La catedral del mar (34 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

Cuando se hizo el silencio, el rey habló:

—Todos vosotros habéis estado pensando sobre este hecho, tratando de encontrar la manera de poder negar al rey de Mallorca el requerimiento que nos ha hecho. Creo que la hemos encontrado: vayamos a Barcelona y convoquemos Cortes y, una vez convocadas, requiramos al rey de Mallorca para que el día 25 de marzo esté en Barcelona para las dichas Cortes, como es su obligación. ¿Y qué puede suceder? Que él esté, o no. Si está, habrá hecho lo que le corresponde, y, en ese caso, nosotros, asimismo, cumpliremos con lo que nos pida… —Algunos consejeros se movieron inquietos; si el rey de Mallorca acudía a Cortes entrarían en guerra contra Francia, ¡al mismo tiempo que contra Génova! Alguien incluso se atrevió a negar en voz alta, pero Pedro le pidió tranquilidad con una mano y sonrió antes de proseguir, alzando la voz—: Y buscaremos el consejo de nuestros vasallos, que decidirán lo mejor que debemos hacer. —Algunos consejeros se sumaron a la sonrisa del rey, otros asintieron con la cabeza. Las Cortes eran competentes en materia de política catalana y podían decidir si iniciar o no una guerra. No sería el rey, pues, quien negaría ayuda a su vasallo, serían las Cortes de Cataluña—. Y si no viene —continuó Pedro—, habrá roto el vasallaje, y en dicho caso, no estaremos obligados a ayudarle ni a mezclarnos en guerra por él, contra el rey de Francia.

Barcelona, 1341

Nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades libres del principado, los tres brazos que componían las Cortes, se habían congregado en la ciudad condal, llenando sus calles de color y adornándola de sedas de Almería, de Barbaria, de Alejandría o de Damasco; de lana de Inglaterra o de Bruselas, de Flandes o de Malinas; de Orlanda o de la fantástica ropa de lino negro de Bisso, todos adornados con brocados de hilos de oro o plata formando preciosos dibujos.

Sin embargo Jaime de Mallorca aún no había llegado a la capital del principado. Desde hacía algunos días, barqueros, bastaixos y demás trabajadores portuarios se preparaban, tras ser advertidos por el veguer, para el supuesto de que el rey de Mallorca decidiese acudir a Cortes. El puerto de Barcelona no estaba preparado para el desembarco de grandes personajes, quienes no iban a ir en volandas desde los humildes leños de los barqueros, como lo hacían los mercaderes para no mojarse las vestiduras. Por ello, cuando algún personaje arribaba a Barcelona, los barqueros afianzaban sus leños, uno contra el otro, desde la orilla hasta bien entrado el mar, y sobre ellos construían un puente para que reyes y príncipes accediesen a la playa de Barcelona con la solemnidad que correspondía.

Los bastaixos, Arnau entre ellos, transportaron a la playa los tablones necesarios para construir el puente y, como muchos de los ciudadanos que se acercaban a la playa, como muchos de los nobles de Cortes que también lo hacían, oteaban el horizonte en busca de las galeras del señor de Mallorca. Las Cortes de Barcelona se habían convertido en el objeto de todas las conversaciones; la solicitud de ayuda del rey de Mallorca y la estratagema del rey Pedro estaban ya en boca de todos los barceloneses.

—Es de suponer —le comentó un día Arnau al padre Albert, mientras despabilaba las velas de la capilla del Santísimo— que si toda la ciudad sabe lo que piensa hacer el rey Pedro, también lo sepa el rey Jaime; ¿por qué esperarle entonces?

—Por eso no vendrá —le contestó el cura sin dejar de trajinar en la capilla.

—¿Entonces?

Arnau miró al cura, que se detuvo e hizo un gesto de preocupación.

—Mucho me temo que Cataluña entrará en guerra contra Mallorca.

—¿Otra guerra?

—Sí. Es bien sabida la obsesión del rey Pedro por reunificar los antiguos reinos catalanes que Jaime I el Conquistador dividió entre sus herederos. Desde entonces los reyes de Mallorca no han hecho más que traicionar a los catalanes; no hace más de cincuenta años que Pedro el Grande tuvo que vencer a franceses y mallorquines en el desfiladero de Panissars. Después conquistó Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, pero el Papa lo obligó a devolvérselas a Jaime II. —El cura se volvió hacia Arnau—. Habrá guerra, Arnau, no sé cuándo ni por qué, pero habrá guerra.

Jaime de Mallorca no acudió a Cortes. El rey le concedió un nuevo plazo de tres días, pero transcurrido ese tiempo sus galeras tampoco habían llegado al puerto de Barcelona.

—Ahí tienes el porqué —le comentó otro día el padre Albert a Arnau—. Sigo sin saber cuándo, pero ya tenemos el porqué.

Al finalizar las Cortes, Pedro III ordenó incoar contra su vasallo un proceso legal por desobediencia, al que, además, sumó la acusación de que en los condados del Rosellón y la Cerdaña se acuñaba moneda catalana, cuando sólo en Barcelona se podía acuñar la moneda real de tercio.

Jaime de Mallorca siguió sin hacer caso, pero el proceso, dirigido por el veguer de Barcelona, Arnau d'Erill, asistido por Felip de Montroig y Arnau Çamorera, vicecanciller real, continuó en rebeldía, sin la presencia del señor de Mallorca, quien empezó a ponerse nervioso cuando sus consejeros le comunicaron cuál podía ser el resultado: la requisa de sus reinos y condados. Entonces Jaime buscó la ayuda del rey de Francia, al que rindió homenaje, y la del Papa, para que mediase con su cuñado el rey Pedro.

El Sumo Pontífice, defensor de la causa del señor de Mallorca, solicitó a Pedro un salvoconducto para Jaime a fin de que, sin peligro para él y los suyos, pudiese acudir a Barcelona para excusarse y defenderse de las acusaciones que se le imputaban. El rey no pudo negarse a los deseos del Papa y concedió el salvoconducto, no sin antes solicitar de Valencia que le mandasen cuatro galeras al mando de Mateu Mercer para que vigilase las del señor de Mallorca.

Toda Barcelona acudió al puerto cuando las velas de las galeras del rey de Mallorca aparecieron en el horizonte. La flota capitaneada por Mateu Mercer las esperaba, armada, igual que la de Jaime III. Arnau d'Erill, veguer de la ciudad, ordenó a los trabajadores del puerto que iniciasen la construcción del puente; los barqueros atravesaron sus barcas y los hombres empezaron a unir los tablones por encima de ellas.

Cuando las galeras del rey de Mallorca hubieron fondeado, los barqueros restantes acudieron a la galera real.

—¿Qué sucede? —preguntó uno de los bastaixos al observar que el estandarte real seguía a bordo y que a la barca descendía un solo noble.

Arnau estaba empapado, igual que sus compañeros. Todos miraron al veguer, que tenía la vista fija en la barca que se acercaba a la playa.

Por el puente sólo desembarcó una persona: el vizconde de Evol, un noble del Rosellón ricamente vestido y armado que se detuvo antes de pisar la playa, sobre las maderas.

El veguer acudió a su encuentro y, desde la arena, atendió las explicaciones de Evol, quien no hacía más que señalar hacia Framenors y después a las galeras del rey de Mallorca. Cuando terminó la conversación, el vizconde regresó a la galera real y el veguer desapareció en dirección a la ciudad; al poco, volvió con instrucciones del rey Pedro.

—El rey Jaime de Mallorca —gritó para que todos pudieran oírlo— y su esposa, Constanza, reina de Mallorca, hermana de nuestro bien amado rey Pedro, se alojarán en el convento de Framenors. Hay que construir un puente de madera, fijo, cubierto por los lados y techado, desde donde fondean las galeras hasta las habitaciones reales.

Un murmullo se alzó en la playa, pero la severa expresión del veguer lo acalló. Después, la mayoría de los trabajadores del puerto se volvieron hacia el convento de Framenors, que se alzaba imponente sobre la línea costera.

—Es una locura —oyó Arnau que alguien decía en el grupo de bastaixos.

—Si se levanta temporal —auguró otro—, no aguantará.

—¡Cubierto y techado! ¿Para qué querrá el rey de Mallorca un puente así?

Arnau se volvió hacia el veguer justo cuando Berenguer de Montagut llegaba a la playa. Arnau d'Erill señaló al maestro de obras el convento de Framenors y después, con la mano derecha, trazó una línea imaginaria desde éste hacia el mar.

Arnau, bastaixos, barqueros y carpinteros de ribera, calafates, remolares, herreros y sogueros permanecieron en silencio cuando el veguer finalizó sus explicaciones y el maestro se quedó pensativo.

Por orden del rey se suspendieron las obras de Santa María y de la catedral y todos los operarios fueron destinados a la construcción del puente. Bajo la supervisión de Berenguer de Montagut, se desmontó parte de los andamios del templo, y aquella misma mañana los bastaixos empezaron a trasladar material hasta Framenors.

—Qué tontería —le comentó Arnau a Ramón mientras los dos cargaban un pesado tronco—; nos afanamos en cargar piedras para Santa María y ahora la desmontamos, y todo por el capricho…

—¡Calla! —lo instó Ramón—. Lo hacemos por orden del rey; él sabrá por qué.

A fuerza de remos, las galeras del rey de Mallorca, siempre vigiladas de cerca por las valencianas, se situaron frente a Framenors, fondeadas a considerable distancia del convento. Albañiles y carpinteros empezaron a montar un andamio adosado a la fachada mar del convento, una imponente estructura de madera que descendía hacia la orilla, mientras los bastaixos, ayudados por todos quienes no tenían un cometido concreto, iban y venían de Santa María cargando troncos y maderas.

Al anochecer se suspendieron los trabajos. Arnau llegó a casa renegando.

—Nuestro rey nunca ha pedido semejante locura; se conforma con el puente tradicional, sobre las barcas. ¿Por qué hay que permitirle semejante capricho a un traidor?

Pero sus palabras se fueron apagando y sus pensamientos cambiaron al notar el masaje que María le daba en los hombros.

—Tienes mejor las heridas —comentó la muchacha—. Hay quien utiliza geranio con frambueso, pero nosotros siempre hemos confiado en la siempreviva. Mi abuela curaba a mi abuelo con ella, y mi madre a mi padre…

Arnau cerró los ojos. ¿Siempreviva? Hacía días que no veía a Aledis. ¡Ésa era la única razón de su mejoría!

—¿Por qué tensas los músculos? —le reprochó María interrumpiendo sus pensamientos—. Relájate, debes relajarte para que…

Siguió sin escucharla. ¿Para qué? ¿Relajarse para que pudiera curar las heridas causadas por otra mujer? Si por lo menos se enfadara…

Pero en lugar de gritarle, María volvió a entregarse a él aquella noche: lo buscó con cariño y se ofreció a él con dulzura. Aledis no sabía qué era la dulzura. ¡Fornicaban como animales! Arnau la aceptó, con los ojos cerrados. ¿Cómo mirarla? La muchacha le acarició el cuerpo… y el alma, y lo transportó al placer, un placer más doloroso cuanto mayor era.

Al alba, Arnau se levantó para acudir a Framenors. María ya estaba abajo, junto al hogar, trabajando para él.

Durante los tres días que duraron las obras de construcción del puente, ningún miembro de la corte del rey de Mallorca abandonó las galeras; tampoco lo hicieron los valencianos. Cuando la estructura adosada a Framenors superó la playa y tocó agua, los barqueros se agruparon para permitir el transporte de los materiales. Arnau trabajó sin descanso; si lo hacía, si paraba, las manos de María volvían a acariciarle su cuerpo, el mismo que pocos días atrás había mordido y arañado Aledis. Desde las barcas, los operarios introducían las tablestacas en el fondo del puerto de Barcelona, dirigidos siempre por Berenguer de Montagut, que, en pie en la proa de un leño, iba de un lado a otro comprobando la resistencia de los pilares antes de permitir que se cargase sobre ellos.

Al tercer día, el puente de madera, de más de cincuenta metros de largo, cubierto por los lados, rompió la diáfana visión del puerto de la ciudad condal. La galera real se acercó hasta el extremo y al cabo de un rato, Arnau y todos cuantos habían intervenido en su construcción oyeron las pisadas del rey y su séquito sobre las tablas; muchos levantaron la cabeza.

Ya en Framenors, Jaime hizo llegar un mensajero al rey Pedro para notificarle que él y la reina Constanza habían caído enfermos debido a las inclemencias de la travesía marítima y que su hermana le rogaba que acudiese al convento a visitarla. El rey se disponía a complacer a Constanza, cuando el infante don Pedro se presentó ante él acompañado de un joven fraile franciscano.

—Habla, fraile —ordenó el monarca, visiblemente irritado por tener que aplazar la visita a su hermana.

Joan se encogió, tanto que la cabeza que le sacaba al rey pareció perder importancia. «Es muy bajito —le habían dicho a Joan—, y nunca se presenta ante sus cortesanos de pie». Sin embargo, esa vez lo estaba y miraba directamente a los ojos de Joan, traspasándolo.

Joan balbuceó.

—Habla —lo instó el infante don Jaime.

Joan empezó a sudar profusamente y notó cómo el hábito, aún tosco, se le pegaba al cuerpo. ¿Y si no fuera cierto el mensaje? Por primera vez pensó en ello. Lo oyó de boca del viejo fraile que desembarcó con el rey de Mallorca y no esperó un instante. Salió corriendo en dirección al palacio real, se peleó con la guardia porque se negaba a trasladar el mensaje a nadie que no fuera el monarca y después cedió ante el infante don Pedro, pero ahora… ¿Y si no fuera cierto? ¿Y si no fuera más que otra treta del señor de Mallorca…?

—Habla. ¡Por Dios! —le gritó el rey.

Lo hizo de corrido, casi sin respirar.

—Majestad, no debéis acudir a visitar a vuestra hermana la reina Constanza. Es una trampa del rey Jaime de Mallorca. Con la excusa de lo enferma y débil que está su esposa, el ujier encargado de la custodia de la puerta de su cámara tiene órdenes de no dejar pasar a nadie más que a vos y a los infantes don Pedro y don Jaime. Nadie más podrá acceder a la estancia de la reina; dentro os estarán esperando una docena de hombres armados que os harán presos, os trasladarán por el puente hasta las galeras y partirán a la isla de Mallorca, al castillo de Alaró, donde se proponen reteneros cautivo hasta que liberéis al rey Jaime de todo vasallaje y le concedáis nuevas tierras en Cataluña.

¡Ya estaba!

Entrecerrando los ojos, el rey preguntó:

—¿Y cómo un joven fraile como tú sabe todo eso?

—Me lo ha contado fra Berenguer, pariente de vuestra majestad.

—¿Fra Berenguer?

Don Pedro asintió en silencio y el rey pareció recordar de repente a su pariente.

—Fra Berenguer —continuó Joan— ha recibido en confesión, de un traidor arrepentido, el encargo de transmitíroslo a vos, pero como está ya muy mayor y no puede moverse con agilidad, ha confiado en mí para esta misión.

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