En esta obra póstuma, Sagan invita a los lectores a un apasionante viaje que comienza con una explicación de los grandes números con que se mide el cosmos, sigue con la demostración práctica, sobre un tablero de ajedrez, del crecimiento exponencial, se detiene en paralelismos entre las condiciones para la vida en la Tierra y Marte, aborda el porqué de la guerra fría y replantea el debate sobre el aborto. El deterioro del medio ambiente, el calentamiento de la Tierra y el agujero en la capa de ozono tienen también un gran protagonismo en este último legado de Carl Sagan.
Carl Sagan
Miles de millones
Pensamientos de vida y muerte
en la antesala del milenio
ePUB v1.0
Horus0125.09.11
Título original:
Billions and Billions
© 1997 by The Estate of Carl Sagan
Traducción: Guillermo Solana
A mi hermana, Cari, una entre seis mil millones
Hay quienes... creen que el número de [granos] de arena es infinito... Otros, aun sin considerarlo infinito, piensan que todavía no se ha mencionado un número lo bastante grande [...]. Pero voy a tratar de mostrarte [números que] superen no sólo el de una masa de arena equivalente a la Tierra [...] sino el de una masa igual en magnitud al Universo.
A
RQUÍMEDES
(h. 287-212 a. de C),
El arenario
J
AMÁS LO HE DICHO
. De verdad. Bueno, una vez afirmé que quizás haya 100.000 millones de galaxias y 10.000 trillones de estrellas. Resulta difícil hablar sobre el cosmos sin emplear números grandes.
Es cierto que pronuncié muchas veces la frase «miles de millones» en la popularísima serie televisiva
Cosmos,
pero jamás dije «miles y miles de millones»; por una razón: resulta harto impreciso. ¿Cuántos millares de millones son «miles y miles de millones»? ¿Unos pocos? ¿Veinte? ¿Cien? «Miles y miles de millones» es una expresión muy vaga. Cuando adapté y actualicé la serie me entretuve en comprobarlo, y tengo la certeza de que nunca he dicho tal cosa.
Quien sí lo dijo fue Johnny Carson, en cuyo programa he aparecido cerca de treinta veces en todos estos años. Se disfrazaba con una chaqueta de pana, un jersey de cuello alto y un remedo de fregona a modo de peluca. Había creado una tosca imitación de mi persona, una especie de Doppelgänger
[1]
que hablaba de «miles y miles de millones» en la televisión a altas horas de la noche.
La verdad es que me molestaba un poco que una mala reproducción de mí mismo fuese por ahí, diciendo cosas que a la mañana siguiente me atribuirían amigos y compañeros (pese al disfraz, Carson —un competente astrónomo aficionado— a menudo hacía que mi imitación hablase en términos verdaderamente científicos).
Por sorprendente que parezca, lo de «miles y miles de millones» cuajó. A la gente le gustó cómo sonaba. Aun ahora me paran en la calle, cuando viajo en un avión o en una fiesta y me preguntan, no sin cierta timidez, si no me importaría repetir la dichosa frase.
—Pues mire, la verdad es que nunca dije tal cosa —respondo.
—No importa —insisten—. Dígalo de todas maneras.
Me han contado que Sherlock Holmes jamás contestó: «Elemental, mi querido Watson» (al menos en las obras de Arthur Conan Doyle), que James Cagney nunca exclamó: «Tú, sucia rata», y que Humphrey Bogart no dijo: «Tócala otra vez, Sam»; pero poco importa, porque estos apócrifos han arraigado firmemente en la cultura popular.
Todavía se pone en mi boca esta expresión tontorrona en las revistas de informática («Como diría Carl Sagan, hacen falta miles y miles de millones de bits»), en la sección de economía de los periódicos, cuando se habla de lo que ganan los deportistas profesionales y cosas por el estilo.
Durante un tiempo tuve una reticencia pueril a pronunciar o escribir esa expresión por mucho que me lo pidieran, pero ya la he superado, así que, para que conste, ahí va:
«Miles y miles de millones.»
¿Por qué resulta tan pegadizo eso de «miles y miles de millones»? Antes, la expresión más corriente para referirse a un número grande era «millones»: los enormemente ricos eran millonarios; la población de la Tierra en tiempos de Jesús sumaba quizás unos 250 millones de personas; había casi cuatro millones de estadounidenses en la época de la Convención Constitucional de 1787 —al comenzar la Segunda Guerra Mundial eran 132 millones—; hay 150 millones de kilómetros de la Tierra al Sol; unos 40 millones de personas hallaron la muerte en la Primera Guerra Mundial y 60 millones en la Segunda; un año tiene 31,7 millones de segundos (como puede comprobarse fácilmente); y a finales de la década de los ochenta los arsenales nucleares globales contenían un poder explosivo suficiente para destruir un millón de ciudades como Hiroshima. A casi todos los efectos, y durante largo tiempo, «millón» fue la quintaesencia de un número grande.
No obstante, los tiempos han cambiado. Ahora hay muchas fortunas que ascienden a miles de millones, y no sólo por culpa "de la inflación; está bien determinado que la edad de la Tierra es de 4.600 millones de años; la población humana se acerca a los 6.000 millones; cada cumpleaños representa otros mil millones de kilómetros alrededor del Sol (en torno al cual la Tierra viaja a una velocidad muy superior a la de la sonda
Voyager
alejándose de nuestro planeta).
Asimismo cuatro bombarderos B-2 cuestan mil millones de dólares (algunos dicen que dos mil o incluso cuatro mil millones); el presupuesto de defensa de Estados Unidos, teniendo en cuenta los fondos reservados, supera los 300.000 millones de dólares al año; se ha estimado en cerca de mil millones el número de muertos a corto plazo en una guerra nuclear a gran escala entre Estados Unidos y Rusia; unos pocos centímetros representan mil millones de átomos hombro con hombro; y ahí están todos esos miles y miles de millones de estrellas y galaxias.
Un viejo chiste cuenta el caso de un conferenciante que, en un planetario, explica a sus oyentes que al cabo de 5.000 millones de años el Sol se hinchará hasta convertirse en una gigante roja, engullendo planetas como Mercurio y Venus, y finalmente quizá también la Tierra. Tras la charla, un oyente inquieto le aborda:
—Perdóneme, doctor. ¿Dijo usted que el Sol abrasará la Tierra dentro de cinco mil millones de años?
—Sí, más o menos.
—Gracias a Dios. Por un momento creí que había dicho cinco millones.
Por interesante que pueda resultar para el destino de la Tierra, poco importa para nuestra vida personal el que vaya a durar cinco millones o 5.000 millones. La distinción, sin embargo, es mucho más vital en cuestiones tales como los presupuestos públicos, la población mundial o las bajas en una guerra nuclear.
Aunque la popularidad de la expresión «miles y miles de millones» no se ha extinguido por completo, esos números parecen haberse empequeñecido, y comienzan a estar obsoletos. Ahora se vislumbra en el horizonte, o quizá no tan lejos, un número más a la moda: el billón se cierne sobre nosotros.
Los gastos militares mundiales ascienden ya a casi un billón de dólares al año; la deuda total de todos los países en vías de desarrollo se acerca a los dos billones de dólares (era de 60.000 millones en 1970); el presupuesto anual del Gobierno de Estados Unidos ronda también los dos billones de dólares. La deuda nacional gira en torno a los cinco billones; el coste estimado del proyecto, técnicamente dudoso, de la Guerra de las Galaxias en la era Reagan oscilaba entre uno y dos billones de dólares; y todas las plantas de la Tierra pesan un billón de toneladas. Estrellas y billones poseen una afinidad natural: la distancia desde nuestro sistema solar a la estrella más cercana, Alfa Centauri, es de unos 40 billones de kilómetros.
El desconcierto entre millones, billones y trillones sigue siendo endémico en la vida cotidiana; es rara la semana en que no se comete una equivocación en las noticias de la televisión (por lo general entre millones y billones). Así que tal vez sea preciso que dedique un momento a establecer algunas distinciones. Un millón es un millar de millares, o un uno seguido de seis ceros; un billón es un millón de millones, o un uno seguido de 12 ceros, y un trillón, un millón de billones, o un uno seguido de 18 ceros.
En Europa, el número «mil millones» recibe otras denominaciones, como
milliard,
millardo, etc. Coleccionista de sellos desde la niñez, poseo uno sin matar, emitido en el momento álgido de la inflación alemana de 1923, cuyo valor era de «50
milliarden».
Hacían falta 50.000 millones de marcos para franquear una carta (en aquel tiempo se necesitaba una carretilla cargada de billetes para ir a la panadería o a la tienda de comestibles).
Una manera segura de saber de qué número estamos hablando consiste sencillamente en contar cuántos ceros siguen al uno. Sin embargo, cuando los ceros son muchos la tarea puede resultar un tanto tediosa, por eso los agrupamos en tríadas separadas por puntos. Así, un trillón es 1.000.000.000.000.000.000. Para números mayores que éste, basta con contar tríadas de ceros. Pero todo sería mucho más fácil si, al denotar un número grande, indicásemos directamente cuántos ceros hay después del uno.
Esto es lo que han hecho los científicos y los matemáticos, que son personas prácticas. Es lo que se llama «notación exponencial». Uno escribe el número 10 y luego, a la derecha y arriba, un número pequeño que indica cuántos ceros hay después del uno. Así, 10
6
= 1.000.000, 10
9
= 1.000.000.000, 10
12
= 1.000.000.000.000, etc. Esos superíndices reciben el nombre de exponentes o potencias; por ejemplo, 10
9
es «10 elevado a 9» (a excepción de 10
2
y 10
3
que reciben respectivamente los nombres de «10 al cuadrado» y «10 al cubo»). La expresión «elevado a», al igual que «parámetro» y otros términos científicos, está introduciéndose en el lenguaje cotidiano, pero al hacerlo su significado se va enturbiando y tergiversando.
Además de su claridad, la notación exponencial posee otro aspecto maravillosamente beneficioso: permite multiplicar dos números cualesquiera sumando los exponentes adecuados. Así, 1.000 X 1.000.000.000 es 10
3
X 10
9
= 10
12
. Incluso se pueden multiplicar números mayores: si en una galaxia típica hay 10
11
estrellas y en el cosmos hay 10
11
galaxias, entonces hay 10
22
estrellas en el cosmos.
Todavía existe, sin embargo, cierta resistencia a la notación exponencial entre aquellos a quienes las matemáticas les dan grima (aunque simplifica y no complica las cosas) y entre algunos tipógrafos que parecen sentir la necesidad irrefrenable de escribir 109 en vez de 10
9
(no es éste el caso, como puede verse).
En el cuadro de la página 9 figuran los primeros números grandes que tienen nombre propio. Cada uno es mil veces mayor que el precedente. Por encima del trillón casi nunca se emplean los nombres. Contando día y noche un número cada segundo, necesitaríamos más de una semana para pasar de uno a un millón. Contar mil millones nos llevaría media vida. No podríamos llegar a un trillón aun cuando dispusiéramos de toda la edad del universo.