La catedral del mar (15 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

11

Con todo, la vida de Arnau no se reducía a Santa María y a dar de beber a los bastaixos. Sus obligaciones, a cambio de cama y comida, pasaban, entre otras tareas, por ayudar a la cocinera cuando ésta salía de compras por la ciudad.

Cada dos o tres días, Arnau abandonaba el taller de Grau al amanecer para acompañar a Estranya, la esclava mulata que andaba con las piernas abiertas, insegura, contoneando peligrosamente sus exuberantes carnes. En cuanto Arnau se plantaba en la puerta de la cocina, la esclava, sin dirigirle la palabra, le daba los primeros bultos: dos cestos con hogazas de pan que debía llevar al horno de la calle Ollers Blancs para que las horneasen. En uno había las hogazas para Grau y su familia, amasadas con harina de trigo candeal y que se convertirían en un exquisito pan blanco; en el otro, las hogazas para los demás, de harina de cebada, de mijo o incluso de habas o garbanzos, un pan que salía oscuro, macizo y duro.

Entregada la masa de pan, Estranya y Arnau abandonaban el barrio de los alfareros y cruzaban las murallas en dirección al centro de Barcelona. Al principio del recorrido, Arnau seguía sin dificultad a la esclava mientras se reía del contoneo que agitaba sus oscuras carnes al caminar.

—¿De qué te ríes? —le había preguntado en más de una ocasión la mulata.

Entonces Arnau la miraba al rostro, redondo y plano, y escondía la sonrisa.

—¿Quieres reírte? Ríete ahora —le soltaba en la plaza del Blat cuando lo cargaba con un saco de trigo—. ¿Dónde está tu sonrisa? —le preguntaba en la bajada de la Llet al entregarle la leche que beberían sus primos; y repetía la pregunta en la plazoleta de les Cois, donde compraban coles, legumbres o verduras, o en la plaza de l'Oli, al adquirir aceite, caza o volatería.

A partir de ahí, cabizbajo, Arnau seguía a la esclava por toda Barcelona. Los días de abstinencia, ciento sesenta, casi la mitad del año, las carnes de la mulata se contoneaban hasta llegar a la playa, cerca de Santa María, y allí, en cualquiera de las dos pescaderías de la ciudad, la nueva o la vieja, Estranya se peleaba por conseguir los mejores delfines, atunes, esturiones, palomides, neros, reigs o corballs.

—Ahora vamos a por tu pescado —le decía sonriente cuando había obtenido lo que deseaba.

Entonces se dirigían a la parte de atrás y la mulata compraba los despojos. También había mucha gente en la parte de atrás de cualquiera de las dos pescaderías, pero allí Estranya no se peleaba con nadie. Pese a ello, Arnau prefería los días de abstinencia a los que Estranya debía ir a por carne, ya que si para comprar los despojos del pescado sólo había que dar dos pasos hasta la trastienda, para los de la carne Arnau tenía que recorrer media Barcelona y salir de ella cargado con los fardos de la mulata.

En las carnicerías anejas a los mataderos de la ciudad compraban la carne para Grau y su familia. Era carne de primera calidad, como toda la que se vendía intramuros; Barcelona no permitía la entrada de animales muertos. Toda la carne que se vendía en la ciudad condal entraba viva y se sacrificaba en su interior.

Por eso, para comprar los despojos con que alimentar a los sirvientes y a los esclavos había que salir de la ciudad por Portaferrisa hasta llegar al mercado en el que se amontonaban animales muertos y todo tipo de carne de origen desconocido. Estranya sonreía a Arnau mientras compraba aquella carne, lo cargaba con ella y, tras pasar por el horno para recoger las hogazas, volvían a casa de Grau; Estranya con su bamboleo, Arnau arrastrando los pies.

Una mañana en que Estranya y Arnau estaban comprando en el matadero mayor, junto a la plaza del Blat, empezaron a sonar las campanas de la iglesia de Sant Jaume. No era domingo, ni fiesta. Estranya se quedó parada, tan grande como era, con las piernas abiertas. Alguien gritó en la plaza. Arnau no pudo entender qué decía pero a su grito se unieron muchos otros y la gente empezó a correr en todas direcciones. El chico se volvió hacia Estranya, con una pregunta en los labios que no llegó a formular. Soltó los bultos. Los mercaderes de grano levantaban sus puestos con celeridad. La gente seguía corriendo y gritando, y las campanas de Sant Jaume no dejaban de repicar. Arnau hizo un amago de dirigirse a la plaza de Sant Jaume, pero… ¿no sonaban también las de Santa Clara? Aguzó el oído en dirección al convento de las monjas y en ese momento empezaron a repicar las de Sant Pere, las de Framenors, las de Sant Just. ¡Todas las campanas de la ciudad repicaban! Arnau se quedó donde estaba, con la boca abierta, ensordecido, mientras veía correr a la gente.

De repente, se encontró con el rostro de Joanet frente al suyo. Su amigo, nervioso, no podía estarse quieto.

—Via fora! Via fora! —gritaba.

—¿Qué? —preguntó Arnau.

—Via fora! —le gritó Joanet al oído.

—¿Qué significa…?

Joanet lo hizo callar y señaló el antiguo portal Mayor, bajo el palacio del veguer.

Arnau dirigió la mirada hacia el portal justo cuando lo traspasaba un alguacil del veguer vestido para la batalla, con una coraza plateada y una gran espada al cinto. En su mano derecha, colgando de un asta dorada, portaba el pendón de Sant Jordi: la cruz roja en campo blanco. Tras él, otro alguacil, también dispuesto para la batalla, portaba el pendón de la ciudad. Los dos hombres recorrieron la plaza hasta su mismo centro, donde se encontraba la piedra que dividía la ciudad por barrios. Una vez allí, mostrando los pendones de Sant Jordi y de Barcelona, los alguaciles gritaron al unísono:

—Via fora! Via fora!

Las campanas seguían repicando y el «Via fora!» corría por todas las calles de la ciudad en boca de sus ciudadanos.

Joanet, que había observado el espectáculo en un silencio reverente, empezó a chillar desaforadamente.

Por fin, Estranya pareció responder y azuzó a Arnau para que saliera de allí. El muchacho, pendiente de los dos alguaciles, erguidos en el centro de la plaza, con sus corazas refulgentes y sus espadas, hieráticos bajo los coloridos pendones, se zafó de la mano de la mulata.

—Vamos, Arnau —le ordenó Estranya.

—No —se opuso él, acicateado por Joanet.

Estranya lo agarró por el hombro y lo zarandeó.

—Vamos. Esto no es cosa nuestra.

—¿Qué dices, esclava?

Las palabras partieron de una mujer que, junto a otras, embelesadas como ellos, observaba los acontecimientos y había presenciado la discusión entre Arnau y la mulata.

—¿Es esclavo el muchacho?

Estranya negó con la cabeza.

—¿Es ciudadano?

Arnau asintió.

—¿Cómo te atreves, pues, a decir que el «Via fora» no es cosa del muchacho?

Estranya titubeó y sus pies se movieron como los de un pato que no quisiera andar.

—¿Quién eres tú, esclava —le preguntó otra de las mujeres—, para negarle al chico el honor de defender los derechos de Barcelona?

Estranya bajó la cabeza. ¿Qué diría su amo si se enteraba? El, que tanto pretendía los honores de la ciudad. Las campanas seguían repicando. Joanet se había acercado al grupo de mujeres e incitaba a Arnau a sumarse a él.

—Las mujeres no van con la host de la ciudad —le recordó la primera a Estranya.

—Los esclavos, menos —añadió otra.

—¿Quiénes crees que deben cuidar de nuestros maridos si no son los chicos como ellos?

Estranya no se atrevió a levantar la mirada.

—¿Quiénes crees que les hacen la comida o los encargos, les quitan las botas o les limpian las ballestas?

—Ve a donde tengas que ir —le ordenaron—. Éste no es lugar para esclavos.

Estranya cogió los sacos que hasta entonces había cargado Arnau y comenzó a caminar moviendo sus carnes. Joanet, sonriendo complacido, miró con admiración al grupo de mujeres. Arnau seguía en el mismo sitio.

—Id, muchachos —los instaron las mujeres—, y cuidad de nuestros hombres.

—¡Y díselo a mi padre! —le gritó Arnau a Estranya, que sólo había sido capaz de recorrer tres o cuatro metros.

Joanet se percató de que Arnau no separaba la vista de la lenta marcha de la esclava y adivinó sus dudas.

—¿No has oído a las mujeres? —le dijo—. Somos nosotros quienes debemos cuidar de los soldados de Barcelona. Tu padre lo entenderá.

Arnau asintió, primero lentamente y después con fuerza. ¡Claro que lo entendería! ¿Acaso no había luchado para que fuesen ciudadanos de Barcelona?

Cuando se volvieron hacia la plaza, vieron que junto a los dos pendones de los alguaciles se hallaba un tercero: el de los mercaderes. El abanderado no vestía ropas de guerra, pero llevaba una ballesta a la espalda y una espada al cinto. Al cabo de poco llegó otro pendón, el de los plateros, y así, lentamente, la plaza se llenó de coloridas banderas con todo tipo de símbolos y figuras: el pendón de los peleteros, el de los cirujanos o barberos, el de los carpinteros, el de los caldereros, el de los alfareros…

Bajo los pendones se iban agrupando, según su oficio, los ciudadanos libres de Barcelona; todos, como exigía la ley, armados con una ballesta, una aljaba con cien saetas y una espada o una lanza. Antes de dos horas el sagramental de Barcelona se hallaba dispuesto a partir en defensa de los privilegios de la ciudad.

Durante esas dos horas, Arnau pudo descubrir a qué venía todo aquello. Joanet se lo explicó por fin.

—Barcelona no sólo se defiende si es necesario —dijo—, sino que ataca a quien se atreve contra nosotros —el pequeño hablaba con vehemencia, señalando a soldados y pendones y mostrando su orgullo por la respuesta de todos ellos—. ¡Es fantástico! Ya verás. Con suerte estaremos algunos días fuera. Cuando alguien maltrata a algún ciudadano o ataca los derechos de la ciudad, se denuncia…, bueno, no sé a quién se denuncia, si al veguer o al Consejo de Ciento, pero si las autoridades consideran que lo que se denuncia es cierto, entonces se convoca la host bajo el pendón de Sant Jordi; allí está, ¿lo ves?, en el centro de la plaza, por encima de todos los demás. Las campanas suenan y la gente se lanza a la calle gritando «Via fora» para que toda Barcelona se entere. Los prohombres de las cofradías sacan sus pendones y los cofrades se reúnen a su alrededor para acudir a la batalla.

Arnau, con los ojos como platos, miraba todo cuanto sucedía a su alrededor mientras seguía a Joanet a través de los grupos congregados en la plaza del Blat.

—¿Y qué hay que hacer? ¿Es peligroso? —preguntó Arnau ante el alarde de armas que se veían dispuestas en la plaza.

—Generalmente no es peligroso —contestó Joanet sonriéndole—. Piensa que si el veguer ha dado el visto bueno a la llamada, lo hace en nombre de la ciudad pero también en el del rey, por lo que nunca hay que pelear contra las tropas reales. Siempre depende de quién sea el agresor, pero en cuanto algún señor feudal ve que se aproxima la host de Barcelona, acostumbra a plegarse a sus requerimientos.

—Entonces, ¿no hay batalla?

—Depende de qué decidan las autoridades y de la postura del señor. La última vez se arrasó una fortaleza; entonces sí que hubo batalla, y muertos, y ataques y… ¡Mira! Allí estará tu tío —dijo Joanet señalando el pendón de los alfareros—, ¡vamos!

Bajo el pendón, y junto a los otros tres prohombres de la cofradía, estaba Grau Puig vestido para la batalla, con botas, una cota de cuero que le cubría desde el pecho hasta media pantorrilla y una espada al cinto. Alrededor de los cuatro prohombres se arremolinaban los alfareros de la ciudad. En cuanto Grau se percató de la presencia del niño, le hizo una señal a Jaume y éste se interpuso en el camino de los muchachos.

—¿Adonde vais? —les preguntó.

Arnau buscó con la mirada la ayuda de Joanet.

—Vamos a ofrecer nuestra ayuda al maestro —respondió Joanet—. Podríamos llevarle el zurrón con la comida… o lo que él desee.

—Lo siento —se limitó a decir Jaume.

—¿Y ahora qué? —preguntó Arnau cuando éste les dio la espalda.

—¡Qué más da! —le contestó Joanet—. No te preocupes, esto está lleno de gente que estará encantada de que la ayudemos; además, tampoco se enterarán de que vamos con ellos.

Los dos niños empezaron a andar entre la gente; observaban las espadas, las ballestas y las lanzas, se maravillaban de aquellos que llevaban armadura o trataban de captar las animadas conversaciones.

—¿Qué pasa con esa agua? —oyeron gritar a sus espaldas.

Arnau y Joanet se volvieron. El rostro de los dos muchachos se iluminó al ver a Ramón, que les sonreía. Junto a él, más de veinte macips, todos ellos imponentes y armados, los miraban.

Arnau se tentó la espalda en busca del pellejo y tal debió de ser su desconsuelo al no hallarlo que varios de los bastaixos, riendo, se acercaron a él y le ofrecieron el suyo.

—Siempre hay que estar preparado cuando la ciudad te llama —bromearon.

El sagramental abandonó Barcelona tras la cruz roja del pendón de Sant Jordi, en dirección a la villa de Creixell, cercana a Tarragona. Los habitantes de aquel pueblo retenían un rebaño propiedad de los carniceros de Barcelona.

—¿Tan malo es eso? —le preguntó Arnau a Ramón, al que habían decidido acompañar.

—Claro que sí. El ganado propiedad de los carniceros de Barcelona tiene privilegio de paso y pasto en toda Cataluña. Nadie, ni siquiera el rey, puede retener un rebaño destinado a Barcelona. Nuestros hijos tienen que comer la mejor carne del principado —añadió revolviéndoles el cabello a ambos—. El señor de Creixell ha retenido un rebaño y exige al pastor el pago de los derechos de pasto y paso por sus tierras. ¿Os imagináis que desde Tarragona hasta Barcelona todos los nobles y barones exigieran pago por pasto y paso? ¡No podríamos comer!

«Si supieras la carne que nos da Estranya…», pensó Arnau. Joanet adivinó los pensamientos de su amigo e hizo una mueca de disgusto. Arnau sólo se lo había contado a Joanet. Había estado tentado de revelarle a su padre el origen de la carne que flotaba en la olla que les daban para comer los días en que no había que guardar abstinencia, pero cuando lo veía comer con fruición, cuando veía a todos los esclavos y operarios de Grau lanzarse sobre la olla, hacía de tripas corazón, callaba y comía a su vez.

—¿Hay alguna otra razón por la que salga el sagramental? —preguntó Arnau con mal sabor de boca.

—Por supuesto. Cualquier ataque a los privilegios de Barcelona o contra un ciudadano puede significar la salida del sagramental. Por ejemplo, si alguien rapta a un ciudadano de Barcelona, el sagramental acudirá a liberarlo.

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