante Arnau, doblándose por la cintura en lugar de hacerlo acuclillándose, para mostrarle sus nalgas y las curvas de sus caderas; aprovechaba asimismo cualquier situación propicia para levantarse la camisa por encima de las rodillas y dejar al descubierto sus muslos; se llevaba las manos a la espalda, hasta los riñones para, simulando algún dolor inexistente, curvarse cuanto le permitía su columna vertebral y mostrar así que su vientre era plano y duro. Después, Aledis sonreía o, fingiendo descubrir de pronto la presencia de Arnau, se mostraba turbada. Cuando desaparecía, Arnau debía luchar por alejar aquellas imágenes de su memoria.

Los días en que vivía tales experiencias, Arnau intentaba a toda costa encontrar el momento oportuno para hablar con Gastó.

—¡Qué diantre hacéis ahí parados! —les soltó en una ocasión, cuando ambos muchachos se plantaron frente a él con la ingenua intención de pedir a su hija en matrimonio.

La sonrisa con la que Joan había intentado acudir a Gastó desapareció tan pronto como el curtidor pasó entre los dos, empujándolos sin contemplaciones.

—Ve tú —le dijo en otra ocasión Arnau a su hermano.

Gastó estaba solo en la mesa de la planta baja. Joan se sentó frente a él, carraspeó y, cuando iba a hablar, el curtidor levantó la mirada de la pieza que estaba examinando.

—Gastó… —dijo Joan.

—¡Lo desollaré vivo! ¡Le arrancaré los cojones! —espetó el curtidor escupiendo saliva a través de los huecos que se abrían entre sus negros dientes—. ¡Simoooó! —Joan dirigió a Arnau, escondido en una esquina de la habitación, un gesto de impotencia. Mientras, Simó había acudido al grito de su padre—. ¿Cómo puedes haber hecho esta costura? —le gritó Gastó plantándole la pieza de cuero en las narices.

Joan se levantó de la silla y se retiró de la discusión familiar.

Pero no cedieron.

—Gastó —volvió a insistir Joan en otra ocasión en que, tras la cena y aparentemente de buen humor, el curtidor salió a dar un paseo por la playa y ambos se lanzaron en su persecución.

—¿Qué quieres? —le preguntó sin dejar de andar.

«Por lo menos nos deja hablar», pensaron los dos.

—Quería… hablarte de Aledis…

Al oír el nombre de su hija, Gastó se paró en seco y se acercó a Joan, tanto que su fétido aliento sacudió al muchacho como un fogonazo.

—¿Qué ha hecho? —Gastó respetaba a Joan; lo tenía por un joven serio. La mención de Aledis y su innata desconfianza le hacían creer que quería acusarla de algo y el curtidor no podía permitirse la menor mácula en su joya.

—Nada —le dijo Joan.

—¿Cómo que nada? —continuó Gastó atropelladamente, sin apartarse un milímetro de Joan—. Entonces, ¿para qué quieres hablarme de Aledis? Dime la verdad, ¿qué ha hecho?

—Nada, no ha hecho nada, de verdad.

—¿Nada? Y tú —dijo volviéndose hacia Arnau para tranquilidad de su hermano—, ¿qué tienes que decir?, ¿qué sabes de Aledis?

—Yo…, nada… —El titubeo de Arnau azuzó las obsesivas sospechas de Gastó.

—¡Cuéntamelo!

—No hay nada…, no…

—¡Eulália! —Gastó no esperó más y gritando como un energúmeno el nombre de su mujer, volvió a casa de Pere.

Esa noche los dos muchachos, con la culpa en la garganta, oyeron los gritos que Eulália lanzaba mientras Gastó, a palos, intentaba obtener de ella una confesión imposible.

Lo probaron en dos ocasiones más, pero ni siquiera pudieron empezar a explicarse. Al cabo de unas semanas, descorazonados, le contaron su problema al padre Albert, quien, sonriendo, se comprometió a hablar con Gastó.

—Lo siento, Arnau —le anunció pasada una semana el padre Albert. Había citado a Arnau y a Joan en la playa—. Gastó Segura no aprueba tu matrimonio con su hija.

—¿Por qué? —preguntó Joan—. Arnau es una buena persona.

—¿Pretendéis que case a mi hija con un esclavo de la Ribera? —le contestó el curtidor—; un esclavo que no gana lo suficiente para alquilar una habitación.

El padre trató de convencerlo:

—En la Ribera ya no trabaja ningún esclavo; eso era antes. Bien sabes que está prohibido que los esclavos trabajen en…

—Un trabajo de esclavos.

—Eso era antes —insistió el cura—. Además —añadió—, he conseguido una buena dote para tu hija. —Gastó Segura, que ya daba por terminada la conversación, se volvió de repente hacia el sacerdote—. Con ella podrían comprar una casa…

Gastó lo interrumpió de nuevo:

—¡Mi hija no necesita la caridad de los ricos! Guardad vuestros oficios para otros.

Tras escuchar las palabras del padre Albert, Arnau miró hacia el mar; el reflejo de la luna rielaba desde el horizonte hasta la orilla y se perdía en la espuma de las olas que rompían en la playa.

El padre Albert dejó que el rumor de las olas los envolviese. ¿Y si Arnau le preguntaba sobre las razones? ¿Qué le diría entonces?

—¿Por qué? —balbuceó Arnau sin dejar de mirar el horizonte.

—Gastó Segura es…, es un hombre extraño —¡No podía entristecer aún más al muchacho!—. ¡Pretende un noble para su hija! ¿Cómo puede un oficial curtidor pretender tal cosa?

Un noble. ¿Se lo habría creído el chico? Nadie podía sentirse menospreciado ante la nobleza. Hasta el rumor de las olas, constante, paciente, parecía esperar la respuesta de Arnau.

Un sollozo retumbó en la playa.

El sacerdote pasó un brazo por encima del hombro de Arnau y notó las convulsiones del muchacho. Después hizo lo mismo con Joan y los tres permanecieron frente al mar.

—Encontrarás una buena mujer —le dijo el cura al cabo de un rato.

«No como ella», pensó Arnau.

TERCERA PARTE

SIERVOS DE LA PASIÓN

21

Segundo domingo de julio de 1339

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

Habían transcurrido cuatro años desde que Gastó Segura se negó a conceder la mano de su hija a Arnau el bastaix. Al cabo de pocos meses, Aledis fue dada en matrimonio a un viejo maestro curtidor viudo que aceptó con lascivia la falta de dote de la muchacha. Hasta que la entregaron a su esposo, Aledis estuvo siempre acompañada de su madre.

Por su parte, Arnau se había convertido en un hombre de dieciocho años, alto, fuerte y apuesto. Durante esos cuatro años vivió por y para la cofradía, la iglesia de Santa María de la Mar y su hermano Joan —acarreaba mercaderías y piedras como el que más, cumplía con la caja de los bastaixos y participaba con devoción en los actos religiosos—, pero no estaba casado, y los prohombres veían con preocupación el estado de soltería de un joven como él: si caía en la tentación de la carne tendrían que expulsarlo, y qué fácil era que un muchacho de dieciocho años cometiese aquel pecado.

Sin embargo, Arnau no quería oír hablar de mujeres. Cuando el cura le dijo que Gastó no quería saber nada de él, Arnau recordó, mirando el mar, a las mujeres que habían pasado por su vida: ni siquiera había llegado a conocer a su madre; Guiamona lo acogió con cariño pero después se lo negó; Habiba desapareció con sangre y dolor —muchas noches todavía soñaba con el látigo de Grau restallando sobre su cuerpo desnudo—; Estranya lo trató como a un esclavo; Margarida se burló de él en el momento más humillante de su existencia, y Aledis, ¿qué decir de Aledis? Junto a ella había descubierto al hombre que llevaba dentro, pero luego lo había abandonado.

—Tengo que cuidar de mi hermano —les contestaba a los prohombres cada vez que salía a colación el problema—. Sabéis que está entregado a la Iglesia, dedicado a servir a Dios —añadía mientras ellos pensaban en sus palabras—, ¿qué mejor propósito que ése?

Entonces los prohombres callaban.

Así vivió Arnau esos cuatro años: tranquilo, pendiente de su trabajo, de la iglesia de Santa María y, sobre todo, de Joan.

Aquel segundo domingo de julio del año 1339 era una fecha trascendental para Barcelona. En enero de 1336 había fallecido en la ciudad condal el rey Alfonso el Benigno y tras la pascua de ese mismo año, fue coronado en Zaragoza su hijo Pedro, quien reinaba bajo el título de Pedro III de Cataluña, IV de Aragón y II de Valencia.

Durante casi cuatro años, desde 1336 hasta 1339, el nuevo monarca no visitó Barcelona, la ciudad condal, la capital de Cataluña, y tanto la nobleza como los comerciantes veían con preocupación aquella desidia por rendir homenaje a la más importante de las ciudades del reino. La animadversión del nuevo monarca hacia la nobleza catalana era bien conocida por todos: Pedro III era hijo de la primera mujer del fallecido Alfonso, Teresa de Entenza, condesa de Urgel y vizcondesa de Ager. Teresa falleció antes de que su marido fuera coronado rey y Alfonso contrajo segundas nupcias con Leonor de Castilla, mujer ambiciosa y cruel de la que había tenido dos hijos.

El rey Alfonso, conquistador de Cerdeña, era no obstante débil de carácter e influenciable, y la reina Leonor pronto consiguió para sus hijos importantes concesiones de tierras y títulos. Su siguiente propósito fue la implacable persecución de sus hijastros, los hijos de Teresa de Entenza, herederos del trono de su padre. Durante los ocho años de reinado de Alfonso el Benigno y a ciencia y paciencia de éste y de su corte catalana, Leonor se dedicó a atacar al infante Pedro, entonces un niño, y a su hermano Jaime, conde de Urgel. Tan sólo dos nobles catalanes, Ot de Monteada, padrino de Pedro, y Vidal de Vilanova, comendador de Montalbán, apoyaron la causa de los hijos de Teresa de Entenza y aconsejaron al rey Alfonso y a los propios infantes que escaparan a fin de no ser envenenados. Los infantes Pedro y Jaime así lo hicieron y se escondieron en las montañas de Jaca, en Aragón; después consiguieron el apoyo de la nobleza aragonesa y refugio en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del arzobispo Pedro de Luna.

Por eso la coronación de Pedro rompió con una tradición que se mantenía desde que se unieron el reino de Aragón y el principado de Cataluña. Si el cetro de Aragón se entregaba en Zaragoza, el principado de Cataluña, que correspondía al rey en su calidad de conde de Barcelona, debía ser entregado en tierras catalanas. Hasta la entronación de Pedro III, los monarcas juraban previamente en Barcelona para después ser coronados en Zaragoza. Porque si el rey recibía la corona por el simple hecho de ser el monarca de Aragón, como conde de Barcelona sólo recibía el principado si juraba lealtad a los fueros y constituciones de Cataluña y hasta entonces el juramento de los fueros se consideraba un trámite previo a cualquier entronación.

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