La catedral del mar (19 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

No tenían escapatoria. Los vigilantes hablaban y se gritaban entre ellos. ¿Qué podían hacer? ¡El entarimado! Empujó a Joan al suelo; el pequeño estaba paralizado. Las maderas no cubrían los laterales. Volvió a empujar a Joan y los dos reptaron hacia el interior, hasta llegar a los cimientos de la iglesia. Joan se pegó a ellos. Las luces subieron a la tarima. Las pisadas de los vigilantes sobre las tablas resonaron en los oídos de Arnau y sus voces silenciaron los latidos de su corazón.

Esperaron a que los hombres inspeccionaran la iglesia. ¡Una vida entera! Arnau miraba hacia arriba, tratando de ver qué sucedía y, cada vez que la luz se colaba por las juntas de los tablones, se encogía para esconderse todavía más.

Al final los vigilantes desistieron. Dos de ellos se pararon sobre el entarimado y desde allí iluminaron la zona durante unos instantes. ¿Cómo podía ser que no oyeran los latidos de su corazón? Y los de Joan. Los hombres bajaron de la tarima. ¿Y los de Joan? Arnau volvió la cabeza hacia el lugar al que se había pegado el pequeño. Uno de los vigilantes colgó un candil junto a la tarima, el otro empezó a perderse en la distancia. ¡No estaba! ¿Dónde se había metido? Arnau se acercó al lugar donde los cimientos de la iglesia se unían a la tarima. Tanteó con la mano. Había un agujero, una pequeña mina que se había abierto entre los cimientos.

Joan, empujado por Arnau, había reptado hacia el interior de la tarima; nada se interpuso en su camino y el pequeño siguió reptando a través del agujero, por la mina, que descendía suavemente en dirección al altar mayor. Arnau lo empujó a reptar. «¡Silencio!», le exigió en varias ocasiones. El roce de su propio cuerpo contra la tierra de la mina le impedía oír nada, pero Arnau debía de estar tras él. Oyó que se metía bajo la tarima. Sólo cuando el estrecho túnel se ensanchó, permitiéndole dar la vuelta e incluso ponerse de rodillas, Joan se dio cuenta de su soledad. ¿Dónde estaba? La oscuridad era total.

—¿Arnau? —lo llamó.

Su voz resonó en el interior. Era… era como una cueva. ¡Debajo de la iglesia!

Volvió a llamar, una y otra vez. En voz baja primero, gritando después, pero sus propios gritos lo asustaron. Podía intentar volver, pero ¿dónde estaba el túnel? Joan alargó los brazos pero sus manos no tocaron nada; había reptado demasiado.

—¡Arnau! —gritó de nuevo.

Nada. Empezó a llorar. ¿Qué habría en aquel lugar? ¿Monstruos? ¿Y si era el infierno? Estaba debajo de una iglesia; ¿no decían que el infierno estaba abajo? ¿Y si aparecía el demonio?

Arnau reptó por la mina. Joan sólo podía haberse ido por allí. Nunca habría salido de debajo de la tarima. Tras recorrer un trecho, Arnau llamó a su amigo; era imposible que lo oyeran fuera del túnel. Nada. Reptó más.

—¡Joanet! —gritó—. ¡Joan! —se corrigió.

—Aquí —oyó que le contestaba.

—¿Dónde es aquí?

—Al final del túnel.

—¿Estás bien?

Joan dejó de temblar.

—Sí.

—Pues vuelve.

—No puedo —Arnau suspiró—. Esto es como una cueva y ahora no sé dónde está la salida.

—Tantea las paredes hasta que la… ¡No! —rectificó Arnau instantáneamente—. No lo hagas, ¿me oyes, Joan? Podría haber otros túneles. Si yo llegase hasta allí… ¿Se ve algo, Joan?

—No —contestó el pequeño.

Podría continuar hasta encontrarlo, pero ¿y si se perdía él también? ¿Por qué había una cueva allí debajo? ¡Ah!, ahora ya sabía cómo llegar. Necesitaba luz. Con un candil podrían volver.

—¡Espera ahí! ¿Me oyes, Joan? ¡Estate quieto y espérame ahí!, sin moverte. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a buscar una linterna y volveré. Espérame ahí sin moverte, ¿de acuerdo?

—Sí… —titubeó Joan.

—Piensa que estás debajo de la Virgen, tu madre —Arnau no oyó ninguna contestación—. Joan, ¿me has oído?

¿Cómo no iba a oírlo?, se preguntó el pequeño. Había dicho «tu madre». Él no la escuchaba. Arnau, sí. Pero tampoco le había dejado hablar con ella. ¿Y si Arnau no quería compartir a su madre y le había encerrado allí, en el infierno?

—¿Joan? —insistió Arnau.

—¿Qué?

—Espérame sin moverte.

Con dificultad, Arnau se arrastró hacia atrás hasta que estuvo de nuevo bajo el entablado de la calle del Born. Sin pensarlo dos veces, cogió el candil que el vigilante había dejado colgado y volvió a meterse en el túnel.

Joan vio llegar la luz. Arnau aumentó la llama cuando las paredes de la galería se ensancharon. El pequeño se encontraba arrodillado a un par de pasos de la salida del túnel. Joan lo miró con pánico.

—No tengas miedo —trató de tranquilizarlo Arnau.

Arnau alzó el candil y aumentó todavía más la llama. ¿Qué era aquello…? ¡Un cementerio! Estaban en un cementerio. Una pequeña cueva que por alguna razón había permanecido bajo Santa María como una burbuja de aire. El techo era tan bajo que ni siquiera podían ponerse en pie. Arnau dirigió la luz hacia unas grandes ánforas, parecidas a las vasijas que había visto en el taller de Grau, pero más bastas. Algunas estaban rotas y dejaban ver los cadáveres que guardaban, pero otras no: grandes ánforas cortadas por la panza, unidas entre sí y selladas por el centro.

Joan temblaba; tenía la mirada fija en un cadáver.

—Tranquilo —insistió Arnau acercándose.

Pero Joan se apartó con brusquedad.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Arnau.

—Vámonos —le pidió Joan interrumpiéndole.

Sin esperar su respuesta, se introdujo en el túnel. Arnau lo siguió y cuando llegaron bajo la tarima, apagó el candil. No se veía a nadie. Devolvió el candil a su lugar y volvieron a casa de Pere.

—De esto ni una palabra a nadie —le dijo a Joan de camino—. ¿De acuerdo?

Joan no contestó.

14

Desde que Arnau le había asegurado que la Virgen también era su madre, Joan corría hasta la iglesia en cuanto tenía algún momento libre y, agarrado con las manos a las rejas de la capilla del Santísimo, metía el rostro entre ellas y se quedaba contemplando la figura de piedra con el niño sobre su hombro y el barco a sus pies.

—Algún día no podrás sacar la cabeza de ahí —le dijo en una ocasión el padre Albert.

Joan sacó la cabeza y le sonrió. El sacerdote le revolvió el cabello y se acuclilló.

—¿La quieres? —le preguntó señalando al interior de la capilla.

Joan titubeó.

—Ahora es mi madre —contestó, más movido por el deseo que por la certidumbre.

El padre Albert sintió un nudo en la garganta. ¡Cuántas cosas le podría contar sobre Nuestra Señora! Intentó hablar pero no pudo. Abrazó al pequeño en espera de que su voz regresara.

—¿Le rezas? —preguntó una vez repuesto.

—No. Sólo le hablo. —El padre Albert lo interrogó con la mirada—. Sí, le cuento mis cosas.

El sacerdote miró a la Virgen.

—Continúa, hijo, continúa —añadió, dejándolo solo.

No le fue difícil conseguirlo. El padre Albert pensó en tres o cuatro candidatos y al final se decidió por un rico platero. En la última confesión anual, el artesano se había mostrado bastante contrito por algunas relaciones adúlteras que había mantenido.

—Si tú eres su madre —murmuró el padre Albert levantando la vista al cielo—, no te importará que utilice este pequeño ardid por tu hijo, ¿verdad, Señora?

El platero no se atrevió a negarse.

—Sólo se trata de un pequeño donativo a la escuela catedralicia —le dijo el cura—; con él ayudarás a un niño y Dios…, Dios te lo agradecerá.

Sólo le quedaba hablar con Bernat, y el padre Albert fue en su busca.

—He conseguido que admitan a Joanet en la escuela de la catedral —le anunció mientras paseaban por la playa, en los alrededores de la casa de Pere.

Bernat se volvió hacia el sacerdote.

—No tengo suficiente dinero, padre —se excusó.

—No te costará dinero.

—Tenía entendido que las escuelas…

—Sí, pero eso es en las de la ciudad. En la de la catedral basta… —"¿Para qué explicárselo?"—. Bueno, lo he conseguido.

Los dos siguieron paseando.

—Aprenderá a leer y escribir, primero con libros de letras y después con otros de salmos y oraciones.

¿Por qué Bernat no decía nada?

—Cuando cumpla trece años podrá comenzar la escuela secundaria, el estudio del latín y el de las siete artes liberales: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música y astronomía.

—Padre —le dijo Bernat—, Joanet ayuda en la casa, y gracias a ello Pere no me cobra una boca más. Si el muchacho estudia…

—Le darán de comer en la escuela.

Bernat lo miró y meneó la cabeza, como si lo estuviese pensando.

—Además —añadió el sacerdote—, ya he hablado con Pere y está de acuerdo en seguir cobrándote lo mismo.

—Os habéis preocupado mucho por el niño.

—Sí, ¿te importa? —Bernat negó sonriendo—. Imagina que después de todo, Joanet pudiera acudir a la universidad, al Estudio General de Lérida o incluso a alguna universidad del extranjero, a Bolonia, a París…

Bernat estalló en carcajadas.

—Si os dijera que no, os llevaríais una desilusión, ¿me equivoco? —El padre Albert asintió—. No es mi hijo, padre —continuó Bernat—. Si así fuera, lo que no permitiría es que uno trabajase para el otro, pero si no me cuesta dinero, ¿por qué no? El muchacho se lo merece. Quizá algún día vaya a todos esos lugares que habéis dicho.

—Yo preferiría estar con los caballos como tú —le dijo Joanet a Arnau mientras paseaban por la playa, en el mismo lugar donde el padre Albert y Bernat habían decidido su futuro.

—Es muy duro, Joanet… Joan. No hago más que limpiar y limpiar y cuando lo tengo todo brillante, sale un caballo y vuelta a empezar. Eso cuando no viene Tomás gritando, y me entrega alguna brida o algún correaje para que los repase. La primera vez me soltó un pescozón, pero entonces apareció nuestro padre y… ¡Si lo hubieras visto! Llevaba la horca y lo arrinconó contra la pared, con los pinchos sobre el pecho, y el otro empezó a balbucear y a pedir perdón.

—Por eso me gustaría estar con vosotros.

—¡Uy, no! —replicó Arnau—. Desde entonces no me toca, es cierto, pero siempre hay algo que está mal hecho. Lo ensucia él, ¿sabes? Lo he visto.

—¿Por qué no se lo decís a Jesús?

—Padre dice que no, que no me creería, que Tomás es amigo de Jesús y éste siempre lo defenderá y que la baronesa aprovecharía cualquier problema para atacarnos; nos odia. Ya ves, tú estás aprendiendo muchas cosas en la escuela, y yo, limpiando lo que otro ensucia y aguantando gritos.

Ambos guardaron silencio durante un rato, pateando la arena y mirando al mar.

—Aprovecha, Joan, aprovecha —le dijo Arnau de repente, repitiendo las palabras que había escuchado en boca de Bernat.

Joan no tardó en aprovechar las clases. Se puso a ello desde el mismo día en que el sacerdote que oficiaba de maestro lo felicitó públicamente. Joan sintió un agradable cosquilleo y se dejó contemplar por sus compañeros de clase. ¡Si viviera su madre! Correría en ese mismo momento a sentarse sobre el cajón y contarle cómo lo habían felicitado: el mejor, había dicho el maestro, y todos, todos, lo habían mirado. ¡Nunca había sido el mejor en nada!

Esa noche, Joan hizo el camino de vuelta a casa envuelto en una nube de satisfacción. Pere y Mariona lo escucharon sonrientes e ilusionados, y le pidieron que repitiese las frases que el muchacho creía haber pronunciado pero que se habían quedado en gritos y gestos. Cuando llegaron Arnau y Bernat, los tres miraron hacia la puerta. Joan hizo un amago de correr hacia ellos, pero el rostro de su hermano se lo impidió: se notaba que había llorado, y Bernat, con una mano sobre su hombro, no dejaba de achucharlo contra sí.

—¿Qué…? —preguntó Mariona acercándose a Arnau para abrazarlo.

Pero Bernat la interrumpió con un gesto con la mano.

—Hay que aguantar —añadió sin dirigirse a nadie en concreto.

Joan buscó la mirada de su hermano, pero Arnau miraba a Mariona.

Y aguantaron. Tomás el palafrenero no se atrevía a pinchar a Bernat, pero sí lo hacía con Arnau.

—Está buscando un enfrentamiento, hijo —trataba de consolarlo Bernat cuando Arnau volvía a estallar en ira—. No debemos caer en la trampa.

—Pero no podemos seguir así toda la vida, padre —se quejó un día Arnau.

—Y no lo haremos. He oído que Jesús lo advertía en varias ocasiones. No trabaja bien y Jesús lo sabe. Los caballos que él toca son intratables: cocean y muerden. No tardará en caer, hijo, no tardará.

Y las consecuencias, como preveía Bernat, no se hicieron esperar. La baronesa estaba empeñada en que los hijos de Grau aprendieran a montar a caballo. Que Grau no supiera era admisible, pero los dos varones debían aprender. Por ello, varias veces a la semana, cuando los chicos terminaban sus clases, Isabel y Margarida —en el coche de caballos conducido por Jesús—, y los niños, el preceptor y Tomás el palafrenero —a pie, y llevando a un caballo del ronzal este último— salían de la ciudad hasta un pequeño descampado situado extramuros, donde, uno a uno, recibían de Jesús las correspondientes clases.

Jesús cogía con la mano derecha una cuerda larga que había atado al freno del caballo, de forma que el animal se veía obligado a dar vueltas alrededor de él; con la mano izquierda empuñaba una tralla para azuzarlo y los aprendices de jinetes montaban uno tras otro y giraban y giraban alrededor del caballerizo mayor atendiendo sus órdenes y consejos.

Aquel día, desde el carruaje, donde vigilaba el tiro, Tomás no quitaba ojo de la boca del caballo; sólo sería necesario un tirón más fuerte de lo normal, sólo uno. Siempre había un momento en que el caballo se asustaba.

Genis Puig se hallaba a horcajadas sobre el animal. El palafrenero desvió la mirada hacia el rostro del muchacho. Pánico. Aquel chico tenía pánico a los caballos y se agarrotaba. Siempre había un momento en que un caballo se asustaba.

Jesús hizo restallar el látigo y azuzó al caballo para que galopase. El caballo pegó un fuerte cabezazo y tiró de la cuerda.

Tomás no pudo evitar una sonrisa que instantáneamente se borró de sus labios, cuando el mosquetón se desprendió de la cuerda y el caballo quedó en libertad. No había sido difícil entrar a hurtadillas en el guadarnés y cortar la cuerda por dentro del mosquetón para dejarla precariamente agarrada.

Isabel y Margarida ahogaron sendos gritos. Jesús dejó caer la tralla al suelo e intentó detener al animal, pero fue en vano.

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